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Izquierda y democracia

Fuentes: Rebelión

En una aleccionadora conversación que la revista mexicana Letras Libres recoge para la posteridad, dos reconocidos intelectuales de derecha, Mario Vargas Llosa y Enrique Krauze, reflexionan sobre la imprevista -para ellos–, reaparición de la izquierda en el panorama político latinoamericano. Krauze inicia el diálogo con este lamento: «en el fin de siglo pasado vivíamos una […]

En una aleccionadora conversación que la revista mexicana Letras Libres recoge para la posteridad, dos reconocidos intelectuales de derecha, Mario Vargas Llosa y Enrique Krauze, reflexionan sobre la imprevista -para ellos–, reaparición de la izquierda en el panorama político latinoamericano. Krauze inicia el diálogo con este lamento: «en el fin de siglo pasado vivíamos una especie de ilusión óptica, de esos momentos extraños, rarísimos en la historia, en los cuales el cielo está despejado. Parecía que todos los grandes problemas, atroces, del siglo XX, estaban resueltos o por resolverse, y esto a pesar de la terrible guerra en los Balcanes. En Latinoamérica, pese a problemas casi inerciales de guerrilla, parecía que la democracia y las libertades, incluida la libertad de mercado, estaban arraigadas por primera vez en la historia; se estaba dando el milagro, con la sola excepción, desde luego, de Cuba, que sigue siendo una excepción de la adopción continental de la democracia y de sus valores» (enero de 2006, No. 52, tomado de Internet). Ciertamente, lo que más irrita a la derecha internacional es ese resurgir inesperado de la izquierda en el «tranquilo» panorama unipolar. Todas las rebeldías –las utopías– habían sido desechadas por inútiles. «La terrible guerra de los Balcanes», era un hecho lamentable, pero insignificante, como hubiesen sido -de no haberse interpuesto la izquierda antibelicista internacional y la resistencia árabe–, las guerras, es decir, las invasiones a Afganistán y a Irak. Por eso la prensa venezolana –que en la práctica es el más activo partido de oposición al gobierno revolucionario de Hugo Chávez–, repite con rabia y desesperación que la Revolución es un regreso al pasado: ‘¡el ignorante populacho no sabe que hombres tan ilustres como Fukuyama, Oppenhaimer, Krauze, Montaner, Aznar y Bush, entre otros, habían ya certificado su muerte!’.

Por supuesto, la democracia a la que Krauze se refiere es la democracia representativa, un mecanismo de alternancia partidista para la reproducción del capitalismo. Alternancia de conceptos administrativos del capitalismo -con mayor o menor atención al factor social–, nunca de concepciones alternativas. En el mundo unipolar es democrática únicamente la alternancia de los políticos, no de las alternativas políticas. En Estados Unidos los partidos republicano y demócrata, se comportan cada vez más como un solo partido. Entiéndaseme: a veces son dos maneras sutilmente diferentes (sólo a veces) de entender la defensa del status quo. En otro artículo reciente, Mario Vargas Llosa elogia la democracia chilena y el primer piropo que se le ocurre es su inusitado título: «Bostezos chilenos»: «En el debate entre Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, que tuvo lugar pocos días antes del final de la segunda vuelta, había que ser vidente o rabdomante para descubrir aquellos puntos en que los candidatos de la izquierda y la derecha discrepaban de manera frontal. Pese a sus respectivos esfuerzos para distanciarse uno de otro, la verdad es que las diferencias no tocaban ningún tema neurálgico, sino asuntos más bien cuantitativos (para no decir nimios). Piñera, por ejemplo, quería poner más policías en las calles que la Bachelet.» (El Nacional, Caracas, 5 de febrero de 2006, p. A / 9). Desde que en el siglo XIX surgió la peligrosa opción anticapitalista, la democracia representativa ha pretendido ignorarla o desestimarla en el juego legal. Ignorar y desestimar son por supuesto eufemismos: ha encarcelado, torturado, asesinado, desterrado y silenciado a sus defensores, es decir, a sus verdaderos opositores. Pero si un partido anticapitalista se retiraba de la contienda electoral por falta de garantías, a ningún medio se le ocurría decir: los comicios se realizarán sin una verdadera oposición.

Veamos las cosas desde otro ángulo. Imaginemos un escenario donde existan muchos partidos anticapitalistas -y ninguno procapitalista–, con criterios diferenciados sobre las políticas administrativas. Todos participan en el proceso electoral. ¿Es una contienda democrática? Según la experiencia (es decir, la prensa) venezolana, –en cuya última contienda electoral los partidos abiertamente procapitalistas, es decir, opuestos al proyecto socialista del Gobierno, decidieron no participar–, la ausencia de ellos anula el carácter democrático de la justa. En el Parlamento, es cierto, están representados ahora varios partidos, pero todos son «lo mismo». ¿Lo son? Cabría preguntarse entonces: Acción Democrática, COPEI, Primero Justicia, etc, ¿son lo mismo? Veámoslo de forma más concreta: ¿por qué tres partidos antibolivarianos son tres partidos (si uno de ellos está en el poder los otros son oposición, aún cuando siempre respalden la alternativa política del Gobierno) y cuatro partidos bolivarianos son un solo partido (si uno de ellos gana o es mayoría, los otros NO constituyen oposición, ¡porque apoyan la alternativa política del Gobierno!)? Téngase en cuenta que los partidos bolivarianos no son necesariamente anticapitalistas, aunque respaldan el proyecto revolucionario y anticapitalista del Presidente Hugo Chávez. Las últimas elecciones parlamentarias en Venezuela vuelven a poner sobre la mesa de la izquierda la discusión sobre la democracia representativa. El problema de fondo es que las diferencias que el sistema democrático representativo admite como viables son de forma; son diferencias tácticas, nunca estratégicas. El sistema no permite cambiar el sistema, aun si la mayoría de los electores quiere hacerlo. Es una democracia representativa… de los intereses del capital. El «académico» chileno (residente en Alemania) de derecha Fernando Mires -entrevistado a página completa en El Nacional (Caracas, 23 de enero de 2006, p. A / 4)–, afirma rotundo: «No hay nada más antidemocrático que un revolucionario». ¿Por qué? Porque si el 70 o el 80 por ciento de la población quiere cambiar el sistema y construir una vía alternativa -y lo expresa en las urnas–, se destruye (no importa que sea por voluntad popular) la democracia capitalista. Pudo haber dicho: «no hay nadie más anticapitalista que un revolucionario», y estaría expresando la misma idea. Un presidente es o no democrático, –haya sido elegido o no en las urnas, tenga o no respaldo popular–, si mantiene el capitalismo.

