El futuro deviene su esperanza: la Isla espera de él su salvación; pero también es su temor. Puede saltar sobre ella como un ladrón. Jean-Paul Sartre Los momentos de cambio conllevan una aparente ausencia de referentes ideológicos. Y solo son aparentes porque, cambiando, se dejan ver de alguna manera las estructuras del pasado que pugnan […]
El futuro deviene su esperanza: la Isla espera de él su salvación; pero también es su temor. Puede saltar sobre ella como un ladrón.
Jean-Paul Sartre
Los momentos de cambio conllevan una aparente ausencia de referentes ideológicos. Y solo son aparentes porque, cambiando, se dejan ver de alguna manera las estructuras del pasado que pugnan con el proyecto de futuro. No nos engañemos, las ideologías siempre están ahí, por mucho que se oculten.
Expliquemos brevemente lo que entendemos por ideología, y luego, por Revolución.
En este punto, nos sentimos tan tentados como Slavoj Žižek a ver en lo ideológico un movimiento compuesto por tres instancias. Según este pensador, tal esquema conceptual nos permite descubrir cómo lo no-ideológico pudiera devenir tal, y cómo confluyen y entrechocan las ideas por convertirse en Ideología dominante.
El primer momento hace alusión a un conjunto de doctrinas, conceptos, «destinado a convencernos de su «verdad», y sin embargo, al servicio de algún interés de poder inconfeso» (2003: 17). Aquí hay incontables variaciones, pero se trata en última instancia de la construcción de un orden «real». Su efectividad radica en la invisibilidad de quien la promueve o sostiene, exprese o no la realidad correspondiente.
En segundo lugar está la ideología que se materializa a través de las prácticas, rituales e instituciones que le dan cabida (Althusser, 2008). El papel mediador entre el momento abstracto y su efectividad en la sociedad estriba en la reproducción no solo de la fuerza de trabajo, sino también de las reglas de sometimiento mediante los aparatos ideológicos del Estado.
Esta última noción permite al investigador social percatarse de la naturalización de la ideología en instituciones como la escuela, la iglesia, la prensa o la universidad.
El tercer momento explica el fenómeno de la dispersión contemporánea de la ideología -no como falso discurso o institución- como una «elusiva red de actitudes y presupuestos implícitos, cuasi «espontáneos», que constituyen un momento irreductible de la reproducción de las prácticas «no ideológicas» (económicas, legales, políticas, sexuales…)» (Žižek, 2003: 23). Ya no es un mecanismo homogéneo, como se había visto, sino un cúmulo de procedimientos y estrategias que nos hacen pensar en una sociedad post ideológica, cuando en realidad no lo es.
Visto lo anterior, podemos entender por qué la ideología se caracteriza por ser inasible desde la vida cotidiana. Es, al mismo tiempo, un discurso o sistema de ideas; por otra parte, puede exteriorizarse en los rituales propios de cualquier institución; y finalmente, es un conjunto de relaciones aparentemente dispersas. Todo esto es expuesto por Žižek como parte de un mapeo de la cuestión ideológica desde una perspectiva «lógico-narrativa».
Para una deconstrucción de «Ideología y revolución»
El hecho de que la ideología haya sido vista desde el aspecto sincrónico nos permite extrapolar la problemática hacia el contexto cubano, y ver su comportamiento a través de un ejemplo concreto: la visita de Sartre a Cuba. La causa principal de esta elección ha sido el debate que inauguró recién a un año del triunfo de la Revolución, y que todavía hoy permanece sobre la mesa de discusiones: ¿qué ideología caracteriza a la Revolución cubana?
Durante el verano de 1949, el filósofo francés llegó por primera vez a la Isla, con Dolores, uno de sus amores contingentes. No obstante, su visita más importante fue la segunda. «Lo que estamos haciendo le concierne: debería venir a ver nuestra revolución en construcción», le dijo Carlos Franqui en París (citado en Cohen-Sola, 1999: 660). Así, el 22 de febrero de 1960, arribaría a nuestro país el connotado personaje para una estancia que se extendería hasta el 20 de marzo.
