La Corte Suprema o las cortes superiores de justicia son vestigios de las monarquías medioevales cuando sus miembros son inamovibles o duran décadas en el ejercicio.
Los altos tribunales de justicia designados por el poder ejecutivo o por otros poderes del Estado son instituciones desadaptadas a los principios democráticos que deben regular la vida de las instituciones democráticas. Instituciones que, por definición, toda Constitución construye y define en un territorio según reglas que velan por el interés general. Es lo que están intentando hacer los y las convencionales. Veamos. El control y vigilancia democrática de la institución que monopoliza la impartición de justicia (es un poder …judicial se dice) debe ser una tarea esencial en una democracia. Y la tarea, pues, de nombramiento y vigilancia del buen funcionamiento de las instituciones en democracia, corresponde a órganos ciudadanos de elección popular. Es lo que deben explicar los abogados-convencionales en lugar de arreglar cuentas con los abogados-jueces de la Suprema o lanzarse en fórmulas poco democráticas.
Y ahora es el momento preciso de ir al fondo de la cuestión. ¿Cómo olvidar que fue una gran movilización ciudadana, pacífica y rebelde, donde personas perdieron la vida y les costó la libertad a ciudadanos que hoy se encuentran desde hace más de 2 años en “prisión preventiva” (*) — lo cual es ya una afrenta a la razón democrática y a las bases mismas del derecho — la que abrió, después de un plebiscito aprobado por más del 80% de los votantes, a la elección de 155 miembros de una Convención que debe redactar una constitución democrática? Y hemos visto que estos se ven poner cortapisas por la Corte Suprema que proclama a cuatro vientos que sus miembros son inamoviblemente apernados por el bien de la misma Justicia, dicen. Por su “independencia”. Así, sin debate de fondo ni argumentos defendibles, y con el apoyo de los sectores opuestos a los cambios, los jueces de la Suprema plantean que fijarles un período de ejercicio es “poner en riesgo la inamovilidad de los jueces”. Huele a privilegios del poder. Como si la inamovilidad de los jueces no fuera vista más como una tara que como una virtud por las mayorías ciudadanas.
Pero lo esencial está aquí. Es intolerable que en una democracia los jueces “inamovibles” de una corte suprema, que los ciudadanos no han nombrado, puedan ser los que detengan el poder de interpretar o influir, en el presente y en el futuro, en el sentido de las normas constitucionales. Es por esto que las y los jueces de la Corte Suprema deben ser nombrados mediante un procedimiento democrático, de elección universal. Estos no deben ser nombrados de manera autocrática como resultado de la decisión política arbitraria de los miembros del poder del Estado. Es un hecho que las sociedades liberales les han entregado demasiado poder exclusivo a los jueces y han excluido a los ciudadanos de la importante decisión de elegirlos y controlarlos. El riesgo de elegirlos y controlarlos es menor que el de tener un grupo de supuestos “expertos” en la materia jurídica, cuya “independencia” es muchas veces sinónimo de cuidar su propio poder: poder imponer decisiones a la gran mayoría de los ciudadanos sin consultarlos jamás. Un proceso democrático de elección de los jueces es mejor. Lo mismo en caso de un Consejo Supremo de Justicia de 11 miembros que tendría la tarea de elegirlos por concurso público. Y si este Consejo Supremo de Justicia, propuesto en la Comisión de Sistema de Justicia, Órganos Autónomos de Control y de Reforma Constitucional de la CC, es aprobado como norma constitucional, deber ser elegido por el voto popular y no a dedo por el Presidente de la República. Sólo ahí hay legitimidad democrática-popular. En efecto, permite al mismo tiempo escrutar las concepciones de la justicia y de la sociedad (opiniones patriarcales o acerca de la corrupción de la élite empresarial por ej.) de los magistrados, antes de ser elegidos.
La democracia liberal por definición es la participación efectiva de los ciudadanos en la elección de las autoridades de las instituciones de la manera más democrática posible; huelga decirlo. Hoy se exige más: poder participar en las decisiones; derecho al que los sectores minoritarios retrógrados se oponen. Los desafíos de las sociedades en el plano de la justicia debido a la desigualdad social en pensiones y salarios; de la justicia climática por la devastación a la que el modelo económico neoliberal ha sometido a los ecosistemas; las brechas educativas que benefician a los ricos encubierta en la llamada “meritocracia”, así como los desafíos que implica aplicar una justicia de género, obligan a una transparencia en el plano de las decisiones judiciales. Por lo que los ciudadanos ordinarios debemos estar dentro de esas instituciones. Obvio.
En una sociedad que desea mantener el vínculo social, todo individuo en un momento u otro de su vida se siente llamado a tener una opinión, por muy imprecisa e insatisfactoria que sea, sobre estas cuestiones esenciales y existenciales. Eso es parte del “pacto social”. E incluso de la idea de justicia o de las causas de la criminalidad y la delincuencia. Sabemos que hay una visión simplona de la delincuencia y del orden que pretende solucionar los problemas con más represión y justicia discriminatoria (los ricos no van a las cárceles, éstas están llenas de pobres). La otra manera de concebir la delincuencia y de criminalidad es vincularla a los problemas de sociedad, de exclusión, de explotación y de educación. Un proceso eleccionario de la Corte Suprema (y de un posible Consejo de Justicia) con debates abiertos en los medios, permite democratizar la justicia y convertirla en un asunto más de interés general. ¿Los asuntos tratados en los tribunales superiores no son acaso de los más opacos que hay?
Hay que extraer todas las lecciones democráticas de la experiencia de los convencionales chilenos. Esta demuestra fehacientemente que la gente aprende rápido (Sócrates, en el siglo –V A. de C. y previo a Descartes [XVII] veían claro cuando decían que la forma racional de pensar está presente en todo ser humano). ¿Si los convencionales elegidos democráticamente redactan una constitución, por qué las y los ciudadanos ordinarios no podrían ser designados al azar para participar en órganos del Estado y aprender? Juristas, constitucionalistas, investigadores, consejos de la judicatura y academias han, en otras latitudes, propuesto que las cortes supremas o tribunales superiores incluyan a ciudadanos elegidos al azar inscritos voluntariamente en una lista (la mano justa de los Dioses decían los griegos) o por un proceso eleccionario abierto, informado, publicitado y regulado de tal manera que el dinero no meta la baza. Lo menos que se me dirá es que es una postura “utópica” o descabellada: ¿no lo era también el voto femenino antes de 1940, en la mayoría de las democracias occidentales donde prevalecía el voto censitario y patriarcal de acuerdo a la fortuna? Es otro elemento de lo que los historiadores de los orígenes de la democracia ateniense y de los primeros tribunales llaman “el escándalo democrático”. En Chile cuesta asumirlo.
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(*) El habeas corpus, instaurado en las cortes inglesas en 1679 tiene por objetivo garantizar la libertad individual de los ciudadanos con el objetivo de remediar el peligro de detenciones arbitrarias y de abusos policiales. Es la base del derecho moderno y del liberalismo político, que los liberales chilenos no respetan. “He aquí el cuerpo del detenido su Señoría”, para ser acusado o puesto en libertad, era la fórmula invocada en los tribunales ingleses. En Chile se viola esa prerrogativa con la noción de “prisión preventiva”, concepto puesto de moda por las autoridades estadounidenses en su llamada “Guerra contra el Terrorismo”.
Leopoldo Lavín Mujica, profesor de filosofía jubilado. Collège de Limoilou, Québec, Canadá.
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