El sistema democrático no contempla la victoria electoral de un revolucionario. Un resultado de esa índole es un accidente grave. Ello explica la rápida radicalización de las sociedades revolucionarias: finalizado el juego de máscaras quedan las dos únicas opciones que en verdad son opciones. Todos los partidos anticapitalistas presentan su candidato único y todos los partidos procapitalistas el suyo. Y todos los recursos de la guerra parecen validarse si la opción procapitalista no consigue el apoyo de los electores: golpes de estado, subversión armada, magnicidio. La desesperación cunde si los mecanismos del sistema democrático no restauran en un tiempo prudencial -los cuatro o cinco años de un período presidencial–, la estabilidad de la democracia capitalista. Los medios y sus mensajes directos e indirectos inculcan valores capitalistas, mentiras, compran voluntades, promueven el sabotaje económico, la guerra sicológica: tales son las reglas de la democracia representativa, que se sustentan sobre el dinero de las corporaciones y del imperialismo (especialmente, del gobierno norteamericano). Si se restringe el juego desmoralizador se incumple con esa democracia. Si no se restringe, las aguas vuelven a su redil. Como dice Rafael Rojas, «si el antecedente de Chávez, quien manipuló la Constitución democrática de su país para perpetuarse en el poder, no se difunde demasiado, en unos cinco años esos gobiernos [latinoamericanos de izquierda] serán sustituidos por líderes y partidos de otra orientación ideológica» (El País, Madrid, 6 de febrero de 2006, Internet). La democracia no defiende el derecho a la verdad, o a la justicia, no defiende la voluntad popular, sino el status quo. Por eso el ejemplo de Chávez es funesto. Cuando el «izquierdista» neoliberal Tony Blair dice que Venezuela y Cuba «deben acatar las reglas de la comunidad internacional», se refiere por supuesto a esas reglas, que son las que garantizan la reproducción del capitalismo.

¿Qué se entiende entonces por izquierda democrática, moderna? Lagos –¿Bachelet?– es el ejemplo latinoamericano que más se cita. Tony Blair es el europeo. Pero los comentaristas se esfuerzan contradictoriamente en demostrar que las propuestas inteligentes, maduras, de esos estadistas de izquierda son compatibles, e incluso cercanas, a las propuestas de la «derecha democrática», moderna. Plinio Apuleyo Mendoza, que se confiesa liberal -«fui de izquierda, ya no lo soy»–, responde así a la pregunta ¿son compatibles la izquierda y el neoliberalismo?: «No es incompatible un matrimonio entre una socialdemocracia y un modelo liberal. Ya lo vimos en el Reino Unido con Blair. Ahí hay un perfecto matrimonio entre economía de mercado y tendencias liberales y tendencias socialdemócratas. Ahí me ubico después de haber sido izquierdista, castrista» (El Nacional, Caracas, 29 de agosto de 2005, p. B – 8). Pero la frase final voltea la respuesta: porque si él se ubica en esa tendencia después de haber abandonado la izquierda, entonces ¿dónde ubicamos a Blair? Es natural pues que muchos analistas del sistema rechacen esos enredos conceptuales. «El mundo ha ido dejando atrás estas distinciones -escribe Cipriano Heredia S. en El Universal (Caracas, 13 de septiembre de 2005, p. 2 / 9)– y agrega: si bien los partidos que dirigen los gobiernos del segundo tipo se hacen llamar de izquierda, justicialistas o socialistas, la verdad es que de ello les queda poco. Todos los citados, más otros casos emblemáticos fuera de Latinoamérica como los laboristas ingleses, los socialdemócratas alemanes o los demócratas de EE.UU., se han movido hacia el centro político». Como bien señala Heredia, la posible candidatura presidencial de Teodoro Petkoff, ex guerrillero y ex comunista, promotor venezolano de la llamada izquierda moderna (opuesta al gobierno de Hugo Chávez), y autor del muy promocionado libro Las dos izquierdas, está siendo impulsada por círculos «no muy socialistas que digamos». Aclaro que Heredia no es de izquierda; pero prefiere -antes que una encubierta opción de derecha– un candidato que la promueva abiertamente.