Teniendo en cuenta la relevancia de los cambios presentes, la historia de los últimos cincuenta y seis años, y las perspectivas del futuro inmediato, cabe la interrogante nuevamente, deslizando ahora una mutación que en su momento Jean-Paul Sartre no realizó. No se trata de «ideología y revolución» como definiera en su famoso ensayo (1960b: 3). La conjunción es signo de una cierta equivalencia y peca de imprecisa. En vez de eso, aquí se apela a una mayor claridad al decir «ideología de la Revolución».
La sustitución de una conjunción por la fórmula preposicional es indicativa de un olvido que puede ser sintetizado en una pregunta: ¿en qué situación se encuentra la ideología de la Revolución cubana? Y no como se empleó en ocasión de su visita: «¿puede hacerse una revolución sin ideología?». Esta segunda interrogante deja entrever la negativa de Sartre a definir el proceso cubano hacia 1960. La única determinación que esgrimió en ese contexto fue la del humanismo.
Todo proceso subversivo implica rupturas espaciales, en las costumbres, el lenguaje, los mitos. Así pues, la única forma de hacer comprensible el cambio fue mediante una operación totalizadora que integrara las diversas tendencias, grupos y partidos que coexistían en la sociedad civil cubana. De manera natural, el humanismo expresó la ideología que permitió realizar la doble operación de ruptura e integración. A la muerte, los males, el fraude, la corrupción del pasado, se les oponía la vida del hombre presente, la construcción de la nueva sociedad.
A lo dicho hasta aquí solo hay que agregarle el problema de la relación entre teoría y práctica. Si la ideología es para Sartre «un sistema de ideas teóricas y prácticas, cuyo conjunto debe, a un tiempo, fundarse sobre la experiencia, interpretarla, y superarla en la unidad de proyecciones racionales y técnicas», evidentemente, se establece una dicotomía entre el hacer y el pensar. No importa que vincule los aspectos prácticos y teóricos; al final, resulta bastante contradictorio cuando afirma que la ideología debe «fundarse sobre la experiencia» (3).
Entonces hay que preguntarse de nuevo: ¿qué es lo determinante para el autor, la práctica o la teoría? Más allá de la identidad que el filósofo francés maneja en todo ese texto, se inclinará por decir: «Es muy cierto que la práctica crea la idea que la aclara. Pero sabemos ahora que se trata de una práctica concreta y particular, que descubre y hace al hombre cubano en la acción» (9. Énfasis mío).
¿Qué nos ha revelado esta breve deconstrucción de la conjunción que une ideología yrevolución? Primero, un humanismo contradictorio en el sentido de que implica un corte con el pasado, y a la vez un acto de vinculación entre los diferentes actores del cambio. El humanismo revolucionario y el sartreano pudieron dialogar, esencialmente, debido a que todavía no había un proceso de radicalización asentado en la conciencia del sujeto. A inicios de 1960 ya hay pruebas de una futura radicalización; pero todavía no era suficiente. El primer eslabón causal de ese proceso fue el atentado al vapor La Coubre, justamente durante la visita de Sartre.
Segunda consecuencia: la tendencia a considerar de manera acrítica la relación entre teoría y práctica. Esto es, querer encontrar las respuestas del problema en un solo lado. Aunque Sartre opina que es la existencia concreta la que determina la esencia, su concepción sobre Cuba no deja de mostrarnos una paradoja: una nueva naturaleza humana que tiene como determinación principal «la acción». Y lo peor es que no logra precisar nada. Es un Sartre que se mueve de un lado a otro, atónito, sin saber cómo definir ideológicamente lo que sucede en el devenir cotidiano.
