Uno puede ser sartriano sin saberlo, como la mayoría ignora que al hablar practica la prosa. Sin hacerlo a propósito, cuando en El lago de Como relato las relaciones con mi padre (feroces, dijo un crítico) en realidad estoy glosando – también sin saberlo – unas líneas autobiográficas de Jean Paul Sartre huérfano: «Si mi […]
Uno puede ser sartriano sin saberlo, como la mayoría ignora que al hablar practica la prosa. Sin hacerlo a propósito, cuando en El lago de Como relato las relaciones con mi padre (feroces, dijo un crítico) en realidad estoy glosando – también sin saberlo – unas líneas autobiográficas de Jean Paul Sartre huérfano: «Si mi padre viviera, se habría acostado encima de mí y me hubiera aplastado con todo su cuerpo. Afortunadamente, murió joven.»
En varias de sus obras (Las palabras, Los secuestrados de Altona..) Sartre analiza el problema de la paternidad, y ante la imposibilidad de resolverlo por la lógica, se va hacia la imaginación. La levadura sartriana sirvió para que otros escritores examinaran esta inquietud universal basándose en su propia experiencia.
El norteamericano Paul Auster la aborda conscientemente en La invención de la soledad : un hijo no puede aceptar que su padre haya vivido para nada, sin dejar rastro, y piensa redimirlo escribiendo su biografía. Se pone a investigar, hurgando en la casa en la que había muerto solo. Descubre que su padre, lleno de costumbres y manías, se había esforzado en ser invisible, vivir lo menos posible, huir cada vez que le amenazaban los sentimientos, como si bajo su carapaza de burgués bien temperado lo persiguieran pavorosos peligros. Se había arreglado para soslayar la vida y no afrontar la desesperación. El escudo principal que encontró fue el dinero (principal agente de separación, Marx dixit ) Ganó mucho, lo perdió, y tuvo la precaución de guardar lo suficiente para vivir sus últimos años sin preocupaciones.
Paul Auster resucita a su padre aplicando la afirmación de Sartre (y de Kierkeegard): «Todo aquel que esté dispuesto a trabajar da vida a su propio padre.»
Y a su descendencia, añadiría yo. Porque libros son los hijos que tuvo Sartre de la unión morganática con Simone de Beauvoir; hijos del mito que ellos crearon : el de la transparencia en la pareja. «Decir todo; decirse todo». De este aspecto fraudulento (véanse las cartas de sumisión de Simona de Beauvoir, abanderada del feminismo con su amante americano), surgen las incoherencias de la obra de Sartre.
Si todo hubiera sido coherencia no habría alcanzado la grandeza que la caracteriza. Porque un hombre no es sólo producto de la sociedad que lo rodea: es también su víctima, y si bien su mayor aspiración es el compromiso con el universo, en el fondo de sí mismo yace la angustia de la duda.
Su existencialismo ( corriente filosófica del siglo XX que afirma que el hombre es libre, que no está predeterminado; lo que hace es porque lo ha elegido él, y lo que elige le hace ser quién es) constituye una reflexión sobre la vida, y ésta, ante todo, es libertad. En efecto, la existencia humana difiere radicalmente de la de los objetos (¡no podía ser menos!). Durante una conferencia en París titulada «El existencialismo es un humanismo» utilizó el ejemplo de la botella de agua que le habían puesto en la mesa: antes de existir, esta botella ha sido pensada, dibujada. Primero fue una idea y luego tuvo una existencia. Puede servir para contener agua o para exhibir flores. El hombre igual, añade Sartre: En primer lugar existe, y luego es él mismo el que decide lo que va a devenir.
Uno de sus hijos (libros), La Nausea, le da la celebridad en 1938: «A los 30 años conseguí escribir con toda sinceridad- la existencia injusta, grisácea, de mis congéneres y poner la mía a salvo». Sin embargo, veintiséis años después reconoce: «He visto cómo morían los niños de hambre. Al lado de un niño que muere, «La Nausea» no vale para nada.» Esta incertidumbre, las contradicciones permanentes en la obra de Sartre, es lo que podríamos llamar su problema de conciencia.
Existe la incertidumbre porque siempre sucede algo que impide la armonía. Algo que aparece con el sentimiento de soledad, como una fatalidad divina: «Yo soy yo y los otros son los otros». Imposible cambiar los términos ni dar marcha atrás. Pero también dirá: «El infierno son los otros», frase que explica en «El aplazamiento» (1945) .»Me ven, luego exist. Los otros me miran y me juzgan. Si me miran, me modifican, me alteran. Para él, el problema reside en que «el otro» lo modela a su conveniencia, lo transforma según su voluntad. Es el drama de los personajes de «A puerta cerrada» los cuales, sin espejos, sólo pueden verse en el espejo deformante de la mirada del «otro».
Cuando escribía «El mundo es el reflejo de mi libertad», quería decir que «los otros» le obligaban a reaccionar, a sobrepasarse. Esa superación de sí mismo es lo que llama la trascendencia. El resultado es que para mostrase tal y como es, Sartre no puede mentir. Ni en la vida, ni en amor ni en política.. Cuando la guerra de Corea Simone de Beauvoir escribe: «Sartre está molesto porque los coreanos del Norte habían sido los primeros en violar la frontera, y lo negaban, así como la prensa comunista»; y en plena guerra fría, ante la eventualidad del conflicto armado, Sartre añade: «Entre la ignominia de los americanos y el fanatismo del partido comunista, no sé qué lugar nos queda en el mundo.»
Su obligada sinceridad, en todo momento y circunstancia, creó las contradicciones que se le reprocharon, y cierto que las tuvo. Pero en lo referente a la política siempre lo aclaró: «Siento profundamente la contradicción entre las dos culturas. Estoy hecho de esas contradicciones. He de decir que mis simpatías se inclinan indudablemente hacia el socialismo y a lo que se llama Bloque del Este, pero nacía y se me educó en una familia burguesa, lo cual me permite colaborar con todos los que intentan acercar ambas culturas. Sin embargo, deseo que «gane el mejor»; es decir el socialismo».
Tal vez el ejemplo máximo de fidelidad con sus ideas sea el rechazo en 1964 del premio Nóbel de literatura. Semejante distinción influiría necesariamente en «el otro», en sus lectores, que apreciarían su obra más por la apostilla de «Premio Nobel» que por su contenido. Sartre lo explica con toda claridad: «Por eso no puedo aceptar ninguna distinción atribuida por las altas instancias culturales, ni del Este ni del Oeste, aunque comprendo bien su existencia. Aunque mi simpatía se inclina hacia el campo socialista, también sería incapaz de aceptar, por ejemplo, el premio Lenin si a alguien se le ocurriera proponérmelo, lo cual no ocurre.»,