No existen dos izquierdas. Existen capitalistas y anticapitalistas, o socialistas. Puede y debe discutirse el socialismo del siglo XXI, pero este será indiscutiblemente anticapitalista. Claro, la única «izquierda» que la democracia representativa admite es la «democrático-representativa», es decir, la que garantiza la continuidad del sistema. La que sostiene puntos de vista divergentes sobre cómo hacer más efectivo el capitalismo. A esa tendencia es a la que la derecha llama «izquierda democrática». La izquierda genuina agrede la insaciable voracidad del capital y expresa una inequívoca vocación de justicia social. Vargas Llosa, transparente e incondicional intelectual de derecha, prefiere por eso el «aburrimiento chileno» -tan europeo, dice a modo de elogio–, y detesta la democracia tercermundista, que puede revertir el orden neoliberal, «en la que un país se juega en las ánforas el modelo político, la organización social, y, a menudo, hasta la simple supervivencia. (…) Todo puede revertirse de acuerdo al resultado electoral y, en consecuencia, el país retroceder de golpe, perdiendo de la noche a la mañana todo lo ganado [por los ricos] a lo largo de años o seguir perseverando infinitamente en el error» (El Nacional, 5 de febrero de 2006, p. A / 9). No tienen el mismo signo los movimientos políticos «de izquierda» que han alcanzado el poder en América Latina, pero todos expresan el retorno -más o menos visible–, de las masas a la acción política, eventualmente revolucionaria: los gobiernos electos «de izquierda» enfrentan la disyuntiva de reproducir el sistema y la explotación secular del pueblo o responder a sus expectativas, a sus exigencias, algo que la derecha suele estigmatizar con el adjetivo de populismo. No existen dos izquierdas, me dice un amigo venezolano, pero sí dos derechas: la izquierda democrática y la derecha. Bien, pero anotemos que el capitalismo latinoamericano está vinculado estructuralmente al imperialismo norteamericano, y que cierto nivel de ruptura en esa relación de dependencia puede ser revolucionario.

Los gobiernos latinoamericanos que hoy se definen «en la izquierda» crean, de conjunto, un obstáculo formidable a las apetencias de ese imperialismo. De cierta forma, son un acto no previsto de insubordinación. Pensar en otras posibles apetencias, en otros imperialismos emergentes (el brasileño, por ejemplo), es confundir la ubicación del enemigo real: lo urgente, lo revolucionario, es la derrota del imperialismo norteamericano en América Latina. La derrota del ALCA. Porque la desestructuración del sistema de predominio económico y político estadounidense, es una puerta inevitable que hay que pasar en el camino de la emancipación humana. El imperialismo europeo es subsidiario del norteamericano, al menos en lo político y en lo militar. La competencia de intereses, no obnubila a los competidores. En su artículo «Las nuevas izquierdas, España y Cuba», (El País, Madrid, 6 de febrero de 2006, versión de Internet) Rafael Rojas se muestra preocupado e intenta alertar a la comunidad europea del peligro que constituye esa sucesión de triunfos e irrespetos colectivos. «Los estudiosos más serenos de la región -reflexiona–, empeñados en calmar los ánimos, insisten en que la diversidad de esas izquierdas hace virtualmente imposible la conformación de un bloque subcontinental contra la hegemonía de Estados Unidos y, mucho menos, contra la democracia representativa y la economía de mercado. (…) Piensan que si políticos como Lula, en Brasil; Bachelet, en Chile, y López Obrador, en México, se alinean a una izquierda moderada, dispuesta a preservar las instituciones de la democracia y el mercado y a negociar respetuosamente la vecindad con Estados Unidos, arrastrarían hacia esa corriente a otros gobiernos, como los de Kirchner, en Argentina; Vázquez, en Uruguay, o Torrijos, en Panamá, y contendrían al polo más radical y desestabilizador, personificado por Castro, Chávez, Morales y, eventualmente, Humala». Cuesta trabajo creer que quien escribe esas líneas en defensa de la hegemonía norteamericana en el hemisferio, sea un cubano preocupado por el destino de su país. Pero la actitud que asume, es explicable y coherente: sabe cuán importante es la defensa del sistema interamericano para la conservación del capitalismo. Su motivación es simple: el odio a Castro. Puede negociar el precio -cualquiera que fuese–, de su propósito destructor. Sabe que la nueva correlación de fuerzas es un apoyo directo e indirecto a la Revolución cubana. Pero a Rojas lo martiriza otra pregunta: «¿Por qué un régimen como el cubano que encarna valores tan contrapuestos a las tradiciones liberales, republicanas y democráticas de Occidente (…) ha logrado tanto respaldo simbólico en el mundo?» (La persistencia del mito cubano, reproducido el 30 de agosto de 2005 en El Nacional de Caracas, p. A / 11). El imperialismo lo sabe: la izquierda radical (la que va a las raíces), la izquierda revolucionaria, es más coherente, más justa, y más valiente, y por eso acapara la simpatía de las mayorías, y traza la pauta continental de una batalla que puede ser decisiva. En ese contexto el liderazgo venezolano –y en lo personal, el de Hugo Chávez–, vuelve a ser, como en la heroica campaña de Bolívar por la primera independencia, el factor determinante.

Ello explica por qué el imperialismo prefiere a un neoliberal en el poder, a un capitalista «duro» -preferiblemente un Fox y en momentos históricos extremos, un Pinochet o un Carmona–, aunque a veces tenga que aceptar la presencia momentánea de un izquierdista light, sistémico. Mientras no pueda hacer otra cosa, utilizará su presencia para descalificar otras opciones radicales. Lula será un ejemplo de izquierda democrática para la derecha internacional, hasta tanto puedan enterrarlo. Los intelectuales orgánicos del imperialismo lo elogiarán mientras sea fuerte, irremplazable; y lo denigrarán en cuanto se debilite: véase sino el itinerario crítico de los comentarios del peruano Mario Vargas Llosa, del mexicano Enrique Krauze, del nicaragüense Sergio Ramírez y del cubanoamericano Carlos Alberto Montaner, entre otros (ahora transitan por la etapa de la beatificación de Michelle Bachelet, y del silencio cauteloso en torno a Evo). Eleazar Díaz Rangel, director del periódico Últimas Noticias de Caracas, que no es precisamente chavista, señaló la incongruencia de esos cambios de humor político: «No entiendo cómo la izquierda venezolana que separa a Chávez de Lula, y dice estar con el presidente de Brasil, lo ha dejado solo en sus momentos más difíciles. Refiriéndose a sus planes de gobierno, Lula declaró que ‘la oposición quiere que las cosas no salgan bien’. La otra izquierda de aquí creo que va más allá: ¡quiere que pierda las elecciones, convencida de que así se debilitará a Chávez!» (13 de noviembre de 2005, p. 14).

