Han llegado las denuncias de Gorka Lupiañez, Mattin Sarasola y la que ha alcanzado una cierta relevancia mediática por los errores (y el descaro) de las autoridades españolas, la de Igor Portu. Después de los asesinatos, aparece la tortura y se cierra el círculo. El circo. La izquierda abertzale está atrapada en una prisión dinámica. […]
Han llegado las denuncias de Gorka Lupiañez, Mattin Sarasola y la que ha alcanzado una cierta relevancia mediática por los errores (y el descaro) de las autoridades españolas, la de Igor Portu. Después de los asesinatos, aparece la tortura y se cierra el círculo. El circo. La izquierda abertzale está atrapada en una prisión dinámica. El relato del conflicto vasco se queda así, encerrado en un círculo interminable de asesinatos y bombazos por un lado y tortura o ataque a los derechos civiles más elementales por el otro.
El director de cine vasco Julio Médem recogía en su documental «La pelota vasca» (2003), el testimonio escalofriante de una mujer, Anika Gil, que cuenta, de un modo que apenas permite la duda, cómo la Guardia Civil la sometió a abusos horribles mientras estuvo incomunicada, en aplicación de la ley antiterrorista, durante cinco días en febrero de 2002. Su discurso concluye así: «La humillación recibida es tan grande que vayas donde vayas la llevas contigo». Anika nunca fue condenada por pertenencia a ETA y tampoco ningún representante del Estado interpuso querella contra sus potentes declaraciones, a pesar de que el largometraje de Médem fue visto por miles y miles de personas en toda España. La conclusión es evidente: además de procedimiento de investigacion (ocho días después de las denuncias de Portu y Sarasola, casualmente el Estado ofreció informaciones muy precisas sobre el funcionamiento del comando al que pertenecían esos dos presuntos miembros de ETA), la tortura es un acicate, como cuando se pincha a la fiera en los toriles para que salga al ruedo enardecida. A Anika Gil la torturaron para que la escuchara sufrir su compañero, es decir, para echar leña al fuego y sellar la rutina infernal.
Recuerdo que en los años ochenta los medios de información debatían sobre la conveniencia de reducir al máximo la relevancia informativa de las acciones de ETA. Como se postulaba que el terrorismo vive de las repercusiones mediáticas de sus actos violentos, que son más espectáculo político que violencia capaz de doblegar militarmente al enemigo, la conclusión obvia era que convenía quitar relevancia a los atentados para restarles, así, sentido y fuerza. Sin embargo, con el tiempo, la tendencia fue exactamente la contraria. Quizás en la resolución de ese dilema periodístico estriba el verdadero cambio de escenario que supuso el espantoso drama en un acto del secuestro y asesinato del concejal del PP Miguel Ángel Blanco: las cadenas de televisión eliminaron de su parrilla informativa casi todo lo demás, sobredimensionaron hasta límites insospechados la acción de ETA, colgaron lazos azules a todas horas en un rincón de la pantalla… convocaron a las masas, movieron las almas, culminaron un experimento social-sentimental a gran escala que a la larga implicó una especie de rearme moral de la derecha española.
Desde entonces, ETA es la cara más cómoda para el statu quo español de entre todas las que conforman el nacionalismo izquierdista vasco. Contraída en dimensiones muy manejables, el infierno de acción reacción en el que está sumida esa organización es el mejor pretexto para experimentar con la anulación sectorial de las garantías del Derecho (18/98, Batasuna, caso Jarrai, caso Egunkaria y un largo etcétera). A partir de un protagonismo exagerado de la violencia terrorista, cuanto más tiempo e importancia recibe en los servicios informativos, más impotente y más aislada se halla la izquierda abertzale, acosada a cuenta de la impasibilidad o el cansancio de las mayorías en el País Vasco y el odio y la lucha de la España profunda contra ETA. Los justificadores por activa o por pasiva de la tortura, los que han dinamitado el proceso de paz, o los que están ahora mostrando sus verdaderas intenciones de cara a la cuestión vasca, se sienten a gusto con esa especie de guerra que niegan (no son más que delincuentes) pero que al mismo tiempo afirman (hay que tratarlos con una excepcionalidad legal más propia del estado de guerra, porque son un enemigo absoluto y hay que derrotarlos).
Es que en realidad no hay tal guerra. Lo que hay es una derrota brutal en movimiento. A remolque de la dudosa iniciativa del sector armado, la izquierda abertzale forma un Sísifo histórico castigado a subir a lo más alto del monte un lastre gigantesco, para luego caer y volver a empezar, generación tras generación, un esfuerzo interminable y absurdo. El nacionalismo vasco de izquierdas es ya un animal enjaulado obligado a pelear en un circo del que se benefician siempre sus enemigos. Así, en medio del círculo horroroso que forman los atentados y la tortura, el potencial militante y transformador de Euskal Herria deviene un manjar para un sistema que perfecciona cada día su capacidad de alimentarse de la infamia y los infiernos.
La izquierda abertzale no puede esperar del Estado español que se mueva ni un milímetro para apuntar hacia la vía dialogada de resolución del conflicto, o por lo menos de su lado más violento. Ya está claro qué sectores del PSOE se han impuesto en la pugna interna en la cuestión de ETA y el proceso de paz, y así, entre ilegalizaciones, detenciones y atentados, medios y políticos llenan la agenda política sin tocar para nada las bases estructurales del tinglado social dominante. Cohesionan, distraen. Juegan al miedo, al más puro estilo estadounidense, salpicado de revancha. Es imposible que renuncien a este chollo que les sirve, por si fuera poco, para experimentar aquí y allá, nunca se sabe, con quiebras sustanciales del ordenamiento jurídico y los derechos humanos… con la complicidad de las cúpulas judiciales que, con eso de la lucha antiterrorista, toman partido político, se mojan hasta la barbilla en el sentido que marcan la opinión publicada y la voz del bipartidismo estatal.
Este tipo de derrota es un castigo que no cesa, que obliga a un sacrificio terrible de los militantes que siguen absorbidos por el círculo vicioso de una lucha fallida ante la que crece la indiferencia de capas importantes de la sociedad vasca. Tiene algo de para siempre, como fue definitivo el castigo de Prometeo, que veía crecer su hígado cada noche para que de día lo devoraran los buitres en un doloroso banquete sin término.
La única ventaja que se le puede ver al modo en que el independentismo vasco de izquierda ha sido neutralizado es que no ha sido erradicado por completo y quizás no sea ya demasiado tarde para romper el círculo, el circo. Para ello la izquierda abertzale tiene que deshacerse de ETA lo más pronto que pueda, antes de que resulte ya imposible desvincular un movimiento social en reducción, de los efectos brutales de la iniciativa del grupo armado. Cobra sentido la máxima estratégica de Napoleón: «Una retirada a tiempo es una victoria». Dejar las armas sin esperar concesiones políticas (tampoco se puede esperar mucho en el plano humanitario) no es una derrota, porque la derrota peor es el estado actual de cosas, que significa el encapsulamiento de un otrora muy poderoso movimiento popular, la eliminación definitiva de toda posibilidad de intervención política relevante para la izquierda abertzale, la ruina de centenares de vidas por nada más que un poquito de carnaza mediática para la derecha más recalcitrante. No se debe confundir la dignidad de la resistencia con la indignidad del sacrificio absurdo e incesante en el coliseo del sistema.