La distinción entre el hacer y el pensar supone otros niveles, sociales y epistemológicos, de interpretación, que se reproducen aún hoy en los espacios donde se debaten los destinos del país. Mencionemos, por ejemplo, el carácter antinómico de varios de los tópicos que ocupan nuestra atención: ¿Se sale acaso de la crisis productiva apelando a la conciencia del trabajador o al aspecto salarial? ¿Puede la política estatal mantener sus principios y hacer los cambios que la práctica cotidiana demanda? ¿Estamos en situación de ser críticos bajo un cierto compromiso? ¿Cómo pudiera el arte mantener un equilibrio entre las exigencias del mercado y la creación estética? ¿Puede haber una reconciliación nacional basada en la diferencia?
Tras cada una de estas interrogantes dicotómicas, se mantiene la pregunta no explicitada sobre qué ideología debe definir el debate nacional cubano: ¿aquella que apela a la espontaneidad de la práctica y a la confrontación con la realidad externa, o la que encuentra la respuesta en la ideología en sí, como sistema predeterminado de ideas?
En el orden epistemológico, uno de los fundamentos a los que más se apela es a la Tesis 11 de Carlos Marx (1979): «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo» (635). Reinterpretando esta idea, durante algún tiempo se pretendió definir un concepto de práctica que implicara la producción de la vida material como independiente y determinante respecto a la de la vida espiritual. Y junto a esta operación, prevaleció además una ideología del día a día, de la dependencia a la confrontación, de la anulación de la diferencia, y de la homogeneización de actitudes e intereses.
En este ensayo solo se intentará tomar el discurso humanista que une a Sartre y a la joven Revolución cubana de 1960, para explicar la hipótesis de que aquella separación es artificial. De hecho, no hay solución en la teoría o en la práctica como espacios independientes uno del otro. Es más, hay que afrontar un tipo de sociedad donde la ideología implique que es tan importante un concepto o un valor como la producción de bienes materiales, y que ambos se determinan mutuamente. Se trata de defender un esquema en el que el diálogo sea lo determinante. Esencia y armazón del debate ideológico sobre la Revolución cubana.
De esta manera, cuando se ha escogido a Sartre, no solo se pretende recordar el aniversario de su nacimiento o el de su muerte, o hablar sobre un pensador interesante y de moda, sino elegir una polémica como ejemplo, para referirnos a la Cuba de hoy y a la que queremos.
¿Por qué Sartre?
Con una rápida ojeada a la prensa, veremos que Sartre ya estaba en la Isla cuando el semanario Lunes de Revolución -suplemento del órgano oficial del Movimiento 26 de Julio- anunció su llegada, el 22 de febrero de 1960.
En términos de la redacción, él era «una de las mentes más lúcidas» de aquel momento «y un hombre volcado sobre los problemas del siglo con una mente lógica y un método seguro» (Lunes…, 1960: 18). No obstante, su lucidez no era razón suficiente para confiarle la tarea de pensar la Revolución. Cabe entonces preguntar: ¿Por qué Sartre?
El filósofo había sido utilizado como referencia y publicado en las páginas de la Revista Cubana de Filosofía[1] dirigida por Humberto Piñera Llera. Fuera de ahí, el conocimiento que se tenía era bastante pobre y tendencioso. Virgilio Piñera (1960) ironiza con ello cuando dice en el número dedicado a Sartre en Lunes de Revolución: «[L]e diré exactamente lo que conozco: sé que usted afirma que la existencia precede a la esencia; que el hombre elige, que el hombre es una pasión inútil. Acaso haya leído dos o tres cosas más» (38). Sin embargo, aunque no se pueda hablar de un existencialismo a la cubana, si podemos decir que hubo condiciones teóricas para que su recepción no resultara una sorpresa. En la Revista Cubana de Filosofía hay ejemplos de esto último; solo que el contenido no tributaba casi nada al debate político nacional. Sobre el intelectual, dice Humberto Piñera (1956) que
se propone como meta su propia soledad, pues no hay otro modo de realizar el destino que le está reservado. Soledad que le permite ensimismarse, es decir, concentrarse hasta lograr la densidad máxima de sí mismo, para lo cual es indispensable que el hombre se desaltere, vale decir que deje de ser los otros, los demás. (11)
Esta es una curiosa lectura que cambiará inmediatamente después de enero de 1959.