Algunos procesos, por las expectativas populares que generaron y el origen de sus líderes, han quedado truncos y traicionados; otros, sorprenden por lo inesperado de su trayectoria. A veces, es cierto, el calificativo de izquierdista o de socialista, es tan poco sustentable aún en la acepción «democrática», que su uso es diversionista. Tal es el caso de Lagos en Chile. Como han comentado diferentes analistas, la política económica chilena no ha variado un ápice en los últimos treinta años, desde Pinochet hasta Lagos. Los constructores de imágenes y símbolos de consumo ideológico, hablan de una supuesta reducción de la pobreza en Chile y ofrecen el resultado de una encuesta entre «empresarios y políticos» latinoamericanos, que proclama la popularidad de Lagos. José Steinsleger, sin embargo, muestra otras estadísticas de fuentes no sospechosas (quiero decir, no sospechosas de anticapitalismo): «el Banco Mundial señala que el reino de Chile se encuentra en el noveno lugar de distribución más injusta del ingreso: apenas 5 por ciento de los hogares más ricos (760 mil personas, aproximadamente) perciben un ingreso equivalente a 11 millones de chilenos. Por esto, cuando en Chile se habla de ingreso per cápita suele omitirse que familias como los Matte, Angellini, Luksic se llevan 80 por ciento del producto interno bruto (PIB)» (La Jornada, México D. F., 25 de enero de 2006, versión de Internet). Desde una perspectiva de derecha, El Nacional de Caracas ratifica la opinión de Steinsleger: «El último Informe Mundial sobre Desarrollo Humano, por ejemplo, ubicó a Chile entre los 10 países más injustos del mundo (el segundo de América Latina, detrás de Brasil), señalando que 20% de la población con menos recursos sólo consigue 3,3% de los ingresos y 20% más acaudalado obtiene 62,2% del pastel nacional, lo cual no habla bien, desde luego, de una nación bajo el gobierno de un Presidente socialista» (Ignacio Ávila Gutiérrez: La bomba de tiempo de Bachelet; El Nacional, Caracas, 25 de enero de 2006, p. A / 7). ¿Izquierda democrática? Chávez no cae en la provocación: en su discurso ante el Foro Social Mundial descartó que existiesen dos izquierdas, la de los locos y la de los estadistas (ya sabemos quienes y quienes son) y defendió a Lula de la derecha restauradora. Pero agregó: «No hay más allá del siglo XXI si no cambiamos. La disyuntiva es: socialismo o muerte, pero muerte de la especie humana. El capitalismo está acabando con la vida en el planeta. Es ahora o nunca. Mañana pudiera ser demasiado tarde. Por eso clamo al foro para empujar en la formación de un movimiento mundial articulado, antimperialista y socialista» (La Jornada, México D.F., 29 de enero de 2006, Internet).

La actitud más notoriamente de izquierda del nuevo bloque suramericano se da en el ámbito de la política exterior: la insubordinación frente a Washington y sus organismos financieros, aunque tímida, es un hecho sin precedentes y sus consecuencias trascienden las propias motivaciones. Esa radicalización de la política exterior puede repercutir, al margen de la voluntad de algunos gobernantes, en la radicalización de la política interior. Hasta el enfrentamiento cara a cara con Bush en Mar del Plata (2005), Kirchner era uno de los estadistas de izquierda alabados por la prensa de derecha. Desde entonces, se trata su «caso» con malestar: Lagos es el ídolo -algo que se repite continuamente, para que la Bachelet no lo olvide–; Lula y Tabaré, demócratas traviesos con los que puede discutirse; Kirchner, un caso contradictorio, molesto por inesperado; y por supuesto, Chávez y Fidel, los execrables extremistas. Sobre Evo Morales se ha abierto un compás de espera, ahora que su llegada al poder se hizo inevitable: la actitud de la prensa internacional dependerá de la ubicación real que asuma en la geopolítica continental. Porque, digámoslo de una vez: sólo se es de izquierda si se actúa a favor de la justicia social, y se apoya la opción comprometida con los intereses del pueblo. La opción de Petkoff en Venezuela, impulsada por sectores nada izquierdistas para combatir a un gobierno revolucionario, es una opción de derecha. Decir que somos de izquierda no basta. Vean sino cómo un ex secretario nacional de Acción Democrática, el partido que gobernó en Venezuela durante cuarenta años junto a su «opositor» COPEI, se califica a sí mismo: «Por ser AD miembro de la Internacional socialista, ¿usted también se define como socialista? Socialista democrático sí. No socialista utópico, ni marxista, ni mucho menos de ese socialismo del siglo veintiuno. ¿Es usted de izquierda? Si se considera a la gente de izquierda como partidaria del progreso social, de la igualdad, yo evidentemente soy un hombre de izquierda. ¿Qué diferencia hay entre la izquierda de Chávez y la izquierda de Canache Mata? Que yo soy un demócrata y Chávez es un aspirante a dictador que ya está a punto de colmar sus deseos». ¡Dios mío! No necesito decirle a los venezolanos quién es Caniche Mata.

