«El revolucionario es en todo momento un apóstol y un soldado; pero ante todo y sobre todo, es un sabio» Henri Barbusse Cuando los cañonazos del crucero «Aurora» anunciaron al mundo el advenimiento de un nuevo orden social basado en el Poder de los Soviets en la antigua Rusia de los […]
«El revolucionario es en todo momento un apóstol y un soldado; pero ante todo y sobre todo, es un sabio»
Henri Barbusse
Cuando los cañonazos del crucero «Aurora» anunciaron al mundo el advenimiento de un nuevo orden social basado en el Poder de los Soviets en la antigua Rusia de los Zares, José Carlos Mariátegui tenía 23 años. Poseía ya la disposición del apóstol y la firmeza del soldado; pero en sus reflexiones, apuntaba la presencia de un sabio.
Nacido un 14 de junio de 1894, vinculado al trabajo periodístico prácticamente desde su adolescencia, y acucioso indagador de la situación mundial, el joven colaborador de «El Tiempo», supo de los acontecimientos de Petrogrado y Moscú a través del teletipo.
La noticia, en efecto, había alcanzado proporciones excepcionales cuando los diarios de Lima dieron la información referida al surgimiento de un nuevo Poder y al establecimiento de un orden social distinto marcado por el ascenso de obreros y campesino al escenario de lejano país que se conocía como la tierra de Nicolás Gogol, León Tolstoi o Catalina La Grande, donde Napoleón -hacia ya muchos años- había perdido la más espectacular guerra de su historia.
Los sucesos del Gran Octubre sorprendieron en buena medida al mundo. Pero, sobre todo, dejaron sin argumentos a los desinformados que sólo procuraban encontrar razones para consolarse por la derrota del régimen opresor
Que los comentaristas occidentales conocían bien poco de la vida rusa, lo testimonia de manera transparente un influyente diario francés de la época –Le Matin- que, en su edición del 9 de noviembre de 1917 consideraba el hecho como un simple episodio y aseguraba muy orondo a sus lectores:
«Según opinión de expertos competentes del Ministerio de Asuntos Extranjeros, la toma del poder en Rusia por los llamados bolcheviques, no es más que un episodio pasajero. Su inevitable caída en un futuro próximo es considerada como un axioma en los círculos diplomáticos»
El «optimismo» de la prensa capitalista reflejaba sin duda la intención de los segmentos más poderosos de la sociedad europea. Sus predicciones referidas al colapso inminente de la experiencia socialista, no se cumplieron en los plazos que ellos esperaban y tuvieron que esperar 80 años para que, en efecto, fuera depuesto el régimen soviético y la URSS dejara de existir legando a la posteridad muy ricos elementos para el debate político que sustentará las bases del socialismo en el siglo XXI.
En el Perú, pero también en América Latina, Rusia aún en ese tiempo era en buena medida una potencia desconocida, más bien enigmática. A la costa atlántica de nuestro continente, y como consecuencia de la crisis europea y la I Gran Guerra, habían comenzado a llegar emigrantes eslavos que pronto conformarían vigorosas colonias sobre todo en Uruguay y en Argentina. Pero en la antigua sede del virreinato, -«en esta mansa y desabrida tierra gobernada por el señor José Pardo» diría Mariátegui el 30 de diciembre de 1917- Rusia seguía siendo simplemente una leyenda.
Las noticias de la época en la Lima de ese año daban cuenta de un colapso político en Rusia donde se había desmoronado primero el antiguo Poder Autocrático y luego caído el régimen en manos de los «maximalistas» o «los bolsheviquis» liderados por «Lenine».
Los patriarcas limeños de entonces no alcanzaban a comprender la naturaleza del fenómeno que tenían ante sus ojos, y pronto adjudicarían a su influencia el descontento social y la protesta obrera que tronaba ya en el verbo radical y anarquista de los primeros activistas sindicales entre los que brillaban con luz propia Carlos Barba y Delfín Lévano, Nicolás Gutarra y algunos más, como lo anotara César Lévano en un ponderado estudio publicado en torno al tema con motivo del 60 aniversario de la Revolución Socialista de Octubre
Eran ciertamente los años de la lucha por la Jornada de las 8 horas, la formación de las organizaciones sindicales, el surgimiento de la prédica tronante de González Prada; los años de las primeras huelgas obreras, las manifestaciones callejeras y la crisis de dominación que comenzaba a arder en nuestro suelo. En ese escenario, como se recuerda, fue que Mariátegui, «nauseado de la política criolla», se había orientado «resueltamente hacia el socialismo».
Que eso ocurriera, y precisamente en esas fechas, lo confirma no sólo el recuerdo autobiográfico de Mariátegui, bastante conocido por cierto; pero también el afilado lance periodístico sostenido por el Amauta con Luís Miro Quesada cuando el diario «El Comercio» diera cuenta del sorpresivo advenimiento de los «bolsheviquis peruanos»
Bien podría decirse entonces que aquí se entrelazaron las cosas, que la prédica que asomaba en el horizonte, sumada a la descomposición social apremiante, abrió los ojos a las nuevas generaciones para que otearan de un modo distinto el panorama. Al frente de ellas, el joven Mariátegui inauguraba un nuevo modo de hacer política. La dignificaba, tornándola revolucionaria.