Una visión sincrónica de la Cuba prerrevolucionaria nos hace advertir que también en la literatura hay un distanciamiento entre compromiso social y práctica estética. Por eso compartimos la opinión de Roberto Fernández Retamar (1967) cuando define a la generación literaria de las décadas de los 40 y los 50:
La imaginación está obligada a suplir todo lo que la historia misma no puede entregar. La creación se mueve entre la nostalgia de un pasado armonioso (Eliseo Diego), la visión grotesca de un presente absurdo (Virgilio Piñera) y el frenesí de la imaginación (José Lezama Lima). (165)
La ausencia de una literatura comprometida fue una de las causas, luego del triunfo revolucionario, de la existencia de un grupo de jóvenes caracterizados por el sentimiento de culpabilidad. Hecho que, al mismo tiempo, influyó sobre el activismo que protagonizaban desde las páginas del suplemento cultural Lunes de Revolución:
Ahora la Revolución ha roto todas las barreras y le ha permitido al intelectual, al artista, al escritor, integrarse en la vida nacional de la que estaban alienados. Creemos -y queremos- que este papel sea el vehículo o más bien el camino de esa deseada vuelta a nosotros. (Lunes…, 1959a: 2)
La culpabilidad es un componente importante para entender las proyecciones y omisiones de la historia cultural cubana hasta nuestros días. En 1965, el Che Guevara (1970) señalaba que «la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios» (380). Más adelante, ese proceso tiene en el caso Padilla un ejemplo paradigmático, entre otros procesos que nos enseñaron que el problema no siempre estuvo del lado del intelectual, sino también de los criterios empleados para definir al «auténtico revolucionario».
Aunque este es un problema que no podemos solucionar en dos líneas, solo quisiera agregar que la «alienación» durante el proceso de liberación nacional, queda redimida por ese sentimiento de culpa, proporcional a la inactividad prerrevolucionaria del sujeto. Asimismo, el intelectual no deja de ser una individualidad plena de ambiciones. De ahí la dificultad en pensar la historia de la nación, sobre todo después del triunfo. En ello se conjugan esfuerzos personales, motivos simbólicos y discursos políticos. Para entenderlo, es necesario un empeño más profundo que el presente.
Los de Lunes… se catalogaron como «grupo de amigos» en el primer número, reconocían que no tenían una definida filosofía política, aunque no rechazaban la dialéctica materialista, el psicoanálisis o el existencialismo. Coherentemente con esta negativa, en el número 3 expresan:
[N]o somos comunistas. Para poder decir también que no somos anticomunistas. Somos, eso sí, intelectuales, artistas, escritores de izquierda -tan de izquierda que a veces vemos al comunismo pasar por el lado y situarse a la derecha en muchas cuestiones de arte y de literatura. (Lunes…, 1959b: 3).
Esa amalgama de expectativas incumplidas, culpa, heroísmo y proyección de futuro comenzó a tomar cuerpo en los más de cien mil ejemplares que salían semanalmente.