Pero, ¿qué ha sucedido en Venezuela en estos últimos siete años? Cierto que los cambios estructurales son todavía mínimos, pero la Revolución bolivariana ha generado un creciente y cada vez más radical movimiento de masas, que interacciona con el Presidente. La revolución es aún mucho más política que económica: los dueños de la economía se preguntan cómo el gobierno se atreve a legislar y a proceder en defensa de intereses que -aunque no constituyen un peligro inmediato–, no son los suyos. La acusan -siguiendo una lógica «democrática» impecable–, de traición. ¿Es posible una revolución super-estructural? La peculiaridad de Venezuela es que sus dos principales recursos -el petróleo y la minería– pertenecen al estado. Según el escritor y sociólogo venezolano Luis Britto, esas industrias producen aproximadamente el 85 por ciento de las exportaciones del país. «Nosotros tenemos aquí un socialismo de producción y un capitalismo de distribución», comenta Britto (entrevista personal con el autor). Pero el pueblo venezolano ya no es el mismo: ninguno de los graduados de las misiones educativas, de los miembros de los círculos de abuelos, de salud, de tierras, de agua, de los pacientes salvados o curados en Barrio Adentro, de los que reformularon sus sueños, sus proyectos de vida, es ahora un ente pasivo. El pueblo ha cambiado, ha tomado conciencia de sí, aunque todavía prevalezcan en su seno las estrategias de sobrevivencia, que engendran a su vez posturas anarquistas y populistas. La oposición lo sabe. No basta con descalificar la alternativa bolivariana por extrema, si no se tiene un proyecto opositor que pueda ser aceptado por el pueblo.

Emeterio Gómez, lúcido e ingenuo calvinista, lo explica así: «no podemos enfrentar el neocomunismo carismático con el mismo esquema ideológico o la misma propuesta de país que teníamos en 1998, antes que llegara la barbarie. Tenemos que aferrarnos a dicha propuesta, pero ante el enfoque ético de Chávez -profundamente absurdo, pero al mismo tiempo profundamente ético [sic]– no podemos seguir centrados exclusivamente en nuestras valiosas ideas tradicionales». Así que un grupo de 40 empresarios se reúne y diseña su estrategia: capitalismo al duro, sí señor, con ALCA y todo, pero «incrustándole en el alma un chip adicional que en sus 400 años de existencia no ha podido desarrollar: la ética, la identificación espiritual con los seres humanos y, muy especialmente, con los pobres». Como esta propuesta es irrealizable a nivel de los hechos, será obviamente realizada a nivel de discurso. De eso en definitiva se trata, de ganarle las elecciones a Chávez. El autor remata así su exposición: «Al salir del taller, un participante muy querido y margariteño como yo, me dijo asombrado: ‘pero lo que tu propones es lo mismo que Chávez, identificarnos espiritualmente con los pobres’. Y su asombro se incrementó cuando abrazándolo afectuosamente le dijimos: ¡Bingo!» (El Universal, 11 de septiembre de 2005, p. 2 / 12). Imagino su confusión y su alarma. Pero alguien seguramente le explicó que no había por qué. Teodoro Petkoff, que no es bobo (esto es una presunción mía), conoce claramente quiénes y por qué algunos sectores promueven su candidatura. Plinio Apuleyo lo admira: «es una persona muy lúcida y muy clara. Para mí es el símbolo de una izquierda democrática y nueva», afirma. El archirreaccionario «académico» Fernando Mires lo cita como autoridad intelectual. Ante la pregunta de si aceptaría la postulación -todavía debatiéndose entre la emoción que causan los elogios y la intuición del posible ridículo–, Petkoff reconoce: «En todo caso la idea proviene de algunos sectores no propiamente de izquierda. Eventualmente eso me caracterizaría a mí que, siendo de izquierda, lo soy en su versión democrática moderna, y no en su versión anacrónica». Hace muchos años que Teodoro Petkoff no es un hombre de izquierda. Su conversión íntima se remonta, según parece, a la década del sesenta. Es significativo el hecho de que los intelectuales de la llamada izquierda democrática son elogiados efusivamente por la derecha. ¿Por qué la derecha se empeña en establecer el canon latinoamericano de los intelectuales de izquierda?.

