He de reconocer que disfruto leyendo a Cercas, cuando estoy de acuerdo y cuando no. Le debemos haber hecho parte de la tarea que no quiso hacer la academia, destripando parte de lo que pasó el 23F (en Anatomía de un instante), y nos trajo a pasear a héroes olvidados, eso sí, reconciliados. Pero es […]
He de reconocer que disfruto leyendo a Cercas, cuando estoy de acuerdo y cuando no. Le debemos haber hecho parte de la tarea que no quiso hacer la academia, destripando parte de lo que pasó el 23F (en Anatomía de un instante), y nos trajo a pasear a héroes olvidados, eso sí, reconciliados. Pero es verdad que, afable como es, siempre opta por la amabilidad propia de quien no quiere estar seguro. Cercas nunca habría escrito el Cándido, porque si tomas mucho partido molestas en la corte y te mandan más allá de Salamina. Es verdad que Cercas no tiene la culpa de los titulares que le escogen, pero confunde. Puedes estar a favor y en contra todo el rato, algo intelectualmente rico, pero políticamente impracticable pues no puedes estar con los que desahucian y los desahuciados. Ya le ha pasado con la Unión Europea (esa que subcontrata a Turquía para que dispare a refugiados) cuando escribió: «Yo entiendo que haya gente escarmentada que piense que la UE es un engañabobos, un trasto frío, distante e inservible. A esa gente hay que recordarle la historia, los beneficios sin disputa que la unidad ha aportado, la ambición y la nobleza del proyecto». Cercas siempre entiende las dificultades -vive de manejar con pericia los pronombres y el desnivel de las mayúsculas-, pero siempre se queda en la puerta. Le alabo la prudencia. Por eso, la memoria y la transición le convocan. Y dice «La transición fue en parte una gran impostura», y «la memoria, justa e imprescindible, ha fracasado», y «El problema de la memoria histórica es que se convirtió en un negocio», y «Lo que hizo Marco -el impostor de Mathausen- lo hizo todo el país», y «Todos somos como Enric Marco, incapaces de mirarnos al espejo», y más recientemente, en uno de esos artículos donde la amabilidad se enfría con el hielo, «uno de los errores fundamentales de la izquierda española consiste en haberle entregado el mérito de la Transición a la derecha». Olvida que fue el propio PCE el que revisó su papel durante la Transición. ¿No será que la derecha está más contenta con ese mito de la transición que le sirve para justificar la gran coalición, vaciar la hucha de las pensiones, luchar contra los moros en Lepanto, subordinarse provincianamente a Europa y callar cuando ha muerto Marcos Ana, preso 23 años en las cárceles de Franco?
La caricatura de la crítica a la transición es la penúltima consecuencia de las mentiras de la transición. Decir que hubo violencia, que nos reconciliaron a fuego y sangre, que fascistas de toda la vida pasan hoy como demócratas de toda la vida extendiendo la idea de impunidad en nuestra sociedad, lejos de enturbiar la paz social sirven para adecentar nuestra democracia. Hay algunas claves para entender dónde está el desencuentro. Para que si alguien hace caricaturas quede como un caricaturista y si alguien frivoliza quede como un frívolo.
El problema no es tanto con la transición en sí, sino con su relato. En la versión «oficial» de la transición, desaparece la calle, la protesta y, por supuesto, toda la gente que puso el pecho para evitar el continuismo de Arias Navarro y el rey Juan Carlos. El último Presidente de la dictadura fue el primero de la democracia. Franco murió en la cama, pero la dictadura murió en la calle, como escribieron Sartorius y Sabio. Con sangre. Los cuerpos de seguridad y las bandas de extrema derecha mataron a casi 300 personas entre 1975 y 1983. La calle se inventó la democracia y, en los momentos difíciles, la calle es esencial hoy para que siga habiendo Parlamento.
El PCE se equivocó queriendo sacar a la gente de la calle con los pactos de la Moncloa. Lo hizo para obtener algún beneficio del gobierno de Suárez después del descalabro de las elecciones de 1977 (ya había pactado la república, la bandera y la plurinacionalidad de España). No iba a tener ni un puesto en la ponencia constitucional. El PCE parecía más fuerte antes de pesarse. Sólo le quedaba a Carrillo el recurso de CCOO para ofrecer algo a cambio de reconocimiento. Lo usó y se brindó para desactivar la calle, pero 1979 fue, pese a todo, el año de mayor conflictividad laboral de la historia de España. El PCE se alejó de los trabajadores y a partir de ese momento la Transición la iban a dirigir las clases medias ligadas al PSOE (cuando las clases medias estudiaban en el Pilar con los ricos. Por eso, uno de cada cuatro alumnos estudia hoy en colegios concertados y no en la escuela pública). Ha escrito Joaquín Estefanía que los Pactos de la Moncloa fueron un ejercicio de responsabilidad, porque, de lo contrario, hubiéramos regresado al franquismo. Es decir, que si no te rebajabas el sueldo y perdías derechos laborales, volvía el franquismo. Es decir, que el franquismo era una dictadura de clase y que la reconciliación en la transición no parece que fuera tan voluntaria.
El PCE rechazó al leninismo para compensar la cultura anticomunista sembrada por el franquismo (igual que el PSOE hizo otro tanto un año después con el marxismo). El eurocomunismo, como dijo Vázquez Montalbán, estaba hueco desde un principio. Lo que tenía que haber hecho el PCE era buscar otro líder que no fuera alguien ligado a la guerra civil. Aunque el terrible Paracuellos fue un recurso propagandístico tardío del último franquismo, afectaba a la credibilidad de todo el partido. Pero Carrillo nunca tuvo la generosidad de permitir que no fuera él quien mandase. Su ambición estaba muy por encima de cualquier partido.
La Transición tuvo lugar entre dos hechos clave de la penúltima guerra fría: el golpe de estado de Pinochet contra Allende y la invasión de Afganistán. No creo que las cosas hubieran podido ser muy diferentes, pero si el PSOE no hubiera entregado el debate constitucional al secretismo y hubiera habido una discusión de fondo en España, seguramente hubiéramos ganado una generación para la profundización democrática. 5. Tan cierto es que se trata de una guerra de relatos que al tiempo que hombres como Juan Carlos de Borbón parecen héroes en vez de personas interesadas exclusivamente en sus asuntos, las mujeres han desaparecido del relato de la Transición. En 1977, en la última amnistía, salieron incluso condenados con delitos de sangre. Pero se quedaron en la cárcel abortistas, adúlteras, prostitutas. En ese relato, la lucha de las mujeres era un problema social, no político. Sólo la izquierda radical se acordó de ellas. El PCE, igual que había hecho con el maquis, con la República, con los muertos en las cunetas, lo sacrificó, diría Cercas, por responsabilidad histórica.
Tiene toda la razón Gregorio Morán, que estuvo en el PCE y le tomó bien el pulso, cuando mira el apoyo del PSOE al partido más corrupto de la historia de España: «Ahora entiendo aquellos elogios de banquero según el cual hemos hecho la transición más profunda sin tocar nada de lo que había que derribar. ¡Y la izquierda lo consideró un éxito! ¡Qué carácter! Quizá por eso se pueda decir que una época ha terminado. Aquello que se llamó proceso de transición ha saltado por los aires y estamos viviendo un Gobierno de coalición que es como un perchero».
Y tiene toda la razón también Cercas: «quien no sabe de dónde viene, no sabe a dónde va».