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Juan Radrigán: el dramaturgo de los marginados y olvidados

Fuentes: Rebelión

«Estos personajes y muchos otros, batiéndose cuerpo a cuerpo con las posibilidades y límites de la palabra, el lenguaje y el discurso, encarnan variaciones de una inquietud que animó el trabajo del escritor Juan Radrigán desde mucho antes de convertirse en Radrigán, un clásico del teatro chileno, tal como testimonian su primer cuento publicado y también su primera novela.»

* Extracto del prólogo de Adolfo Albornoz Farías para el libro Juan Radrigán. Teatro Reunido. Volumen 1.

«Estos personajes y muchos otros, batiéndose cuerpo a cuerpo con las posibilidades y límites de la palabra, el lenguaje y el discurso, encarnan variaciones de una inquietud que animó el trabajo del escritor Juan Radrigán desde mucho antes de convertirse en Radrigán, un clásico del teatro chileno, tal como testimonian su primer cuento publicado y también su primera novela.»

Radrigán antes de Radrigán
Siendo Radrigán un referente imprescindible para entender el devenir de las artes escénicas y la cultura en Chile durante el último medio siglo, al revisar la bibliografía que su quehacer ha estimulado llama la atención la sistemática omisión de su producción literaria no dramatúrgica, es decir, de la narrativa y la lírica que publicó antes de consagrarse al teatro, en los textos y discursos periodísticos y académicos que tematizan su obra.

El viernes 23 de marzo de 1979, en el Teatro del Ángel, sala ubicada en el centro de Santiago, debutó el dramaturgo Juan Radrigán con Testimonio de las muertes de Sabina. La puesta en escena fue producida por la compañía Los Comediantes, dirigida por Gustavo Meza y protagonizada por la ya entonces célebre Ana González y Arnaldo Berríos. A sus cuarenta y dos años, Radrigán era nuevo en el teatro –«Anoche debutó un nuevo dramaturgo», fue el título de una nota en el diario La Segunda–. Sin embargo, no era un recién llegado a la literatura.

Casi dos décadas antes de su irrupción dramatúrgica, Juan Radrigán se había aventurado en el cuento con la colección Los vencidos no creen en Dios (1962). Luego incursionó en la novela con El vino de la cobardía (1968) y más tarde probó suerte en la poesía con el volumen El día de los muros (1975).

Sorprende, entonces, que ninguno de estos títulos ni otros con los que Radrigán insistió en arriesgarse como escritor haya sido mencionado en la nota de prensa antes citada –donde sí se comenta, en cambio, que en esa época el autor trabajaba vendiendo libros usados–, y que tampoco fueran aludidos en las críticas periodísticas que pocos días después del estreno firmaron Angélica Lavados en El Cronista, Wilfredo Mayorga en Las Últimas Noticias y María Eugenia Di Doménico en La Segunda, periódicos de circulación nacional en los que el autor figuró como un simple debutante.

Resulta todavía más asombroso constatar la misma inadvertencia por parte de la crítica académica que pronto y seriamente comenzó a ocuparse del novel hombre de teatro. Apenas cinco años después del debut escénico de Radrigán, apareció la antología Teatro de Juan Radrigán: 11 obras (1984), donde su abundante dramaturgia inaugural figura acompañada por dos extensos estudios introductorios: «Los niveles de marginalidad en Radrigán» de María de la Luz Hurtado y Juan Andrés Piña, en ese tiempo investigadores del emblemático Centro de Indagación y Expresión Cultural y Artística (CENECA), y «Juan Radrigán: los límites de la imaginación dialógica» de Hernán Vidal, ilustre profesor de la University of Minnesota. Un poco antes, en 1983, la prestigiosa revista Latin American Theatre Review había publicado «El dramaturgo de ‘los olvidados’: entrevista con Juan Radrigán» de Pedro Bravo-Elizondo, profesor de Wichita State University. Y pocos meses después, en 1985, esta emergente dramaturgia ya fue objeto de una tesis doctoral: Literatura chilena de la década 1973-1983: cuatro respuestas a la experiencia autoritaria. Enrique Lihn, Raúl Zurita, el grupo Ictus y Juan Radrigán, presentada por Rodrigo Cánovas en la University of Texas, en Austin. Sin embargo, ninguno de estos estudios fundacionales sobre el teatro de Radrigán, como tampoco las monografías que en breve les siguieron sobre una u otra obra suya, presta atención a la relación del autor con otros géneros literarios ni a su abordaje de otros temas –en conjunto, en cambio, problematizan y profundizan de manera ejemplar en la cuestión de la marginalidad–.