En las páginas que median entre la inauguración del semanario y la visita de Sartre, encontraremos por ejemplo, a un increíble Sergio Rigol (1959a: 6-7) interrogándose sobre si la filosofía de Martin Heidegger conduce al fascismo o no, y otro texto traducido por el mismo autor, «Los intelectuales de izquierda en Francia» (Rigol, 1959b: 1), donde se describe la adhesión de Sartre al comunismo soviético, sus críticas y distanciamientos posteriores. Se debe recordar también la polémica en torno a la poesía revolucionaria con textos enriquecedores de Heberto Padilla, Virgilio Piñera, Antón Arrufat y Pablo Armando Fernández. O el trabajo de Carlos Franqui (1959), «Cultura y Revolución», en el que se identifican las necesidades culturales y las tareas específicas para resolverlas: «la creación de la editorial del libro cubano», «invitar a grandes escritores», «hacer traducciones a los más importantes idiomas de obras cubanas», y finalmente la protección económica del artista. «El objetivo es que el creador no se convierta en un burócrata, pero que tampoco tenga que emplear su tiempo en otra profesión» (13).
En octubre de 1959 se suceden acciones terroristas contra la población civil cubana y la respuesta no se hace esperar. En el número 34, de 9 de noviembre, Jaime Saruski (1959) apela al criterio sartreano del compromiso social y cita a un Fidel Castro muy parecido al de «Palabras a los intelectuales» (1959: 15).
Sartre aparecerá de nuevo en el número 41 como firmante del Manifiesto de los intelectuales franceses en apoyo de la Revolución. Y posteriormente, sale un artículo suyo titulado «Albert Camus» dedicado a la muerte del connotado escritor francés (Sartre, 1960a: 3).
De todas las menciones previas a su arribo, he dejado para el final la más importante: «Sartre y los tiempos modernos», un fragmento de la presentación que hizo cuando apareció el primer número de Les Temps Modernes. El texto no rompe con el sentido que se le venía dando a sus tesis en la revista; el escritor debe asumir con valor y lucidez su época. Ambos están hechos el uno para el otro, no hay alternativa. Este pacto significa que
no hay sino una realidad primaria e indiscernible, la realidad humana, y no vacilamos en tomar partido por todos aquellos que quieren cambiar tanto la condición social del hombre como la concepción que este tiene de sí mismo. (Sartre, 1959: 12)
La mención reiterada de este tipo de ideas en Lunes… hace pensar que aunque sus miembros no tomen partido por ninguna ideología precisa, son ellos los que están creando al Sartre cubano, en la misma medida en que se reinventan como intelectuales.
Lunes… va componiendo la «imagen Sartre» desde dos dimensiones. Por un lado, en la mención indirecta y los debates ejemplificados anteriormente. En este sentido, hay que relacionar en un mismo discurso todo lo que se discute sobre el intelectual, su relación con la Revolución, la política, el arte y la literatura revolucionaria. Por el otro, en el recurso de la cita y la mención exacta del pensador.
Es válido aclarar que entre lo preciso y lo impreciso en la construcción de una imagen no hay un vacío infranqueable. Para el caso que nos ocupa, entre la mención directa y el manejo de temáticas un poco más alejadas, existe un puente de relaciones circunstanciales, contingentes, y también necesarias; un tejido capilar que pudiéramos nombrar «discurso Sartre-Cuba», que, visto de manera inmediata, es un componente ideológico por ser literalmente sistema de ideas, por constituirse al pasar de los años en una institución valorativa (en un punto de referencia de lo positivo o negativo) y en un conjunto de saberes más o menos dispersos.
Se llega, pues, a la interesante conclusión de que aunque solo se trata de un encuentro entre Sartre y los intelectuales, es esencialmente un proceso creativo, donde el filósofo se constituye en paradigma y devuelve una imagen de la Revolución, organizada y coherente, en torno al humanismo. Esto es, que la funcionalidad de Sartre en la Isla no viene dada por su existencialismo, su fenomenología o literatura. Estas son piezas de un rompecabezas mucho mayor, que es reorganizado ideológicamente bajo el humanismo para que el sujeto a secas pueda auto-constituirse como sujeto revolucionario.
