La última vez que sentí la presencia viva de Jorge, es decir, cuando escuché un instante el ruido de su corazón, fue cuando tomé la cámara que habíamos usado para filmar La Batalla de Chile, en 1996, en una oficina de Santiago. Permanecí un largo momento observando el cuerpo de la cámara y los chasis para guardar la película. Después estuve largo rato tocando el cinturón de la batería, el zoom, los otros lentes, palpando las piezas por separado, pensando que algo de su calor aún estaría allí.
por Patricio Guzmán, en Filmar lo que no se ve
«Tenía un instinto cinematográfico personal, tenía reflejos de cineasta. No sólo encuadraba bien, sino que seguía a un personaje, cambiaba de ángulo, etc. Hacía planos verdaderos y no ilustraciones.»
Al empezar La Batalla de Chile yo tenía la intuición de que Jorge Müller era la persona indicada para llevar la cámara. No estaba completamente seguro, ya que el costado hippie de Jorge me inquietaba un poco. ¿Sabrá mantenerse disponible, disciplinado, tantos meses? Estas dudas fueron borrándose a lo largo de marzo de 1973.
Como era de esperar, entramos en buena comunicación, aun cuando yo marcaba mucho los planos en esa época: «quiero esto, quiero esto otro»… Era un cineasta recién salido de la escuela; es cuando a uno le gusta «mandar», controlar la luz, el encuadre, los movimientos de cámara, etc. Hoy estoy muy lejos de ese método. Pero en ese tiempo yo acababa de recibir el «título» y quería estar encima de todo. En este sentido, Jorge fue inmensamente paciente conmigo. Me escuchaba. Pero no sólo eso. Tenía un instinto cinematográfico personal, tenía reflejos de cineasta. No sólo encuadraba bien, sino que seguía a un personaje, cambiaba de ángulo, etc. Hacía planos verdaderos y no ilustraciones.
Teníamos el mismo sentido del humor: una especie de ironía, de sarcasmo o humor negro. En realidad, trabajábamos relajados, y cuando había un problema desaparecía pronto. La situación era tan épica o bien tan dramática, que no teníamos tiempo para pelearnos.
Atravesamos muchos momentos complicados. Por ejemplo, cuando llegamos a filmar los funerales del edecán naval de Allende, en el patio de la Escuela Naval de Valparaíso, que estaba repleto de enemigos de la izquierda. Había un clima de conspiración que se podía tocar con los dedos.
Le dije al oído a Jorge: «Acércate lo más posible a los oficiales y haz lentas panorámicas de las charreteras, condecoraciones, botones, rostros, ojos, gestos: ahí está la secuencia»… A la vez, le dije a Federico Elton, nuestro jefe de producción, que se subiera arriba de una silla y se pusiera a hacer fotografías de forma aparatosa, de tal manera de llamar la atención de los militares. Así nos dejarían el terreno libre para que Jorge y yo nos fuéramos acercando un poco más a los oficiales, sin que ellos se percataran de que estaban siendo filmados desde el otro lado.
Hay muchos otros ejemplos como este. Nuestro estilo de rodaje era agresivo, temerario. Había otro tipo de situaciones menos controladas, donde Jorge tomaba la iniciativa, porque él mismo desarrollaba una idea.
Según mi opinión, sus mejores secuencias son varias: las elecciones de marzo de 1973, los funerales del obrero Ahumada, la gran huelga del cobre (en la primera parte), el paro de los transportistas, los funerales del edecán de Allende (en la segunda), y el «juicio popular» contra un funcionario de la Unidad Popular (en la tercera). Pero hay más. Por ejemplo, el plano del vendedor que avanza casi volando con un carretón y que abarca una trayectoria de 300 metros. También recuerdo la secuencia del Cordón Recoleta, donde hay dos obreros que discuten entre sí y que Jorge fotografió con una especie de luz cenital: parece una reunión de obreros soviéticos de 1920. No sé cómo lo hizo, porque una de las luces la tenía yo mismo en la mano y no estaba tan alta como para producir ese efecto cenital.
Compartíamos muchas ideas que habíamos acordado antes. Teníamos el mismo gusto por los encuadres y la composición. Muchas veces yo determinaba los planos. Otras veces él tomaba la iniciativa. Como la cámara Eclair se apoya en el hombro derecho, en muchas ocasiones yo me acercaba por el otro lado para hablarle en su oído izquierdo. Esto me permitía decirle cosas sin que él interrumpiera el plano que estaba haciendo. La cámara a veces le impedía ver lo que pasaba a la derecha. Entonces yo le indicaba lo que estaba pasando por ese lado. Por ejemplo, le decía: «flaco, quédate con el grupo de obreros que ahora estás enfocando y espera un poco para que el camión que viene por la derecha entre en el cuadro; cuando lo veas entrar empiezas a hacer el zoom hacia atrás». Esto ocurría a menudo cuando estábamos bien emplazados. Pero cuando estábamos en medio de la gente, el caos nos impedía hablar y Jorge actuaba por su cuenta. Él siempre sabía lo que era importante. Jorge dominaba a la perfección los movimientos de cámara y podía caminar y hasta correr filmando sin que se notara mucho.