Así comenzó a cimentarse la doxa sobre el «fenómeno Radrigán» que le terminó perviviendo, la cual, por entonces, en un trabajo homónimo, Ana María Foxley resumió de la siguiente manera: «Su vida y su obra pertenecen a la cultura de la pobreza. Un modo de existir preñado, eso sí, de otras riquezas. Como la dignidad humana, leitmotiv de sus quince obras escritas en un tiempo récord de seis años y medio. Todas estrenadas o por estrenar en Chile y el extranjero. Vivió desde chico en la marginalidad. Su padre era mecánico de tractores y acarreaba a su madre y a sus cuatro hermanos en un camión por todo Chile. Comían, dormían, vivían en ese camión, en medio de carreteras y despoblados. Juan era el menor, y cuando su padre los dejó, tuvo que trabajar en lo que tocara, desde los doce años. Nunca fue a la escuela. Apenas si sabía leer: su madre, de profesión maestra, le había enseñado lo básico. Radicados en Santiago, empezó a acarrear bultos en La Vega. Luego fue desabollador, carpintero, pintor, albañil, obrero textil y hasta dirigió varios sindicatos. Cuando quedó cesante, instaló un puesto de libros viejos en la Plaza Almagro. En eso estaba cuando cambió su destino. Todo “gracias a los carabineros”. Un día de 1976, los uniformados les sacaron parte a él y a sus colegas del sector por no tener patente: la Municipalidad se había atrasado en entregárselas. De ahí le surgió la idea de Testimonio de las muertes de Sabina: su primera obra de teatro. En pocos años, el “fenómeno Radrigán” llegó a tal punto que no sólo los periodistas lo destacaron, sino que el Círculo de Críticos lo premió en 1982 por lo valioso de su producción. También apareció un libro con dos estudios y once de sus obras» (p. 35).

Fue recién en 1992, en la «Biobibliografía de Juan Radrigán» elaborada por Justo Alarcón y Guillermo Fuenzalida para la revista Mapocho, editada por la Biblioteca Nacional de Chile, cuando por primera vez se reparó apropiadamente, aunque sólo en la forma de un inventario, remitiendo a títulos, fechas y premios, entre otros datos, en la narrativa y la poesía que el ya relevante dramaturgo había comenzado a publicar treinta años antes.

Con el estudio que introduce la antología Crónicas del amor furioso, editada el 2004 con ocasión de los veinticinco años de teatro de Radrigán, comenzó la renovación del estado de la cuestión a propósito de la dramática radriganeana. Sin embargo, en dicho texto apenas mencioné y no trabajé el problema que ahora llamo «Radrigán antes de Radrigán». El asunto tampoco fue abordado en Radrigán, volumen colectivo editado por Carola Oyarzún el 2008, trabajo que vino a completar la innovación teórica y metodológica a propósito del teatro radriganeano y devino decisivo para una nueva oleada de aproximaciones críticas. La «Cronología» y la «Bibliografía» ahí incluidas por Cristián Opazo recogen, precisan y amplían el inventario propuesto quince años antes por Alarcón y Fuenzalida, incluyendo las referencias a la producción no dramatúrgica del autor, pero sin brindar mayores comentarios sobre esta.

En consecuencia, tras cuatro décadas de quehacer académico y crítico sobre el teatro de Radrigán, entre los numerosos artículos, capítulos y libros publicados dentro y fuera de Chile que tematizan su obra, unos pocos mencionan su escritura narrativa y lírica, pero ninguno aborda el estudio de este corpus literario.

Es de esperar, entonces, que la contundente edición de este teatro reunido de Juan Radrigán estimule nuevas e innovadoras indagaciones, por ejemplo, a propósito de eventuales vínculos entre, por un lado, el narrador, el modo, el lenguaje, el tema, la historia, los personajes y otros componentes de sus todavía desatendidos cuentos y novelas, y, por el otro lado, el diálogo, la acotación, el protagonista, la acción, el conflicto y otros rasgos característicos de sus ya clásicos dramas.

Radrigán adentro de Radrigán
En septiembre de 1962, Juan Radrigán presentó su primer libro: Los vencidos no creen en Dios, cuentario publicado por Editorial Entrecerros. Componen la colección cinco relatos: «La madre de Juan», «El asesino», «Crepúsculo», «Difusa esperanza» y «Los vencidos no creen en Dios». Introducen el volumen de 110 páginas una carta (preámbulo) enviada por Aldo de la Reyna al autor en agosto del mismo año y un prólogo de Hiram Cantillana. La portada e ilustraciones son obra de Pedro Bolados.