Fijémonos, por ejemplo, en la idea sobre el humanismo que se reproduce en este contexto. Es la de un hombre «totalmente comprometido y totalmente libre. Y es a pesar de ello que debe liberarse a este hombre libre, ensanchando sus posibilidades de elección» (Sartre, 1959: 12). Tres ideas resaltan: totalidad, libertad y posibilidad. Estos tres componentes nos llevan de nuevo a un plano sistémico, donde el sujeto puede encontrar los elementos necesarios para reconocerse como sujeto de su realidad.
Un diálogo para la Revolución
Los principales textos que escribió el filósofo francés sobre Cuba son «Ideología y revolución» y «Sartre conversa con los intelectuales cubanos en la casa de Lunes»,publicados en Lunes de Revolución; y «Huracán sobre el azúcar», aparecido en la revista France-Soir, del 28 de junio al 15 de julio de 1960.
Así es cómo entiende el funcionamiento del engranaje de la Revolución, de sus heroicidades, pero también del dramatismo de los cambios:
[U]na sociedad se quiebra los huesos a martillazos, demuele sus estructuras, trastorna sus instituciones, transforma el régimen de la propiedad y redistribuye sus bienes […] y, en el mismo instante de la destrucción más radical, intenta reconstruir, darse, mediante injertos óseos, un nuevo esqueleto. El remedio resulta extremo y, con frecuencia, hay que imponerlo por la violencia. (Sartre, 2005a: 48).
Las revoluciones no son idilios y al período romántico le sigue otro de radicalización en el que se definen las fuerzas del cambio. En el caso cubano, este proceso de radicalización tuvo en la explosión del vapor La Coubre su momento de mayor terror. Después vendrían tiempos peores, pero hasta la fecha, este se considera el evento más violento.
En aquel 4 de marzo de 1960, la primera explosión ocurrió a las tres y diez de la tarde, y desde ese instante comenzaron las nuevas interrogantes: ¿Cómo no decir algo diferente sobre el hombre ante el hecho de que el Otro puede constituirse en enemigo a muerte? ¿Cómo no decir algo distinto sobre el humanismo si la violencia nos atrapa en una escalada que puede destruir lo que somos y hemos creado? Sartre, por su parte, conmovido escribe: «Cuando estalló La Coubre descubrí el rostro oculto de todas las revoluciones, su rostro de sombras: la amenaza extranjera sentida en la angustia. Y descubrí la angustia cubana porque, de pronto, la compartí» (164).
Una vez que la Revolución es a muerte y que, paradójicamente, el humanismo implica su contrario, hay que tomar partido. ¿Pero qué se va a hacer si en el discurso de la prensa cubana, entre la intelectualidad, entre los líderes políticos y en la comunidad internacional la otra opción es el «comunismo soviético» sobre el cual pesaban acusaciones debido a los gulags y a la intervención en Hungría en 1956?
En ello radica la relevancia de la pregunta que le hacen a Sartre en el encuentro con estudiantes: ¿Es posible una revolución sin ideología? O en otros términos, y más allá del humanismo: ¿Cuál es la ideología de la Revolución cubana a la altura de marzo de 1960 si ya no basta con un humanismo abstracto? Esta interrogante le servirá como pie forzado para escribir «Ideología y revolución», artículo que saldrá publicado el 21 de marzo de 1960.
Ante la interrogante y el miedo a retroceder en lo realizado, se levantan alternativas: «¿Socialismo? ¿Economía liberal? Muchas mentes se interrogan: están convencidos de buena fe que una Revolución debe saber a dónde va» (Sartre, 1960b: 5). Sin embargo, para Sartre, la revolución francesa fue ciega. «Y, tras los espejismos de un rigor inflexible, ¡cuántas vacilaciones, cuántos errores, cuántos retrocesos se produjeron durante los primeros años de la Revolución Rusa!» (5).