En el propósito de mostrar la relación fluida entre la experiencia del Gran Octubre y el aporte de Mariátegui al pensamiento socialista, hay que considerar distintos elementos del debate: el gran acontecimiento ruso, la imagen que el Amauta tuviera respecto a Vladimir Ilich Lenin, la lucha por afirmar el nuevo orden socialista, los problemas internos del Partido Soviético en los años más complejos de la entre guerra y, finalmente, la afirmación del ideal socialista, que subyace en el corazón y en la conciencia de millones de hombres en todos los confines del planeta.
EL GRAN ACONTECIMIENTO RUSO
La Revolución de Octubre fue la expresión más alta de la lucha de los pueblos a lo largo del siglo XX- Objetivamente, inauguró una nueva etapa de la historia y asomó como la piedra angular de un nuevo escenario que, con avances y retrocesos, habrá finalmente de imponerse acabando para siempre con la opresión, la injusticia y la miseria. Tomando la esencia del fenómeno, Mariátegui diría un poco más tarde, en noviembre de 1921: «Con la Revolución Rusa, ha comenzado la Revolución Social». Y es que fue esa luz, sin duda, la que alumbró el camino del Amauta y lo elevó a la categoría del primer marxista de América.
En 1918, como se recuerda, José Carlos Mariátegui buscó tener su propio órgano de expresión. Luego de una experiencia temprana -la publicación de la revista «Nuestra Epoca», que sólo consiguió editar en dos ocasiones, resolvió crear una trinchera obrera, y dio nacimiento al periódico «La Razón», el primer órgano de orientación socialista en el Perú y una de las primeras tribunas proletarias de nuestro continente.
Fue a partir de esa experiencia que Mariátegui dio un paso decisivo en su vida, y pasó a tomar contacto con los trabajadores. Los ayudó a organizarse sindicalmente, alentó sus luchas, promovió huelgas y jornadas de clase, se vinculó al movimiento estudiantil y al combate por la reforma universitaria y buscó consolidar sus relaciones con el pensamiento avanzado y con la Inteligencia progresista, en la idea de forjar una vanguardia solvente y madura. Años después, ella lo ayudaría a dar nacimiento a su revista «Amauta».
Sorprendido por el Golpe de Estado del 4 de julio de 1919, ejecutado por las camarillas militares entonces dominantes en colusión con Augusto B. Leguía, Mariátegui tomó distancia de los nuevos actores de la política peruana; pero se vio forzado a emigrar presionado por la nueva dictadura, en lo que se consideraría entonces una suerte de «exilio diplomático». Fue el 8 de octubre de 1919 cuando Mariátegui inició su periplo por el viejo continente en busca de experiencias que afirmaran el derrotero que ya había escogido en el Perú.
Es bueno recordar, en efecto, que Mariátegui no encontró su vocación socialista en Europa, sino la afirmó allí. Su convicción ya había surgido en nuestra tierra, al calor del proceso peruano y en el concierto del debate nacional. La estancia europea fue en realidad una oportunidad excepcional para confirmar lo que ya llevaba en su conciencia. Y así ocurrió.
Y Mariátegui lo suscribiría más tarde diciendo: «Lo que existe en mi ahora, existía embrionaria y larvadamente cuando yo veinte años». La experiencia europea, entonces, no alteró la opción que había elegido desde el Perú. Simplemente la vigorizó, la dio consistencia y fuerza, porque le abrió los ojos a fenómenos nuevos ligados al proceso revolucionario mundial.
Mariátegui viajó a Europa con una finalidad específica: analizar el nuevo escenario a partir de la experiencia victoriosa de la Revolución Rusa. Pero no fue a ciegas. Desde un inicio supo buscar las fuentes que requería para su formación y desarrollo político. Y por eso se ligó desde un inicio a los sectores avanzados de la sociedad. En Francia -la primera etapa de su estancia europea- tomó contacto con Romain Rolland y con Henri Barbusse, el célebre autor de «El Fuego»; pero pronto comprendió que era en Italia donde se fraguaba el nuevo escenario mundial.
Y es que en la Península colisionaban dos corrientes contrapuestas: la clase obrera en ascenso que luchaba para transformar la sociedad «como en Rusia», y el Gran Capital, que alentaba desesperados mecanismos destinados a proteger y preservar sus privilegios y su esquema de dominación. Para ello, en el extremo, recurrió al fascismo. Estaba en su punto la célebre Ola Revolucionaria de los años 20, y que se había expresado en las acciones de lo más diversas como la Revolución Alemana de 1918, el surgimiento de la República Húngara de los Consejos de 1919, la Revolución Soviética de Eslovaquia, el gobierno de Stamboliinski en Bulgaria; las sublevaciones del Japón, Las barricadas de Hamburgo, la proclamación de la República Soviética de Baviera, os alzamientos populares en Letonia, Estonia y Lituania; la insurrección de Bialstok en Polonia y las grandes huelgas obreras en Inglaterra. Estados Unidos, Filipinas, La India y otros países.
Era, sin duda, una vigorosa ola de fuego que asomaba en el horizonte como un modo práctico de advertir a los explotadores el advenimiento de un tiempo nuevo, aquel en el que los intereses de los pueblos empezarían a jugar en un escenario grande, con perspectiva de Poder y objetivos revolucionarios.
Italia era en ese entonces el centro más importante y decisivo de las contradicciones políticas europeas del momento. La crisis amagaba a la vieja República que se desmoronaba desvencijada en medio de una corrupción creciente y un desorden social cada día más notorio. Los partidos tradicionales, incapaces de enfrentar la crisis y sin posibilidades de hallar caminos nuevos, vivían acosados por las hordas fascistas que pugnaban por hacerse del Poder para aplastar a los trabajadores por la fuerza preservando los grandes intereses del capital.
