La casta contra la multitud: se podía presumir a priori que era un simple eslogan publicitario de enganche, pero faltaba por confirmarlo. Podemos ha tenido que tragarse sus éticas palabras sanitarias iniciales y aliarse con el PSOE, incluso con IU, para formar gobiernos de etiqueta progresista o de izquierda tradicional en numerosos ayuntamientos y algunas […]
La casta contra la multitud: se podía presumir a priori que era un simple eslogan publicitario de enganche, pero faltaba por confirmarlo. Podemos ha tenido que tragarse sus éticas palabras sanitarias iniciales y aliarse con el PSOE, incluso con IU, para formar gobiernos de etiqueta progresista o de izquierda tradicional en numerosos ayuntamientos y algunas comunidades autónomas. Por tanto, cabe decir que sigue funcionando el clásico binomio derecha-izquierda tan denostado en el primer discurso más o menos radical o altisonante de Iglesias y sus seguidores.
A pesar de la irrupción meteórica de Podemos, su media ponderada de votos a través de diversas fórmulas electorales se sitúa alrededor del 14 por ciento de apoyos efectivos, muy lejos de las proyecciones que anunciaban una presencia avasalladora en las instituciones del nuevo partido. El bipartidismo nacido tras el consenso de la transición posfranquista ha sufrido heridas considerables, sin embargo aún retiene la centralidad del tablero político aunque los adalides del cambio cuenten ahora con más resortes políticos y mayor presencia en los medios de comunicación.
Los movimientos de los últimos meses han dado la puntilla casi definitiva a IU, un daño colateral previsto, si bien nunca declarado expresamente, por los impulsores de Podemos y sus marcas secundarias o instrumentales. Por lo que respecta a Ciudadanos, lo esperado y anunciado a bombo y platillo: servirá de muleta para completar mayorías al PP y apoyará como muletilla de ocasión al PSOE cuando no exista la solución genuina de la derecha de siempre.
A vuelapluma este es el cuadro sinóptico político tras los comicios locales y regionales del 24M reciente. Sin excesivas sorpresas, más allá de los sensacionalismos vertidos en titulares grandilocuentes para escenificar una batalla política de mucha intensidad y elocuencia mediante palabras gruesas y sonoras y poca chicha en el debate ideológico, que se elude a conciencia para no meterse en honduras que puedan ser mal interpretadas o no entendidas cabalmente por el electorado potencial de izquierdas. La izquierda desde hace tiempo no tiene un modelo alternativo de sociedad porque continúa prisionera de una agenda marcada por las convenciones y los asuntos de referencia dictados por los gurús del neoliberalismo triunfante en las décadas precedentes desde la caída del Muro de Berlín.
La corrupción, un mal endémico y consustancial al capitalismo, se ha convertido en el tema-estrella y moral de Podemos, pero ahora han cambiado las tornas. La derecha hará uso de ella como arma arrojadiza contra sus adversarios, investigando minuciosamente los currículos de los nuevos actores políticos para hallar errores o dislates menores contra los que lanzar a degüello a su maquinaria de difusión masiva. De esta forma, se igualarán tuits ocasionales o declaraciones desafortunadas e implicaciones judiciales en curso por causas sociales y políticas con evasiones fiscales, bárcenas, gúrteles, púnicas, eres, cobros ilegales, financiaciones irregulares, sinecuras de políticos retirados, sobresueldos ilegítimos, fraudes contra lo público, astronómicas jubilaciones de banqueros y empresarios de postín y demás fanfarria y morralla de corruptelas del PP y de sus contraparte bipartidista. Es lo que tiene confundir política con ética. El efecto boomerang ya está aquí y será repetido machaconamente hasta la extenuación para manchar a todas las izquierdas en liza.
¿El fin de la historia?
Se acepta, sin mayor espíritu crítico, que el capitalismo es el fin de la historia. Fuera de él está el terrorismo, la radicalidad, la gauche divine y los recalcitrantes e irredentos marxistas. Se asume, por ende, que el régimen capitalista solo precisa de retoques mínimos legales, de mucha ética activista y de bastante sentido común, sin plantearse grandes proyectos a largo plazo sobre bases sociales e ideológicas distintas a las que sustentan la estructura económica de las punteras sociedades occidentales y sus émulos países emergentes.
Cuando tocan poder institucional, las nuevas izquierdas se dan de bruces con una rocosa realidad diseñada por las elites financieras mediante complejos entramados jurídicos nacionales e internacionales y resistencias fácticas a ceder capacidad de influencia a las capas populares. Ante una perspectiva tan renuente de las clases hegemónicas, los representantes de la nueva ola izquierdista optan por adoptar mecanismos de diálogo formal y gestos estéticos antisistema que lancen mensajes a la sociedad de que «sí se puede», pero ya veremos cómo. Se reúnen de buen talante con los omnipotentes bancos y viajan como un trabajador normal en transporte público. No son criticables estos hechos bienintencionados, pero no serán suficientes para doblegar a los poderosos.