Siguiendo el texto se puede precisar que la ceguera de toda revolución puede hallarse en la presunción de querer definir a priori su contenido ideológico. Pero en el caso de Cuba, esto no es así. Los acontecimientos son los que dictan el contenido de la Revolución. Estas «improvisaciones», no son más que «una técnica defensiva: la Revolución cubana debe adaptarse constantemente a las maniobras enemigas. ¿Acaso las medidas de contragolpe darán nacimiento a una contraideología?» (6).
En el artículo, Sartre cuenta que fue tras el atentado que se percató de que la fuerza interna de la Revolución, su radicalización, provenía de los ataques externos. Fidel era el vocero del pueblo, y ante un ataque más intenso, expresaba una definición más profunda exigida por las masas. El logro del proyecto depende de esta dinámica en la vida concreta. No hay construcción posible si se proclama solo desde el discurso político ajeno a nuestra actividad humana. Eso lo refuerzan los numerosos ejemplos históricos que Sartre menciona sobre Cuba, especialmente la Reforma Agraria como ejemplo de un auténtico humanismo. Al final dice:
[S]e ha visto cómo una práctica lúcida ha cambiado en Cuba hasta la noción misma del hombre. Se ha visto también cómo los problemas humanos abstractos (honestidad, soberanía) conducen a los hombres concretos de la producción, de las estructuras sociales, y cómo esos problemas constituyen el aspecto práctico y material de una problemática humana y humanista. El método de pensamiento aparece aquí muy claro: no separar jamás las exigencias de la producción y las exigencias del hombre. (9. Énfasis mío)
Como se ha visto, la complementación Sartre-Cuba no es casual. En apariencia, el humanismo fue una noción lo suficientemente general como para lograr una identificación entre los intelectuales revolucionarios y Jean-Paul Sartre, ya que comparten la valoración del proyecto futuro, la libertad de elección como transformación de la vida, la asunción de la totalidad circunstancial en la que se vive y el desapego hacia posturas más dogmáticas como el marxismo-leninismo de factura soviética.
Ello nos lleva a diferenciar a Sartre de la representación que se tiene de él. La paradoja es que, siendo un participante «foráneo» del debate ideológico, fue a la vez un elemento interno en la recomposición ideológica que se venía llevando a cabo. No porque haya participado, de hecho, en los debates, sino por haberse constituido en discurso. De ahí su miopía ideológica con respecto a Cuba; estaba demasiado cerca y demasiado lejos.
No obstante, si pensamos mejor lo que describe el filósofo, nos percatamos de que se refiere a una antinomia teórica con fuertes implicaciones en la vida política. Esto es, que confiar el aspecto ideológico a las imposiciones prácticas lleva a un modelo de sociedad donde la contingencia se impone. Pero, por otra parte, asumir una ideología prefabricada -como bien ha explicado- acarrea una imposición ajena a los verdaderos intereses de la sociedad en cuestión. Si por un lado el problema es la inconstancia, por el otro, lo es el dogmatismo.
Además de esta antinomia, surge una interrogante -irónicamente desde el presente en que se escriben estas líneas. Si la legitimidad de ese humanismo proviene de que la ideología es siempre una construcción por re-acción, auto-radicalización o por las exigencias que surgen en la confrontación con el Otro, ¿qué hacer cuando la situación cambia y el Otro -sea el que sea- ya no entabla una lucha a muerte? ¿Por qué seguir un esquema de supervivencia donde la violencia contra el Otro, o desde el Otro, se convierte en presupuesto de toda relación humana?
En un momento de su obra, Sartre (2005b) declara ante Jean-Claude Garot, de la revista Le Point, que un intelectual para él es «alguien que es fiel a un conjunto político y social, pero que no cesa de discutirlo […] Si hay fidelidad sin discusión, eso no sirve: no se es un hombre libre» (2005b: 345). Más allá de si se trata del intelectual o no, la importancia que le concede a la libertad es válida para todo hombre. Esta no es una noción tranquilizadora o idílica. El ser libre implica, necesariamente, asumir a los otros.