Y así ocurrió. Luego de algunos momentos de vacilación, la clase dominante terminó confiando su destino en la capacidad operativa de las huestes mussolinianas que, con sus camisas negras, alentaban la violencia irracional contra el proletariado insurgente.
La experiencia italiana fue ciertamente decisiva para el joven Mariátegui. No fue casual, el hecho que dedicara a ella 46 artículos que años después fueran recogidos en un libro titulado precisamente «Cartas de Italia». Estos fueron publicados en Lima por el diario El Tiempo entre julio de 1920 y abril de 1922 y aluden a la crisis europea, a la descomposición de la sociedad italiana, pero también a la repercusión que había suscitado en Europa la Revolución Rusa. Pero para tener una idea más precisa de su rica experiencia bajo el cielo itálico, hay que sumar a estos valiosos textos, las agudas reflexiones del Amauta recogidas en La Escena Contemporánea y la Historia de la Crisis Mundial, obras capitales del pensador peruano. Acucioso en la investigación de la obra mariateguiana, sin embargo, Estuardo Núñez apunta: «sus mejores aciertos sobre aspectos de la vida italiana, han de encontrarse en su libro El Alma Matinal». .
El Amauta, sin embargo, no se limitó a conocer y estudiar la realidad europea. Buscó, como lo admitiría después «concertarse» con otros amigos peruanos «para la acción socialista».
Y así fue, en efecto. Con el Cónsul peruano en Roma, Palmiro Machiavello, el médico Carlos Roe y su amigo César Falcón, integró la primera célula comunista, que tuvo sin embargo corta duración y que se disolvió algunos mases más tarde, no sin antes resolver solemnemente «encomendar a Mariátegui la tarea de fundar en el Perú una agrupación socialista Marxista que asumiera la responsabilidad de proyectar y estructurar el movimiento revolucionario peruano».
Dos constantes, entonces: La Revolución Rusa como expresión concreta de su objetivo estratégico, y el proceso peruano, como tarea a abordar de manera concreta y práctica desde una óptica de clase en procura de una salida radical y profunda a nuestra quebrantada realidad.
Por eso, en su debate con el pensamiento reformista Mariátegui subrayaría siempre la importancia del Gran octubre como expresión emblemática de una nueva historia. «La Revolución rusa constituye, acéptenlo o no los reformistas, el acontecimiento dominante del socialismo contemporáneo. Es en ese acontecimiento, cuyo alcance histórico no se puede aún medir, donde hay que ir a buscar la nueva etapa marxista», diría en el fragor de la polémica con el reformismo.
La quiebra del régimen socialista a fines del siglo pasado y la desaparición de la URSS, obligan en nuestro tiempo a recordar que el Amauta aseveraba que la Revolución Rusa, expresión culminante del marxismo teórico y práctico conserva también un vivo interés para los estudiosos.
Del análisis de esa experiencia, habrán de extraerse las conclusiones necesarias para caminar hacia delante con la seguridad que no somos los exponentes de una causa vencida. Sabremos superar errores y confirmar principios como una manera de afirmar lo que Tomás Borge llama «el optimismo histórico» A él nos debemos, en definitiva, porque nutre nuestras expectativas y esperanzas, y porque abre caminos en las circunstancias más complejas, cuando desde el campo enemigo se proclama con soberbia el triunfo del «pensamiento único» es decir, la verdad adocenada y pérfida que incuba el Imperio, y mediante la cual busca justificar sus políticas de opresión y de guerra a expensas del hambre y la miseria de los pueblos.
LENIN. EL HOMBRE TERSO Y SENCILLO
La personalidad de Lenin fue decisiva para que Mariátegui asumiera una actitud definida ante la Revolución Rusa. Como suele ocurrir con los grandes acontecimientos de la historia y las figuras señeras de la misma, se produjo aquí una suerte de simbiosis metafórica entre el suceso y el hombre. Nadie podría, en efecto, distinguir a la Revolución Rusa sin Lenin; y nadie tampoco podía entender al líder de los bolcheviques sin comprender el profundo proceso social que conmovía Rusia.
La figura de Lenin -diría Mariategui en la revista Variedades en septiembre de 1923 «está nimbada de leyenda, de mito y de fábula. Se mueve sobre un escenario lejano que, como todos los escenarios rusos, es un poco fantástico y un poco aladinesco. Posee las sugestiones y atributos misteriosos de los hombres y las cosas eslavas». «El nombre de Lenin, añadiría en la misma circunstancia «había adquirido timbres mitológicos».
Pero Mariátegui presenta a Lenin de una manera fluida y directa. «Lenin -dice- no es un tipo místico, un tipo sacerdotal, ni un tipo hierático. Es un hombre terso, sencillo, cristalino, actual, moderno».
Lenin -insistiría luego- «es un revolucionario sin desconfianzas, sin vacilaciones, sin grimas. Pero no es un político rígido ni inmóvil. Es, antes bien, un político ágil, flexible, dinámico, que revisa, corrige y rectifica sagaz y continuamente su obra. Que la adapta y la condiciona a la marcha de la historia«.