Desde hace algún tiempo, está instalada en la izquierda una tendencia irresistible a considerar al sistema capitalista como una estación término de llegada. Solo cuando se acercan elecciones, algunos discursos se radicalizan para prender mejor en la ciudadanía y despertar del letargo a gentes de izquierdas sumidas en el desencanto y en la pasividad sociopolítica. Esos mensajes vuelven a olvidarse tras el recuento de votos, regresando al redil del discurso políticamente correcto de esgrima florentina vacua e inútil por parte de los electos en nombre de la izquierda nominal.
Hoy estamos viendo, que las izquierdas plurales salidas de las urnas no aspiran a nada más que meros lavados de fachada del capitalismo, incidiendo en los efectos más notorias, mediáticos y perversos de la crisis sin analizar las causas sistémicas y profundas que provocan el paro, la pobreza, la precariedad, los desahucios y las privatizaciones de la sanidad y la educación públicas. Son respuestas estereotipadas oenegé que tendrán una repercusión social limitada y coyuntural.
Quedarse en los efectos, dejará a mitad de recorrido las expectativas creadas por la nueva izquierda. De esta manera, Podemos solo servirá como cantera para renovar nombres y apellidos en el PSOE, cumpliendo Ciudadanos un papel similar para el PP. Y el bipartidismo continuará en sus trece, con encalado veraniego blanquísmo y métodos con aroma a viejo.
Focalizar la acción política en la corrupción y los desahucios, sin vincular estos efectos y otros, como el desempleo y la precariedad laboral, a un todo ideológico es un error estratégico mayúsculo. Todos los efectos mencionados, y muchos más que están en la mente colectiva de modo subliminal, son causados por un modelo político denominado capitalismo, siendo unos y otros hijuelas de la misma madre, productos, en suma, de una filosofía estructural dividida en clases sociales.
Parar un desahucio es urgente y éticamente irreprochable. Dar de comer a los niños y niñas que pasan hambre merece todos los respetos. No obstante, avanzar hacia una sociedad más justa, solidaria y de iguales conllevaría chocar frontalmente con el poder establecido y sus usos de conveniencia más extremos: la fuga de capitales, el ordenamiento jurídico regresivo, la distribución inequitativa de la riqueza, la acumulación en pocas multinacionales y grupos de presión de los principales mass media y los valores ideológicos que ofrecen sustento y avalan los mensajes y prédicas de las clases propietarias.
¿Unidad popular?
Con solo mencionar a título buenista la unidad popular tan en boga en la actualidad no se va a confeccionar un programa alternativo, coherente y veraz que conecte con las masas trabajadoras en pos de una nueva sociedad menos competitiva y voraz que la que nos deja el neoliberalismo en retirada táctica. Volverá con otro nombre, eso seguro, pues siempre ha sido así en los recurrentes ciclos capitalistas desde su aparición histórica.
Los esfuerzos de Syriza en Grecia, luchando a brazo partido con el emporio capitalista de la globalidad, demuestran que sin el concierto internacional de las fuerzas progresistas, las políticas de la nueva izquierda servirán para salir a medio gas del trance de la crisis no afectando al nudo gordiano del entramado social y financiero del capitalismo heleno. El posibilismo izquierdista hará que la gente opte al poco tiempo por soluciones políticas clásicas de discursos moderados y tecnócratas asociados a líderes con carisma de salvapatrias paternalistas. Son ciclos ya conocidos resumidos en la banal frase de cambiar lo superficial para que nada cambie en las relaciones profundas del poder establecido.
Desde las izquierdas occidentales, el peculiar amor-odio que se profesa al sistema capitalista impide una visión de conjunto que nos haga atisbar una alternativa al mismo. Somos incapaces de ver más allá del nuevo modelo de móvil o de ordenador adquirido hace nada, del consumo de emociones instantáneas o de dejarnos arrastrar por el último viaje esotérico a los antípodas o el gol del último fichaje de nuestro equipo de fútbol favorito. Estamos constituidos de sensaciones transitorias y tuits rápidos y creativos que al hacerse virales elevan nuestra autoestima a cotas eróticas de ensimismamiento sideral.
La izquierda, por mucha literatura presuntamente sesuda o académica que así lo sancione, no se hace ni se constituye en las redes sociales ni acaba en una acción puntual por muy meritoria y moral que sea o se acredita sin ningún género de dudas en consultas primarias donde el debate es inexistente y el cartel mediático tiene todas las bazas para ganar. Esos son sucedáneos de izquierda que no hacen unidad popular así como así.
Sin una base común de rechazo frontal al régimen capitalista, todo intento de paliar los efectos más graves o espectaculares de la crisis actual se quedarán en agua de borrajas. Serán respuestas éticas intachables pero ingenuas, tanto como combatir con flores y poesías a todo un ejército de drones asesinos.
A pesar de lo expuesto, siempre mejor Carmena que Aguirre y Colau que Trías y Page que Cospedal y Kichi que Teófila. No obstante, atrincherarse en el mal menor o realismo complaciente con uno mismo es una actitud política condenada al fracaso a medio plazo por su lóbrega estrechez de miras ideológicas. ¿Hay vida más allá del capitalismo o nos conformaremos con seguir tirando hasta la siguiente crisis financiera?
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.