«La madre de Juan», relato que abre el primer libro de Radrigán, cuenta la historia de Rosario, una mujer mayor, quien, en medio de la pobreza en que vive junto a su familia, lleva al límite de la deshumanización sus esfuerzos para conseguir regalar un libro a su hijo para su cumpleaños. El joven, un hombre de esfuerzo, obrero, trabajador desde los doce años, es a la vez un gran aficionado a la literatura.

Junto con la especie de autorretrato que el novel cuentista ensaya mediante la figura del hijo –«Juan había vivido tan poco y tan mal que algo había que darle […] trabajar, dar su plata, dormir, leer y fumar era todo lo que hacía en este vasto mundo» (pp. 22-23)–, el autor se vale de este personaje para inaugurar una línea de ficcionalización metaliteraria que, en general, décadas más tarde terminaría adquiriendo sostenida y creciente presencia en su dramaturgia, hasta hegemonizar varias de sus últimas producciones escénicas, como ocurre, por ejemplo, en Bailando para ojos muertos (2013).

A la vez, y más específicamente, el personaje del joven obrero letrado que motiva la agonía de «La madre de Juan» terminaría siendo revisitado por Radrigán, siempre con visos autoficcionales, mediante personajes escritores recurrentes en su teatro, muchas veces leídos como alteregos escénicos del autor (en piezas que, por otra parte, Radrigán tuvo especial interés en ver prontamente publicadas en volúmenes autónomos). Es el caso de Vicente, el atormentado escritor, único sobreviviente de un arrasamiento colectivo, quien, como narrador, protagoniza Pueblo del mal amor (1986), quizás la pieza epítome del período clásico radriganeano consagrado al problema de la marginalidad durante la dictadura. Es también lo que ocurre con el Hombre, el perplejo escritor, superado por la amargura, retratado en El exilio de la mujer desnuda (2001), un texto clave entre los dramas dedicados por el autor a la cuestión de la memoria durante la postdictadura. A la misma serie pertenece César, el laureado escritor que coprotagoniza Bailando para ojos muertos (2013), donde el literato –en una suerte de testamento literario-dramático de Radrigán– aparece estupefacto ante el desafío de dar cuenta de la exterioridad (marginalidad ajena a su espacio de experiencias) encarnada por su hijo dentro de su propia familia y en la sociedad.
Estos personajes y muchos otros, batiéndose cuerpo a cuerpo con las posibilidades y límites de la palabra, el lenguaje y el discurso, encarnan variaciones de una inquietud que animó el trabajo del escritor Juan Radrigán desde mucho antes de convertirse en Radrigán, un clásico del teatro chileno, tal como testimonian su primer cuento publicado y también su primera novela: El vino de la cobardía (1968), que es narrada y protagonizada por un escritor que a través de la misma novela, el texto que está escribiendo, intenta dar cuenta de la destrucción de su relación de pareja y de su núcleo familiar de origen.

Entrado el siglo XXI, en una conferencia en Francia, Radrigán resumiría el problema así: «Nunca sabremos de dónde nos viene de pronto esa necesidad imperiosa de ponernos a juntar palabras que cuenten historias que testimonien, protesten o reflexionen sobre el tiempo en que nos tocó existir; este es quizás el único misterio bueno de la vida» (p. 17).

Es de esperar, entonces, que el presente teatro reunido de Radrigán invite a revisitar a un autor teatral y un conjunto de textos dramáticos sobre los cuales, en principio, se supone que, si no todo, al menos lo fundamental ya está suficientemente dicho y sabido –situación que probablemente sea más o menos efectiva mientras el teatro de Radrigán siga siendo reducido a la cuestión de la marginalidad–. Sin embargo, en la medida que sepamos aproximarnos a su obra relevando nuevos antecedentes, identificando nuevas dimensiones y enfatizando nuevas variables (una de las cuales, entre muchas otras, podría ser la reflexión metaliteraria recién comentada), la operación de releer y reinterpretar a Radrigán, como suele ocurrir con los clásicos, podría mostrar un significativo rendimiento –tarea que con estas breves notas apenas he querido insinuar–.

Imágenes
1) Juan Radrigán, fotografía del Gobierno de Chile, CC BY 3.0 CL, vía Wikimedia Commons
2) Portada del libro Juan Radrigán. Teatro Reunido. Volumen 1.