Llevado al campo de la política, el sujeto es verdaderamente libre cuando elige frente al Otro, cuando puede existir en un sistema que propicia la crítica y el compromiso. Sobre la base de lo anterior, en el encuentro sostenido con intelectuales cubanos, Sartre (2005c) dice:
Lo que yo llamo hoy día un «escritor crítico», «comprometido» es aquel que hablando, tal como se ha hecho desde hace mucho tiempo, conoce ya la verdad de lo que hace, porque critica no para hacer un lirismo loco, sino para llegar a una verdad. (25)
Pero esa verdad en ocasiones se ve limitada por el Estado, organismo que puede regular las formas de transformación de la realidad. La consecuencia de esa regulación es que se pudiera caer en el fenómeno de la «autocensura» o en «que cada uno vaya, después de hacer una reverencia, de quitarse el sombrero ante los representantes del gobierno, en la dirección que él prefiere» (28).
Al repasar el recorrido realizado, solo se puede encontrar una salida en la consideración de un modelo humanista no abstracto; esto es, que permita el ejercicio de la crítica y el compromiso irrestricto hacia las circunstancias que nos rodean. Y en cualquier dirección que sea necesaria. Estas condiciones, a las que hemos llegado de la mano de Sartre, describen lo que llamamos diálogo.
No se trata de hablar por hablar, sino de superar al Otro y de que él me supere en la misma medida. «No es otra cosa que mi vida real, es decir, el movimiento totalizador que recoge a mi prójimo, a mí mismo y a cuanto nos rodea en la unidad sintética de una objetivación que se está haciendo» (Sartre, 1963: 134). Este ya no es un tipo de humanismo abstracto, dogmático o contingente. Solo desde el ejercicio del diálogo intercultural, de la confrontación de valores políticos heterogéneos, del derrumbe de las xenofobias y los racismos, de la convivencia de posturas estéticas y éticas diversas, es que se pudiera hablar de diálogo en el sentido estricto del término. Únicamente así descubrimos lo falso que es pensar en la dicotomía entre teoría y práctica o, incluso, un diálogo a muerte con el Otro.
Cuba debe darse nuevos nombres. Reinventar el vocabulario social, cultural y económico desde cero. Y para ello, la visualización del debate ideológico constituirá un marco de referencia de vital importancia. Solo en los límites de lo ideológico entenderemos de qué estamos hablando… ¿o por qué estamos cambiando?
En este proceso de búsqueda se debe evitar los extremos representados con la figura de la muerte: la burocracia, el servilismo, la inautenticidad, el silencio, la hipocresía y el verticalismo. En apretada referencia, no se puede olvidar al Che cuando decía: «No debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni «becarios» que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas» (Guevara, 1970: 380). Desde esta perspectiva, la distinción «real» entre teoría y práctica, junto a todos los prejuicios que esta despierta, debiera ser superflua.
Se trata del diálogo como hecho total y definitorio del individuo en su vida… como un canto a la diferencia y no a la identidad. Recordar al Sartre de los 60 significa exigir para estos nuevos tiempos una sociedad que ensanche las posibilidades de elección del sujeto, que abra el espectro de su vida material y espiritual en un diálogo honesto y claro con la realidad.
[1] Revista Cubana de Filosofía: Publicación de la Dirección Nacional de Cultura del Ministerio de Educación, de 1946 a 1958. Contó con dieciocho números agrupados en cuatro volúmenes, dos directores, y una miopía política increíble. Las temáticas principales se distribuyeron entre el existencialismo, la fenomenología, la filosofía moderna y el pensamiento cubano del siglo xix. Y entre los autores, Heidegger y Sartre se advierten literal y conceptualmente como las mayores influencias.
Althusser, L. (2008) Ideología y aparatos ideológicos de Estado. Ciudad de México: Grupo Editorial Tomo.
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Jorge González Arocha es profesor de Filosofía en la Universidad de La Habana.