No sé a qué amigo margariteño se refería el filósofo Gómez, pero el Gobernador opositor de Nueva Esparta, Morel Rodríguez (viejo protagonista de la política bipartidista adeco-copeyana), aún cuando nunca había recibido a los médicos cubanos -el primer encuentro con la coordinadora de la misión en el Estado ocurrió pocos minutos antes de mi entrevista–, y se había desentendido sistemáticamente de sus necesidades, me explicó en noviembre de 2005 las ventajas sociales de Barrio Adentro como cualquier chavista. Para él, este programa «es de gran significación para los venezolanos, ya que mucha gente humilde de nuestra tierra no tenía la prestación del servicio médico en los barrios y en los caseríos del país, y esto ha venido a aliviar ciertas angustias, ciertas necesidades de la gente en Venezuela». Más emprendedor y mejor financiado por los intereses «democráticos» internacionales, Manuel Rosales, Gobernador de Zulia, realiza acciones paralelas de corte social a imagen y semejanza de las misiones de Chávez. En lugar de Barrio Adentro, Rosales tiene su Barrio a Barrio. Ahora que la «izquierda democrática» acusa a Chávez de populista, convendría recordar que el verdadero populismo no es el que cumple con las expectativas del pueblo, sino el que juega a los fuegos artificiales, brillantes y efímeros. Al refuncionalizar el elemento populista, no revolucionario, presente como una rémora en el proceso bolivariano, la oposición asume el populismo como arma contrarrevolucionaria. Barrio a Barrio sigue esa lógica: grandes operativos en los que se regalan medicinas y alimentos. Pero en la noche, al día siguiente, la población tiene que acudir, si se enferma, a los médicos cubanos de Barrio Adentro. Los operativos populistas de Rosales se incrementan en época de elecciones, y decaen en el período intermedio. En realidad, los consejos de Emeterio Gómez no implican la elección de un candidato opositor disfrazado de izquierdista, al estilo Petkoff. Los líderes de Primero Justicia admiten que Chávez debe ser imitado en la proyección de su imagen popular (no en sus acciones), y proponen repartir la riqueza del país entre todos los venezolanos, ¿cómo?, privatizando cada empresa, cada hectárea de tierra. En el mismo sentido demagógico se pronuncia Michael Rowan, un autor al parecer de lengua inglesa, cuyos artículos sistemáticamente traduce y publica El Universal de Caracas: «Para erradicar la pobreza, la inversión se puede distribuir de forma que el 10% más pobre de la población reciba mil dólares anuales per cápita; el siguiente segmento de 10% más pobre recibiría 900 dólares per cápita; y así sucesivamente, hasta que el 10% en la cima reciba 100 dólares per cápita. Esta distribución compensaría el hecho de que el 10% más rico recibe actualmente la mitad de los ingresos nacionales, mientras que el 10% más pobre recibe menos de 2%. (…) Lo que los pobres necesitan es dinero. Hay que confiar en que sepan cómo invertirlo» (Se puede derrotar la pobreza: El Universal, 7 de febrero de 2006, p. 2 / 9). Dinero y no servicios, dinero y no salud, dinero y no educación; dinero, pero no participación. Los pobres deben seguir soñando con ser ricos. El populismo de derecha cree que todo se resuelve con imagen; y concibe al candidato político como una mercancía. La prensa lo envuelve en celofán; dice que Leopoldo López, el alcalde opositor del municipio capitalino de Chacao, es un übersexual. ¿Qué significa esa palabreja? «Los übersexuales, según el libro El futuro de los hombres, son atractivos, dinámicos y proyectan éxito. No conciben el fracaso como una posibilidad», explica en un reportaje a página completa Jeannette Herrera (Ser varonil está de moda. Se acabó el reinado de los metrosexuales, llegan los übersexuales: El Universal, 15 de noviembre de 2005). ¿Quiénes son übersexuales?: «George Clonney, Bill Clinton, Bono y hasta el gobernador de California, Arnold Schwarzeneger». Pero en Venezuela, el prototipo es el «alcalde Leopoldo López, porque sabes que es un hombre que hace deportes, que cuida su aspecto físico, su forma de vestir. Todo eso le proporciona además una imagen de virilidad». Imagen que el periódico complementa con otro reportaje (también a página completa), esta vez sobre su novia, la bella animadora de televisión Lilian Tintori. La pareja, según lo exige el mercado, se completa: Ken y Barbie. Ella es una modelo deportista, famosa pero recatada, que ama a los niños, sueña con el matrimonio y admira a su novio, «el héroe de Venezuela» (Miguel Ángel Bernal: Lilian Tintori, niñera extrema, El Nacional, 20 de noviembre de 2005, p. C / 1).

En su artículo «Chile, las dos derechas» (El Universal, 18 de diciembre de 2005, p. 2 / 9), otra joyita de ingenua franqueza, Emeterio Gómez apuesta a favor de una derecha moderna, cuyo rasgo definidor -además de la obvia defensa a ultranza del capitalismo y del neoliberalismo–, sea «la comprensión, y sobre todo, la difusión de las profundas limitaciones que afectan al ser humano -y a la estructura social– en cuanto atañe a la posibilidad de introducir cambios radicales en la desigualdad social. (…) La Derecha Moderna (…) es la comprensión de la necesidad de avanzar hacia la igualdad ¡respetando las también profundas restricciones que la naturaleza o la sociedad -desniveles de inteligencia o de herencias legítimas– imponen sobre los hombres y sobre sus aspiraciones humanitarias!». Esta tendencia -que por cierto vislumbra en el chileno Sebastián Piñera, el contendiente de la Bachelet–, asume «un enfoque capaz de oponerse a la visión utópica o ilusa que define a la izquierda. ¡Incluida la de Teodoro Petkoff!». Ya ven, palos por aquí, palos por allá. Nadie lo entiende. En realidad, como diría mi amigo venezolano, la derecha moderna de Piñera no es muy diferente de la izquierda de Petkoff. Démosle por el momento un voto de fe a Bachelet. Carentes también de una alternativa viable y popular para Cuba, los nuevos ideólogos de la derecha cubana enfrentan además el conflicto identitario de haber nacido (y crecido, a veces) en un país que es referente de la izquierda mundial. En sus textos, los conceptos de izquierda y derecha se entrecruzan y enredan hasta límites esquizofrénicos. Alejandro Armengol clama por «una izquierda anticastrista» (Encuentro en la Red, 26 de diciembre de 2005) y Emilio Ichikawa lo secunda en un artículo que titula «La izquierda antiizquierdista» (Encuentro en la Red, 5 de enero de 2006). Para este último, el discurso «castrista» es de izquierda y su práctica de derecha. Emeterio Gómez piensa que ese es el camino correcto, pero Ichikawa va más lejos y se debate en una propuesta ambigua: acusa a la Revolución cubana de introducir elementos de capitalismo, y a la vez, de no introducirlos plenamente. «Una crítica a la prédica discursiva del castrismo debe ser necesariamente ‘conservadora’ y echar mano de lo mejor del pensamiento liberal clásico» escribe, pero advierte que «una derecha no puede negarse totalmente a todas las prácticas del castrismo pues, de alguna manera, este garantiza condiciones favorables de inversión de capital». Una estrategia que resume así: «como su discursividad es de izquierda, su crítica intelectual debe venir desde la derecha. Como su práctica es de derecha, su crítica instrumental debe ser de izquierda».