En el fondo estábamos poniendo en práctica todas las fórmulas del «cine directo», a pesar de que ninguno de los dos tenía una verdadera cultura documental. Chile vivía aislado esos años y no llegaba casi ninguna obra moderna de documental. Para nosotros, los trabajos de Joris Ivens o de Roman Karmen nos parecían sobrepasados. Más bien estábamos a favor de la vitalidad de Santiago Álvarez, aunque tampoco habíamos visto casi nada de él. Lo que conocíamos eran las películas de la Nueva Ola francesa y las obras del Free Cinema inglés. También los primeros filmes de Cassavettes y muy poco más. Cuando salí del Estadio Nacional, Jorge me vino a ver a mi casa y me trajo de regalo un libro de Godard, que habla de la admiración que sentía por éste. También fue la última vez que lo vi.
Lo que nos apasionaba era el llamado «cine directo» (el cinéma verité). La Batalla de Chile no se diferencia mucho de otras obras de esa tendencia. En los años sesenta y setenta apareció un estilo, una forma de filmar, que tuvo seguidores en Canadá, Estados Unidos, Francia y otros lugares. Nosotros estábamos dentro de esa tendencia, que era la de Primary (1960) de Robert Drew; Calcutta, (1969), de Louis Malle; y Hospital, (1970), de Frederick Wiseman, etc.
Estas obras tienen puntos en común. Nosotros hicimos casi lo mismo. Teníamos la misma cámara y el mismo «escenario» colectivo. Era la revolución de las cámaras livianas conectadas a un grabador sincrónico. Estábamos inmersos en la misma revolución cultural, social, política, tanto aquí como allá.
EL RODAJE INTERMINABLE
También hay que mencionar la constitución fuerte de Jorge. Recuerdo sus manos. Podía sujetar con una mano el cuerpo de la cámara con holgura y con la otra mano manejaba el disparador o bien la bajaba, pues le bastaba una mano para sostener la Eclair, que es bastante pesada en comparación con las cámaras de hoy.
A veces cuando yo conducía el auto durante horas, él limpiaba la cámara una y otra vez con algunos pinceles viejos y un pedazo de gamuza amarilla. Aseando la cámara se entretenía para espantar los nervios. Hacíamos chistes, nos contábamos historias o hacíamos comentarios irónicos de cualquier cosa para darnos valor. Toda la parte final de la filmación fue un calvario; el miedo se fue apoderando de nosotros. El ambiente festivo del mes de marzo de 1973 ya no existía en el mes de agosto. Aun así, Jorge siempre tenía la faz tranquila, serena, y sus labios no sonreían pero tampoco mostraban una preocupación especial, pues todo lo que pasaba lo veía con placer. A menudo se miraba las manos, las uñas, para distraerse, era una manía suya.
Usaba unas chaquetas arrugadas, de color marrón, de cotelé acanalado cuyas mangas parecían muy cortas. Usaba grandes zapatos de media caña. Era un hombre flaco. Se veía más alto cuando apoyaba la cámara en el hombro. Su risa era suave y cuando reía se rascaba la cabeza. Era un hombre atractivo sin nada de coquetería. Era natural: una persona con una sobria elegancia. Tenía una actitud reservada, no la perdía incluso en los momentos más peligrosos. Proyectaba una extraña moderación y nobleza para ser una persona tan joven.
Hablábamos mucho de cine y poco de la vida. Estábamos obsesionados por nuestro trabajo; era algo básico para los dos. Sin embargo, en esa época agitada se producían muchos cambios de pareja. Cuando supe que Carmen Bueno era su compañera me alegré de verdad. Tal vez no era su única pareja. Pero probablemente Carmen era la mujer que más le convenía. No sólo era una actriz que prometía mucho, sino que además tenía mucha tranquilidad y confianza en sí misma. La recuerdo con exactitud. Trabajé con ella brevemente para que doblara con su voz algunos planos de El Primer Año que habían quedado con defectos de sonido. En esa película, cuando Allende saluda con la mano a unas personas que lo aplauden en la calle Ejército (después del desfile militar), alguien le dice al presidente «Saludos a la Tencha». Esa es la voz de Carmen. Y cuando una señora grita «Allende, Allende», también es la voz de Carmen. Tres años después Carmen y Jorge desaparecieron.
La última vez que sentí la presencia viva de Jorge, es decir, cuando escuché un instante el ruido de su corazón, fue cuando tomé la cámara que habíamos usado para filmar La Batalla de Chile, en 1996, en una oficina de Santiago. Permanecí un largo momento observando el cuerpo de la cámara y los chasis para guardar la película. Después estuve largo rato tocando el cinturón de la batería, el zoom, los otros lentes, palpando las piezas por separado, pensando que algo de su calor aún estaría allí.
No hace mucho tiempo –en noviembre de 2012– una espectadora de Nostalgia de la Luz me escribió una nota muy breve desde su país, creo que desde Santo Domingo. La nota dice lo siguiente: «Pensé que sería bueno contarte que cuando estaba en el campo de concentración de Cuatro Álamos, en lo profundo de la noche, me tocó ver por el hueco de la cerradura el momento en que Carmen y Jorge fueron sacados de su celda, hacia un pasillo, hacia un destino incierto. Mientras viva me voy a acordar de sus caras».