Entre julio de 1928 y junio de 1929, Mariátegui escribe un conjunto de artículos en las revistas «Mundial» y «Variedades», que luego se publicarán en Amauta y finalmente en un libro propio titulado «Defensa del Marxismo». Allí Mariategui rebate con solvencia marxista el pensamiento y la práctica de la social democracia -sucesora histórica del menchevismo- polemizando con Henri De Man a quien considera un reformista desengañado por las decepciones de una guerra que destrozaron su fe socialista. «Lenin -dice- aparece, incontestablemente, en nuestra época como el restaurador mas enérgico y fecundo del pensamiento marxista» asegura en su réplica a De Man
Cinco dìas después de la muerte del líder bolchevique, Mariátegui publica una sentida nota en la revista «Variedades» y ese mismo día diserta sobre la personalidad del fundador del Estado Soviético y su obra en el local de los Motoristas y Conductores de Lima como parte de sus lecciones en las Universidades Populares González Prada.
Poco después, en marzo de 1925, en la revista «Claridad» recoge nuevamente sus ideas básicas en torno a Lenin.
«El proletariado revolucionario ha perdido al más grande de sus conductores y de sus líderes. Al que con mayor eficacia, con mayor acierto y con mayor capacidad ha servido la causa de los trabajadores, de los explotados, de los oprimidos. Ninguna vida ha sido tan fecunda para el proletariado revolucionario como la vida de Lenin. El líder ruso poseía una extraordinaria inteligencia, una extensa cultura, una voluntad poderosa y un espíritu abnegado y austero. A estas cualidades se unía una facultad asombrosa para percibir hondamente el curso de la historia y para adaptar a él la actividad revolucionaria. Esta facultad genial, esta aptitud singular, no abandonó nunca a Lenin».
LA CONSTRUCCION DEL SOCIALISMO
Mariátegui fue consciente que el socialismo no era el resultado de un acto ni la consecuencia de un gesto revolucionario. Era la culminación de un proceso largo y difícil en el que se ponían a prueba las fuerzas más apreciables de una clase -el proletariado- en procura de forjar un nuevo porvenir
La lucha por el socialismo, insistía el Amauta ·»eleva a los obreros que con extrema energía y absoluta convicción toman parte en ella, a un ascetismo, al cual es totalmente ridículo echar en cara su credo materialista en el nombre de una moral de teorizantes y filósofos».
Para el proletariado en lucha resulta decisiva -en efecto- la formación de una nueva moral -moral de productores, por cierto- radicalmente distinta y distante de la moral burguesa sustentada en la opresión social y el trabajo asalariado. Esa moral no habrá de surgir espontáneamente, sino formarse en la lucha de clases. «Para que el proletariado cumpla, en el progreso moral, con su misión histórica, es necesario que adquiera conciencia previa de su interés de clase», sostiene con firmeza. Por eso, añade, «el trabajador indiferente a la lucha de clases, contento con su tenor de vida, satisfecho de su bienestar material, podrá llegar a una mediocre moral burguesa, pero no alcanzara jamás a elevarse a una ética socialista».
Y esa ética, ciertamente, resulta esencial para que la clase obrera se halle en condiciones de impulsar un profundo proceso de cambios en la estructura de producción. Sobre todo en una sociedad en crisis profunda como la nuestra, cuando se han invertido los valores y han desaparecido del escenario político valores esenciales.
Para Mariategui tuvo una enorme importancia la aplicación de los planes y programas de la Rusia Soviética en cada una de las áreas de la actividad humana. Era consciente que en allí se jugaba en buena medida la suerte del proceso mundial y el destino mismo de los trabajadores, y sabía con certeza que la empresa de organizar el primer Gran Estado Socialista constituía un reto descomunal, que no podría lograrse «con el acuerdo de la unanimidad más uno, sin debates ni conflictos violentos» Ellos resultaban inevitables de el marco concreto de la aguda confrontación entre dos sistemas sociales distintos que chocaban a partir de concepciones opuestas en las más singulares materias .
Los contrastes sufridos por el naciente Estado Soviético en los primeros años de la Revolución, no amilanaron a Mariátegui, que nunca bajo la bandera de su admiración por la experiencia rusa. El Amauta no dudó del socialismo cuando los primeros grandes retos: la constitución del primer gobierno revolucionario ruso, las negociaciones de paz por separado con Alemania que dieran como resultado el Tratado de Brest, la liquidación de las fórmulas económicas del llamado «comunismo de guerra» y su cambio por la NEP, las desdichadas secuelas de la Guerra Civil y el ataque de 14 naciones contra el socialismo naciente, la concentración del Poder en las manos exclusivas de los bolcheviques, el surgimiento de contradicciones en el interior del estado Mayor de la política rusa.
En todas esas circunstancias, en las que más de un intelectual vaciló, Mariátegui se mantuvo enhiesto. Allí donde otros tomaron distancia, asustados por la profundidad de los cambios o la radicalidad de las medidas adoptadas por los revolucionarios, o porque no quisieron malquistarse con sus burguesías locales con las que preferían convivir en paz; Mariátegui reafirmó siempre su concepción revolucionaria y su práctica internacionalista, puestas a prueba en cada circunstancia. Y es que era consciente de que «no se trataba, por el momento, de establecer el socialismo en el mundo, sino de realizarlo en una nación que, aunque es una nación de ciento treinta millones de habitantes que se desbordaban sobre dos continentes, no deja de constituir por eso, geográfica e históricamente, una unidad»
De ahí su identificación plena con el socialismo, sin reservas cobardes, su lucha inquebrantable en defensa de la URSS y de su política de paz, su interés definido por preservar la unidad de los revolucionarios en torno a los principios que encarnaba, con todas sus consecuencias, la Revolución de Octubre
N es casual, entonces, que hasta el fin de sus días Mariátegui haya tenido presente en su memoria y en su recuerdo, esa experiencia que no pudo conocer personalmente. Entre sus últimos escritos estuvieron, en efecto, dos notas de gran valor. La primera, publicada en «Mundial» el 1 de marzo de 1930, titulada «Movilización antisoviética», alude al recrudecimiento de la ofensiva reaccionaria de prensa contra la URSS bajo la batuta del Imperialismo: y la segunda, comentando críticamente tres libros de Panait Istrati contra la Unión Soviética, escritos bajo el influjo de gentes no identificadas, publicado en «Variedades» el 12 de marzo de 1930.