El discurso de la derecha latinoamericana coincide en otro tema de aspecto académico: la izquierda mala es -en oposición a la izquierda buena–, antimoderna. Aunque no se dice explícitamente, se maneja la comprensión marxista de que la Modernidad es un eufemismo histórico del advenimiento y desarrollo de la sociedad capitalista. No se dice, claro, porque es preferible el atractivo encanto del término. Pero nunca antes el eufemismo había sido empleado con mayor conciencia de su condición. En tal sentido, autores como Rafael Rojas han intentado recomponer el hilo histórico del pensamiento cubano moderno, capitalista –autonomista en sus mejores momentos, y anexionista–, desde Arango y Parreño, Montoro, Varona y Mañach, hasta Montaner (perdóneseme el salto cualitativo), y deslindarlo de la hebra madre: el pensamiento cubano revolucionario –independentista e internacionalista–, antimoderno, de Varela, Luz y Caballero, Martí, Mella, el Che y Fidel. Utopía (también en su sentido marxista descalificador) versus realismo práctico; lo útil versus lo moral. Michael Rowan explica la actual confrontación izquierda – derecha, en esos términos: «La rebelión contra los tiempos modernos en Cuba, Venezuela y Bolivia -Perú y Ecuador, probablemente se sumarán pronto– no tiene que ver con el capitalismo o el socialismo. (…) La rebelión comenzó hace un siglo en Haití con la erradicación del dominio y la cultura franceses. Fidel Castro la mantuvo viva en Cuba, que se separó de los tiempos modernos en 1959. Hugo Chávez deshizo las instituciones modernas en Venezuela usando la riqueza petrolera del país, y ahora está exportando agresivamente la idea de que los tiempos modernos, para Latinoamérica, son malignos por representar la riqueza, el poder y la supremacía del blanco». O dicho de otro modo: «Los pobres de los Andes -la mitad de su población– se están rebelando contra la modernidad misma: conocimiento, ciencia, tecnología, finanzas, leyes, desarrollo y democracia. Irónicamente, están usando la democracia para hacer eso» (La mayor amenaza al mundo: El Universal, Caracas, 31 de enero de 2006, p. 2 / 9). La explicación es abiertamente racista e imperialista: Rowen se permite hablar con desprecio de la revolución haitiana -una de las más radicalmente modernas de la historia contemporánea–, porque erradicó «el dominio y la cultura franceses»; y asocia deliberadamente la modernidad a «la riqueza, el poder y la supremacía de los blancos». Desde esa perspectiva, la modernidad del «conocimiento», la «ciencia», la «tecnología», las «finanzas», las «leyes», el «desarrollo» y la «democracia», que defiende Rowan, adquiere un carácter colonialista. La Modernidad es el Colonialismo. Por eso afirma: «Los fracasos de Haití, Cuba, Venezuela y Bolivia son fracasos en términos modernos. Pero en términos de la rebelión contra el sometimiento histórico, el imperialismo y el colonialismo -que son equiparados con los tiempos modernos–, estos fracasos se consideran grandes logros. El futuro de Latinoamérica luce lúgubremente como el presente de África -y es la mayor amenaza actual a la estabilidad mundial». Fiel a su desprecio y su prepotencia imperiales es su amenaza: seremos como África. Rowan (¿norteamericano, inglés, venezolano?) escribe en otro de sus artículos: «Chávez aborrece todo lo que el mundo moderno piensa, dice y hace. Su campaña presidencial de 2006 es contra «el imperialista, genocida, fascista y demente de George W. Bush» [las comillas del articulista en este caso son irónicas, en realidad el autor está convencido de que lo que Bush hace es lo que «todo el mundo moderno piensa, dice y hace»]. Chávez quiere provocar una guerra entre estos mundos [el moderno y el antimoderno]. Armará a un millón de venezolanos con rifles rusos ‘para defender la patria’ (…)» [que sean rusos los rifles es una apelación a la memoria histórica de los lectores que asociarán ese origen a los tiempos de la guerra fría] (La certidumbre de Chávez: El Universal, Caracas, 14 de febrero de 2006, p. 2 / 12).

Rowan establece los inicios de la rebelión izquierdista latinoamericana en 1804. Y tiene razón. La primera sacudida que recibió la Modernidad –según la entiende Rowan–, fueron nuestras guerras de independencia. Una Modernidad que había establecido «el predominio de los blancos» como fuente de jurisprudencia. Cuenta la leyenda que la Virgen de Coromoto, Patrona de Venezuela, se le apareció a un Cacique vidente en 1652 y le dijo en un castellano indigenizado, porque la narración «pertenece» obviamente al Cacique: «Vayan casa de los blancos y pídanle que les echen agua en la cabeza para poder ir al cielo». Es decir, sométanse a ellos, y renuncien a sus creencias, a su cultura. ¿Se equivocan Chávez y Fidel cuando hablan de que sus revoluciones son bolivariana y martiana, respectivamente? Fernando Mires, por su parte, considera que América Latina es «un tercer Occidente»; no lo dice en el sentido en que Fernández Retamar rescata el término –no como conciencia y defensa de su otredad histórica, como constructora de una nueva occidentalidad, fundada en la justicia ecuménica–, sino en el de la simple reproducción de valores. Por ello reclama que la guerra de civilizaciones que los «tanques pensantes» del imperio nos venden como novedad sea asumida por los latinoamericanos… ¿a favor de quién? «Un presidente occidental comete por lo tanto una traición [y obviamente se refiere a Chávez y a Fidel], si visita a un jefe de Estado del Islam que está por declarar una guerra a todo Occidente. Occidente es nuestra familia, aunque algunos de sus miembros no nos gusten» (El Nacional, Caracas, 23 de enero de 2006, p. A / 4). Los médicos cubanos trabajan en más de cincuenta países de diferentes culturas: mayas, aymaras, guaraníes, waraos, wayuh o yekuanas; católicos, evangélicos, musulmanes, practicantes del vudú. Ellos rompen todas las barreras culturales y entran con inusual facilidad a los hogares más humildes y diversos. Conviene recordar entonces un pequeño libro de Frantz Fanon, pensador martiniqueño muy leído en los años 60 y 70 del siglo pasado, que vivió la experiencia revolucionaria de Argelia. Me refiero a Sociología de la Revolución. En sus páginas, Fanon caracterizaba la relación siempre problemática de los colonizados con la cultura (impuesta como «superior») de los colonizadores, y la aceptación «bajo sospecha» de sus «adelantos científicos», entre los cuales se cuenta la medicina y la arrogante presencia de los médicos occidentales.

