Una democracia no es en realidad más que una aristocracia de oradores, interrumpida a veces por la monarquía temporal de un orador. Thomas Hobbes Recuerdo cuando éramos famélica legión y recorríamos las calles de las principales ciudades del mundo. Recuerdo el orgullo que suponía asistir a las manifestaciones, el orgullo de sentirse parte de un […]
Una democracia no es en realidad más que una aristocracia de oradores,
interrumpida a veces por la monarquía temporal de un orador.
Thomas Hobbes
Recuerdo cuando éramos famélica legión y recorríamos las calles de las principales ciudades del mundo. Recuerdo el orgullo que suponía asistir a las manifestaciones, el orgullo de sentirse parte de un inmenso movimiento internacional, proletarios del mundo, voz de la conciencia universal del trabajo, determinación consciente, voluntad firme y decidida. Recuerdo cuando éramos millones, millones de gritos, millones de votos (algunos no votábamos, se entiende, que para eso se vivía bajo la dictadura católica y militar), millones de esfuerzos rojos que hacíamos pancartas por la noche: una fuerza (casi) revolucionaria y transformadora. Las relaciones entre el capital y el trabajo venían mediadas por la potencia de los sindicatos de clase, nuestros representantes ante el capital. Entendíamos el mundo (ahora apenas sabemos quiénes somos) y conocíamos bien el lugar que ocupaba cada uno. No pienso que fuera sencillo, antes al contrario, pero al menos distinguíamos con claridad amigos, aliados tácticos y/o estratégicos, compañeros de viaje, traidores y enemigos. Los referentes eran claros y las fuerzas hostiles se presentaban sin avergonzarse. Las máscaras sociales, antes de la irrupción de lo líquido y los neones, reflejaban la identidad de cada uno con precisión. Con una mirada era suficiente para entendernos, con un gesto, con una palabra. Mundo Obrero, en España, circulaba clandestino por las casas, de mano en mano, en arrugadas carpetas, cuatro hojas, en ocasiones, seis. MO traía la visión del mundo de los comunistas, todos éramos clandestinos y, aunque habláramos mal de Carrillo (sin saber -inocentes- lo que después nos depararía el futuro), leíamos con interés y miedo artículos e informaciones. El universo era claro y distinto, hubiera dicho Descartes.
La lluvia ha anegado nuestros recuerdos. Los carteles y libros que leíamos navegan por las alcantarillas, es un decir, de la historia. Repaso fotografías y veo rostros y gestos que se han perdido para siempre. Veo amigos y camaradas, sepia, muertos ya, que desaparecieron sin saber en qué nos convertiríamos. Mejor. Ahora, queridos muertos, estamos, cada dos por tres, refundando la izquierda. Nos pasamos la vida reconstruyendo, levantando, forjando, edificando. Las metáforas de la construcción, masones de opereta, nos persiguen. Ahora, digo, estamos inmersos en un nuevo proceso de (re)definición ideológica (sic), imaginamos cómo será el futuro y concebimos -como si a alguien le importara realmente- el papel que jugaremos en el siglo XXI europeo y mundial. Cada vez que los electores nos dan la espalda, tampoco pueden hacer otra cosa visto las opciones, el mercadeo electoral y las posibilidades reales de la izquierda anticapitalista, el fantasma de la crisis recorre nuestros pasillos. Asoman los afilados cuchillos, luego resulta que son de plástico, y se abre la batalla por la dirección, por el salario. Leo estos días las memorias del inteligente Pietro Ingrao, «Pedía la luna» (Península), y admiro tanto su magnífica visión del siglo XX como la sorprendente capacidad para el olvido. Tengo sobre la mesa, un regalo envenado, un libro ¿nuevo? de Carrillo sobre Pasionaria. ¿Contará, por fin, la verdad? ¿Se atreverá -después de cuatro libros de memorias- a decir algo que no sepamos? Estos días anda levantisca la derecha españolísima con aquello del poder (ellos tienen menos problemas con los salarios). Se pelean los nacional-católicos (de origen reaccionario y fascista) y los nacional-católicos (de origen reaccionario). Estos últimos han comprendido -a la fuerza, ahorcan- que sin arrimarse a la bolsa de votos centristas no ganarán nunca al PSOE. Deberían consultarnos. Nuestra especialidad histórica ha sido tirar secretarios generales por la ventana tras haber besado sus pies (y las huellas que dejaban sus zapatos en el pavimento de la leyenda) durante lustros. Rajoy, en nuestros buenos tiempos del XX congreso del PCUS, nos hubiera durado 15 minutos.
Juegos florales en la izquierda. Cada dirigente presenta su programa (el caso es perpetuarse) y busca apoyos en comidas, meriendas y cenas. Hasta en los programas de eso que llaman televisión-basura. Las líneas maestras de sus discursos políticos se confunden con la apatía y el consumo. Aparece, de nuevo, remotamente, la posibilidad. La ilusión dura un segundo. Es mentira. Están peleando por intereses ocultos. Los intelectuales orgánicos -algunos poetas, otros novelistas- organizan fiestas y recepciones y aparecen en las fotos junto con los líderes. La izquierda pavonea su miseria moral -es imposible pensar el mundo y la transformación con las categorías intelectuales impuestas por la socialdemocracia- mientras el capitalismo ha instaurado un nuevo y violento orden mundial. Hace años me hubiera gustado tener una fotografía con M. Suslov. Al menos, eran otros tiempos, los soviéticos -equivocados o no- sabían lo que estaba en juego.