Hay que recordar, en efecto, que Mariátegui cayo definitivamente enfermo ocho días más tarde, el 20 de marzo de ese año, y no volvió a levantarse, falleciendo el 16 de abril de ese año.
LOS PROBLEMAS INTERNOS DEL PARTIDO SOVIETICO
Hay que ser muy ponderado cuando se aborda el tema de los problemas internos que afectaron la unidad del Partido Comunista Bolchevique de la URSS, en ese entonces, y sobre todo cuando se trata de precisar la posición de Mariátegui en torno a ellos.
No sólo porque se trataba en ese entonces de problemas surgidos en el interior del Estado Mayor de la Revolución Mundial; sino también porque quienes representaban una u otra tendencia no eran revolucionarios improvisados ni advenedizos. Se trataba de personalidades de un enorme caudal político, de invalorable experiencia, y de un valor probado en mil contiendas. La descalificación de unos y la exaltación de otros -con los elementos que tenemos hoy- no podría hacerse entonces sin un claro e inequívoco sentido de justicia.
Hay que considerar, en segundo lugar, que en esa época el nivel de las comunicaciones humanas no era igual a nuestro tiempo. Muchas cosas no se sabían, o se conocían tarde. Otras eran simplemente ignoradas como un tributo natural a la distancia y a la precariedad de los medios informativos de la época. Lis libros no estaban fácilmente en manos de los interesados y los problemas del idioma, que imponían traducciones, retrasaban el conocimiento de los hechos. Mariategui lamenta, por ejemplo, no tener en su poder el libro de Trotski «1917», en el que éste hace revelaciones dolorosas referidas a la conducta anterior de miembros del Comité Central del Partido, exponiendo hechos que bien podrían descalificarlos.
En tercer lugar, si bien la crisis al interior del Partido Comunista Bolchevique de la URSS tenía antecedentes, ellos eran poco conocidos en el exterior. En los años de Lenin se sabía, en grandes líneas que existía, por ejemplo, un grupo denominado «Centralismo democrático», que resistía algunas concepciones leninistas, liderado por Sapronov, Osinski y Smirnov; y una «oposición Obrera», conducida por Shliapnikov y Alejandra Kollantay, pero se tenían informaciones vagas en torno a la lucha de facciones o a las crisis existentes en el seno del Partido. También era público que Trotski tenía una dilatada historia no bolchevique e incluso anti bolchevque ciertamente observable y discutible. Y que Zinoviev y Kamenev no habían hecho gala de consecuencia revolucionaria en los días decisivos de Octubre. Y que Stalin y quienes habían estado presos con él en las cárceles del zarismo, conservaban puntos de vista propios, y críticos, en torno a «Las Tesis de abril», por ejemplo.
Acontecimientos cruciales, como la composición del nuevo gobierno soviético a partir de 1917, el aislamiento de los bolcheviques con relación a los otros partidos existentes en Rusia, la agresión de 14 naciones, el Tratado de Paz con Alemania y la firma de los acuerdos de Brest; fueron todos elementos que hicieron crujir la estructura del partido y del país y que generaron debates políticos de gran envergadura en todos los niveles de la sociedad. Pero en ningún caso cuajó la ruptura.
Y es que lo común era admitir la primacía de Lenin. Era una personalidad indiscutida. Se incubaba entonces la idea que si bien los otros líderes tenían diferencias, ellas se limarían al fragor del accionar revolucionario del pueblo soviético. Eso, finalmente, no llegó a confirmarse.
¿Cómo evolucionó la crisis en el seno del Partido mientras Mariátegui estuvo vivo? Veamos:
El X Congreso del Partido, en marzo de 1921, marcó un viraje en la política general. Se abandonaron las tesis del llamado «Comunismo de Guerra» y se abrió campo a la denominada «Nueva Política Económica», que era ciertamente una rectificación del modelo y un cambio de estilo en el manejo de la vida soviética. La NEP concedió a los campesinos derechos que antes le había negado y admitió para los pequeños y medianos productores, concesiones que no tenían. Le tesis central de la propuesta esbozada por Lenin en esa circunstancia era que la clase obrera debía edificar el socialismo en unión obligatoria con el campesinado, cuyos derechos debían ser respetados. La NEP implicaba una rectificación de política sobre todo en materia económica porque el país estaba al borde del descalabro. La resistencia interna, la agresión exterior y las enormes dificultades del atraso, generaron una situación casi sin salida, que obligó a Lenin y a los suyos a plantear un repliegue. Esa fue su esencia.