Los cubanos no son, por supuesto, representantes del mundo colonial, pero sí portadores de la cultura médica que identifica a ese mundo. ¿Por qué son aceptados? Nuestra hipótesis es ésta: la ausencia absoluta de un sentimiento de clase. Los médicos formados en otras sociedades cargan con ese prejuicio inconsciente, salvando naturales excepciones. He visto a médicos honestos acudir a zonas indígenas o muy pobres y comportarse en esos lugares «a la altura de sus pobladores», lo que inconscientemente significa «descender» a ellos. Los he visto usar guantes para auscultar a pacientes de enfermedades no contagiosas. Rechazar cortésmente alguna bebida o alimento ofrecidos con agradecida humildad. Ignorar, como prácticas salvajes, los remedios caseros o tradicionales, y escuchar con expresión risueña o impaciente la explicación del llamado curandero. Los médicos cubanos jamás se piensan a sí mismos como parte de una clase superior o inferior. Tocan a los pacientes con las manos, no están apurados para irse, y conversan con ellos como simples vecinos o amigos. En realidad lo son, porque cargan el agua juntos, ayudan en tareas colectivas y están dispuestos a pasar la noche en vela junto al enfermo. En otras palabras: no reciben o visitan pacientes, sino seres humanos, a los que tratan de igual a igual. Demuestran con su presencia que no existe un irremediable conflicto cultural o civilizatorio entre los seres humanos. El conflicto que sí existe, y que se agudiza cada día, es el de clase. El que se deriva de la riqueza que se construye a costa de la pobreza de muchos.

Sí, para algunos el democrático derrumbe de la democracia neoliberal, es una catástrofe que debe ser evitada a toda costa. Y el buen Emeterio Gómez se preocupa por los diversos flancos del inminente combate. No habla en términos de guerra asimétrica, porque la suya trae la fuerza todopoderosa del capital, pero ya que Mires habla de los valores de Occidente y de guerra de civilizaciones, no siente reparos en reubicar en el debate la confrontación sarmentina de Civilización versus Barbarie. «El 2006 será crucial para el futuro de América Latina» -afirma (El Universal, Caracas, 18 de diciembre de 2005, p. 2 / 9)–. «En tres instancias. Una: la confrontación entre civilización y barbarie. La Centroizquierda y la Centroderecha, juntas, versus Evo Morales, Maradona y Chávez, empeñados en un proyecto comunista atávico e infantil. Dos: el choque entre la Centroizquierda y la Centroderecha, que ojalá termine en un acuerdo estratégico que torne viable al Subcontinente. Y tres: la confrontación que hoy destacamos, la que se está produciendo ya entre, una derecha tradicional, conservadora y dogmática (…) y por el otro, la ya mencionada Derecha Moderna». Los tres escenarios bélicos deben conducir a la victoria de la Civilización, que se expresaría en «un acuerdo estratégico entre la Centroizquierda y la Centroderecha», o lo que es lo mismo, en la componenda izquierdo-derechista del stablishment. Victoria de la Derecha, del Capitalismo. José Martí había denunciado en 1884 «el pretexto de que unos ambiciosos que saben latín tienen derecho natural de robar su tierra a unos africanos que hablan árabe; el pretexto de que la civilización, que es el nombre vulgar con que corre el estado actual del hombre europeo, tiene derecho natural de apoderarse de la tierra ajena perteneciente a la barbarie, que es el nombre que los que desean la tierra ajena dan al estado actual de todo hombre que no es de Europa o de la América europea». ¿Civilización contra barbarie?

Nosotros luchamos por la victoria de la Humanidad, que incluye a los desheredados y a los marginados de la Modernidad capitalista. «Quien es de izquierda se asume como de izquierda –escribe Emir Sader, intelectual y combatiente brasileño–, se inscribe en una larga tradición de luchas por la igualdad, por la justicia, por el reconocimiento de la diferencia, por el combate permanente por una sociedad más justa y más humana y se enorgullece de eso. (…) Izquierda y derecha existen, ahora más que nunca, en un mundo polarizado entre riqueza y miseria, entre belicistas y pacifistas, entre consumistas y humanistas. Escojan su lado y luchen por él, sin esconder sus valores» (Ser de izquierda (y de derecha): Rebelión, 18 de septiembre de 2003). Hay tareas pendientes desde el siglo XIX, que debemos solucionar al modo del XXI. No hay dos izquierdas, solo pueblos empeñados en encontrar los caminos de su liberación y en construir la democracia auténtica: el socialismo.
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