Pero ese repliegue, no fue «táctico», circunstancial, ni momentáneo. Fue un retroceso para reiniciar la marcha en nuevas condiciones. Fue un nuevo derrotero. Y así se entendió en casi todos los ambientes revolucionarios de la época, que comprendieron que lo fundamental era salvar el proceso revolucionario ruso puesto ante una encrucijada compleja. Mariátegui lo comprendió de ese modo y justificó ese viraje en sus escritos. En noviembre de 1921, en su columna de «El Tiempo» el Amauta reconoció, en efecto que Rusia «atravesaba una hora amarga y dramática» y que requería de la solidaridad urgente del proletariado universal. Fue esa crisis la que impuso el cambio de rumbo en la política soviética. El hambre extremo de diez millones de personas terminó con las utopías, las falsas ilusiones y los dogmas formales, y la Nueva Política Económica se tornó apremiante.
En ese mismo Congreso, Lenin obtuvo una victoria resonante: la eliminación de fracciones al interior del Partido. Fue la lucha central contra la llamada «Oposición obrera» y otros grupos que amagaban la unidad de la vanguardia proletaria imponiendo discusiones y debates que lucían interminables. Los revolucionarios de la época cuentan que, en efecto, Lenin ingresó al edificio donde se realizaba el Congreso y se encontró con que éste no había comenzado porque cada una de las «fracciones» se hallaba reunida en una sala diferente. Dispuso que esa situación terminara, convocó a todos y les demostró que esa era una situación que no podía continuar
En abril de 1922 se celebró el XI Congreso, el último al que concurrió Lenin y en el que fue elevado a la categoría de Secretario del Partido José Stalin. Hay que subrayar, sin embargo que, en ese entonces ese cargo no tenía la connotación política que adquirió después. Era simplemente una suerte de Secretario del Comité Central, es decir, un depositario de la coordinación de las opiniones y acciones de los distintos dirigentes y núcleos de trabajo del Partido. El Poder omnímodo vino después.
Fue real la desconfianza que Lenin mostró hacia Satín y la intención que tuvo de hacerlo remover de su función. Pero el documento en torno al tema fue «reservado» y se manejo sólo en círculos muy cerrados por la dirección partidaria. Incluso en 1934, en el llamado «Congreso de los Vencedores» -el célebre XVII Congreso- no se desplegó un debate abierto en torno al tema. Para los comunistas de otros países esos documentos siguieron siendo simplemente inexistentes por muchos años. Con seguridad, Mariátegui nunca lo conoció
Y es que la crisis era relativamente «interna» y se manejó con discreción y cautela sobre todo en un inicio. Trascendía, sin embargo, la existencia de pugnas entre el núcleo dirigente del Partido, por un lado y Leon Trotski y los suyos. Pero en ese entonces, no era una lucha de grupos, sino de posiciones. «La Vieja Guardia Bolchevique» aparecía acosada por una suerte de revolucionarios más jóvenes que se dejaban influir por la oratoria de Trotski quien, por lo demás, era un brillante expositor y polemista. Esa «vieja guardia» se alineaba en torno a Stalin porque era el representativo del Comité Central.
Ante los observadores, mucho tenía que ver el estilo de los revolucionarios. Quizá incluso más que las posiciones de los mismos. ;Mariátegui, por ejemplo se embelesa con las habilidades polémicas de Zinoviev y con sorna dice: «Periódicamente, un discurso o una carta de Gregorio Zinoviev, saca de quicio a la burguesía. Cuando Zinoviev no escribe ninguna proclama, los burgueses nostálgicos de su prosa, se encaran de inventarle una o dos».
Cuando Mariátegui quiso caracterizar a Zinoviev dijo de él que era «un formidable fabricante de panfletos», «un polemista orgánico», pero por sobre todo «un depositario de la doctrina de Lenin, un continuador de su obra». Por eso celebró el que haya recibido el encargo de organizar la Tercera Internacional.
Probablemente no supo Mariátegui en ese momento que Zinoviev quedó muy impresionado con la visita de Haya de la Torre a Rusia, Y con la propuesta que éste le hizo para conformar una suerte de Alianza Revolucionaria Americana de corte antiimperialista. Creyó que esa era la versión latinoamericana del Kuo Ming Tang, visto en esos años con gran simpatía en Moscú. El aval de Zinoviev regocijó a Haya, que buscó extender su influencia desacreditando, al mismo tiempo, las tesis de Mariátegui respecto a la formación de un Partido que represente los intereses de clase del proletariado. Para Haya, en efecto, el APRA podría ser una suerte de «Kuo Ming Tang latinoamericano» con gran apoyo exterior. Pero esa alegría le duró poco.
En 1928 el panfletario Zinoviev fue desplazado de la IC y en el VI Congreso asomó como el nuevo hombre fuerte Nicolai Bujarin que levantó consignas distintas. Y Bujarin, por encima de sus coincidencias puntuales con Zinoviev para hacer frente a Stalin, representaba otra línea para la construcción del socialismo.
La crisis interna del Partido Soviético, que se proyectó como una sombra sobre el Buró de la Internacional Comunista desató preocupaciones sobre todo entre los Partidos Comunistas de Europa. Es bien conocido el hecho que, por iniciativa de Antonio Gramsci, el Partido Comunista Italiano dirigió en 1927 una carta de gran importancia al Partido Comunista Soviético en torno a la materia. Allí, le dijo entre otros conceptos, los siguientes:
«Los comunistas italianos y todos los trabajadores conscientes de nuestro país han seguido siempre con la mayor atención vuestras discusiones. En vísperas de cada congreso y de cada conferencia del P.C.R. hemos estado siempre seguros de que, a pesar de la aspereza de las polémicas, la unidad del Partido no se hallaba en peligro; aún más, estábamos seguros de que al alcanzar una superior homogeneidad ideológica y orgánica, a través de tales discusiones, el Partido estaría mejor preparado y dotado para superar las múltiples dificultades inherentes al ejercicio del poder en un Estado obrero. Hoy, en vísperas de vuestra XV Conferencia no tenemos la misma seguridad que en el pasado; nos sentimos irresistiblemente angustiados; nos parece que la actual postura del bloque de las oposiciones y la dureza de las polémicas en el P.C. de la URSS exigen la intervención de los partidos hermanos».
¿Conoció Mariátegui este documento? Lo más probable es que no lo hubiera conocido. En un inicio, tuvo el carácter de «documento interno». Italia vivía ya en ese entonces bajo el dominio del fascismo. El Partido Comunista estaba ilegalizado y era ferozmente reprimido. La propaganda Mussoliniana hubiera usado muy bien el amago de una contradicción entre los comunistas y empujado una crisis interna en el seno del PCI alentando diferencias reales o ficticias. Gramsci, por lo demás, fue detenido poco más tarde, y permaneció durante 11 años en la cárcel de Ustica, de donde llegó a salir apenas para morir en 1937. Su correspondencia y documentos de trabajo fueron celosamente guardados y sólo se conocieron después de la II Gran Guerra. Pero aún así, sin ninguna duda, Mariátegui habría aprobado la exhortación a los comunistas soviéticos para que se salvara la unidad del Partido:
«Camaradas, en estos nueve años de historia mundial habéis sido el elemento organizador y propulsor de las fuerzas revolucionarias de todos los países; la misión que habéis desempeñado no tiene precedentes en toda la historia del género humano que puedan comparársele por su amplitud y profundidad. Pero hoy estáis destruyendo vuestra propia obra, estáis degradando y corréis el riesgo de anular el papel dirigente que el Partido Comunista de la URSS había conquistado bajo el impulso de Lenin; nos parece que la violenta pasión de las cuestiones rusas os hace perder de vista los aspectos internacionales de las propias cuestiones rusas, os hace olvidar que vuestros deberes de militantes rusos pueden y deben ser realizados sólo en el marco de los intereses del proletariado internacional.».
Estando en vida Mariátegui, la crisis del Partido Comunista Soviético se mantuvo, sin embargo, en términos orgánicos, es decir, no rebasó finalmente la estructura partidaria, ni se manifestó en el escenario jurídico del Estado, salvo en el caso de León Trostki, con quien las diferencias de antaño se volvieron a poner en evidencia, sobre todo a partir de 1924.
Este fue un año clave para la revolución. El 21 de enero, en un sanatorio de las afueras de Moscú, falleció Lenin victima de una embolia cerebral que lo había inhabilitado desde antes. Su desaparición física generó no sólo un hondo pesar afectivo y político. También desencadenó la tormenta que se venía anunciando. Trotski hizo conocer en octubre de 1923 su propia plataforma y su programa específico y buscó levantar su imagen tomando distancia de la vieja guardia bolchevique. Esta, la declaró la guerra.
Que eran públicas las diferencias de estilo entre los dirigentes soviéticos, lo reveló el desarrollo de los acontecimientos. Y Mariátegui pudo reparar eso y exponerlo de manera abierta. Trotski -dijo en 1924- «no es sólo un protagonista, sino también un filósofo, un historiador y un crítico de la revolución«. Lo ve polemizando sobre temas de arte y cultura, internándose por la conjetura del pensamiento abstracto, filosofando sobre Occidente y el porvenir de la humanidad; pero al mismo tiempo lo divisa arengando al ejército rojo y asumiendo tareas de conductor y comisario. Pero aún en esa función le anota posturas tolstoyanas
Cuatro artículos referidos a Trotski nos legó la pluma mariateguista: el de abril de 1924, al que hemos aludido, un segundo de enero de 1925, un tercero de febrero de 1928 y el último un año más tarde, del 23 de febrero de 1929 en el que comenta el exilio de Trotski.
En cada uno de estos artículos Mariátegui va siguiendo con interés y preocupación el controvertido signo de Trotski. Refiere, en efecto, que nunca la caída de un ministro tuvo en el mundo una resonancia tan extensa. Alude allí a su separación del gobierno, ocurrida en 1924, luego del XIII Congreso del Partido y el V Congreso de la IC, eventos ambos en los que sus tesis fueron ampliamente derrotadas por una coalición en la que sumaban fuerzas Stalin, Zinoviev, Kamenev, Bujarin y otros.
La crisis se hizo más profunda después, cuando los diez años de la Revolución Rusa. Como se recuerda, en la circunstancia el disidente convocó un mitin en la Plaza Roja, distinto y separado de los actos conmemorativos oficiales del Partido. La concentración fracasó, pero Trotski fue allí expulsado del Partido aunque ya en ese entonces estaba aliado con Zinoviev y Kamenev.
Mariátegui comenta el hecho no sin rebatir las especulaciones de la prensa burguesa en torno a ellos: «la crítica contrarrevolucionaria, tantas veces defraudada por los acontecimientos rusos, se entretiene ya con pronosticar la inminente caída del régimen sovietista a consecuencia de su desgarramiento intestino. Los más avisados y prudentes de sus escritores prefieren conformarse con la esperanza de que la política de Stalin y el partido representen simple y llanamente la marcha hacia el capitalismo y sus instituciones. Pero basta una rápida ojeada a la situación rusa para convencerse de que las expectativas interesadas de la burguesía occidental no son esta vez más solventes que en los días de Kolchak y Wrangel».
Explicándose el sentido de las diferencias, Mariàtegui admite: «La revolución rusa, que como toda gran revolución histórica, avanza por una trocha difícil que se va abriendo ella misma con su impulso, no conoce hasta ahora días fáciles ni ociosos. Es la obra de hombres heroicos y excepcionales y, por este mismo hecho, no ha sido posible sino con una máxima y tremenda tensión creadora. El Partido bolchevique por tanto no es ni puede ser una apacible y unánime academia». Más adelante, Mariátegui ensaya una explicación: Trotski, dice, representaba el espíritu más bien internacional y cosmopolita de la Revolución en tanto que Stalin encarnaba la conciencia eslava, más bien arraigada siempre al suelo ruso. Y anota perspicaz: «Por ahora, a solas con sus problemas, Rusia prefiere hombres más simples y puramente rusos».
Poco después, en su escrito del 23 de febrero del 29 Mariátegui repite casi las mismas ideas, pero noticiado ya de la salida de Trotski de la URSS dice: «Ni Stalin ni Bujarin andan muy lejos de suscribir la mayor parte de los conceptos fundamentales de Trotski y sus adeptos. Las proposiciones, las soluciones trotskistas no tienen en cambio la misma solidez… el Trotskismo no sale de un radicalismo teórico que no logra condensarse en fórmulas concretas y precisas». En este terreno, Stalin y la mayoría junto con la responsabilidad de la administración, poseen un sentido más real de las posibilidades»
Mariátegui murió en abril de 1930, y la crisis del Partido Bolchevique se desencadenó violentamente después. Aún en el XIV Congreso celebrado en junio de 1930, el Parido se mantuvo unido pese a las diferencias notables entre unos y otros dirigentes. Y eso incluso ocurrió en 1934, cuando se adoptó el II Plan Quinquenal. Pero el Comité Central electo en ese evento, fue finalmente diezmado por los Procesos de Moscú de 1936, 1937 y 1938. Allí se impuso la lógica del terror.
Es claro que resultaría una especulación ociosa detenerse a averiguar cuál habría sido la actitud de Mariátegui si hubiese conocido esos procesos. Lo primero que cabría advertir es que en ningún caso los habría conocido como los conocemos hoy. Los hubiera visto con los elementos de entonces, y no con los actuales, cuando se han publicado muchos materiales que hacen luz en torno a o que realmente fue una verdadera tragedia para el movimiento revolucionario mundial.
Asumamos frente a ella nuestra propia decisión, y no usemos a Mariátegui para ponerlo de nuestro lado o de algún otro, en temas que no pudo siquiera imaginar.
EL IDEAL SOCIALISTA
Lo importante ahora es subrayar que pese a todas las adversidades, el ideal socialista subyace en la conciencia de millones de hombres y mujeres de todos los continentes. Incluso en la Rusia de hoy, la mayoría de la población no tiene empacho e reconocer que antes, en los años de la URSS, vivía mejor que ahora, cuando el capitalismo salvaje se ha entronizado en sus vidas. Si la situación aún n o cambia, eso no hay que atribuirlo sólo a la voluntad del pueblo. También a la fuerza hegemónica -por ahora- del imperialismo y por el sucio juego de las camarillas internas que, a la sombra de nuevos caudillos pusieron a su país a la cosa de la política de Washington. También, por cierto, a la falta de unidad de los revolucionarios de Rusia y de las otras repúblicas que integraron antes la URSS.
El socialismo, sin embargo, asoma como una alternativa real dado el carácter suicida de la política imperial. En América latina y en otros confines del planeta se habla ya del socialismo del siglo XXI, que surgirá, ciertamente a partir de la experiencia victoriosa de los pueblos. En nuestro continente, hay quienes dicen ahora que a los 90 años, la URSS renace, no como Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, sino como Unión de Repúblicas Socialistas del Sur. Pero para que eso sea cierto, tendrían que afirmarse los procesos que alumbran los caminos de Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, indepdendientemente del hecho que Cuba tiene asegurado el porvenir.
Aun es prematuro definir los rasgos del nuevo «modelo» socialista. Pero sì se puede asegurar que tendrá que afirmarse en la eliminación de la propiedad privada sobre los grandes medios de producción y en la supresión de la explotación humana como forma de acumulación de riqueza. A eso deberá añadirse el cambio de Clase en el Poder y el respeto escrupuloso por los derechos de los pueblos y las grandes mayorías, y la identificación del sistema con las necesidades fundamentales del hombre.
La forma y la circunstancia en la que el nuevo régimen socialista se afirmará en la conciencia humana constituyen todavía un reto para nuestro tiempo Pero la historia avanza pronto y los sueños de los hombres se tornan reales cuando la fuerza de los pueblos se afirma con lucha.
Por eso, el ideal socialista se mantiene enhiesto, y con él, las ideas de Mariátegui siguen vivas en el corazón de millones.
Lima, octubre del 2007
(*) Conferencia sustentada en la velada de homenaje al 90 aniversario de la Revolución Socialista de Octubre. Casa Mariátegui. Miércoles 7 de noviembre del 1007. Lima