«Solo una mente democrática puede entender un pensamiento diferente al suyo sin necesidad de aceptarlo« (Aristóteles) «Toda persona que examine objetivamente los hechos acaecidos entre el 20 de septiembre y el 27 de diciembre de 2017 comprobará que no hubo ninguna rebelión, por la sencilla razón de que no hubo ninguna violencia. Hubo manifestaciones, […]
«Solo una mente democrática puede entender un pensamiento diferente al suyo sin necesidad de aceptarlo«
(Aristóteles)
«Toda persona que examine objetivamente los hechos acaecidos entre el 20 de septiembre y el 27 de diciembre de 2017 comprobará que no hubo ninguna rebelión, por la sencilla razón de que no hubo ninguna violencia. Hubo manifestaciones, desobediencia civil, un referéndum multitudinario, una huelga general de país y una declaración de independencia sin efectos prácticos. Todas ellas acciones pacíficas en defensa de la libertad que no deberían estar penalizadas y, aún menos, ser objeto de peticiones fiscales tan desorbitadas«
(Martí Caussa)
«La corrupción del discurso político es evidente y se está haciendo contagiosa; uno dice una brutalidad y los otros apuestan por otra mayor. El discurso pervertido, mentiroso, demagógico, descalificador se convierte en un arma potente en boca de quienes lo adulteran; son conscientes de que les proporciona réditos electorales«
(Jesús Parra Montero)
Se está celebrando en el Tribunal Supremo el llamado «Juicio al procés», que no es ni más ni menos que una perversión judicial, y por tanto, al referirse a uno de los poderes del Estado, una perversión democrática. Se piden muchos años de cárcel por delitos que únicamente existen en la mente antidemocrática de los acusadores, porque en realidad, lo único que hubo fueron intentos de votar en el clima de hostilidad política y represión policial que se dieron durante la jornada del famoso 1-O. Para algunos de los encausados se piden penas más elevadas que las que se pedirían para un homicida, un terrorista o un golpista (los 9 encausados/as se enfrentan a penas por rebelión, sedición y malversación que suman 156 años de cárcel). Es completamente falso que el pueblo catalán o sus dirigentes sociales o políticos alentaran a la violencia, porque solo hubo, como máximo, desobediencia civil, y a menos que queramos condenar también a Ghandi, eso no es un delito. Lo que nuestros políticos no entendieron entonces (y aún siguen sin entender), es que si una parte importante de un pueblo apoya unas determinadas propuestas y acciones políticas, no se puede juzgar y condenar a sus representantes, que lo único que hacen es luchar y preparar las condiciones materiales para poder alcanzarlas. De ahí que los Consellers y líderes sociales actualmente encarcelados deban ser considerados presos políticos.
Todo ello sólo puede ocurrir en un país, como el nuestro, de profundas debilidades democráticas, donde se entiende el país (España) como un todo indivisible por la fuerza, donde únicamente existe descentralización administrativa (las Comunidades Autónomas) pero no política, y donde cualquier intento de negociar con el resto del Estado unas condiciones distintas a las existentes, es considerado como un acto de alta traición, como si estuviéramos en los tiempos de Felipe II (han pasado 400 años y cuatro reyes Felipe desde entonces). España es aún una democracia muy débil y limitada, que entiende su Constitución (por parte de los gobernantes que lo han sido hasta ahora) como un instrumento rígido e inalterable, una momia legal que hay que santificar y respetar, y a la que nadie puede plantar batalla. Esta actitud podría tener algún sentido únicamente si se dieran además dos circunstancias: en primer lugar, que fuera una Constitución joven (la nuestra no lo es, ya que data de 1978, donde aún no habían nacido las generaciones actuales de menos de 50 años), y en segundo lugar, que se respetara toda ella, en todo su articulado (lo cual no se hace, ya que existen numerosos artículos de la Carta Magna que son sistemáticamente incumplidos por todos los Gobiernos que hemos tenido desde su vigencia).
Luego por tanto, no tiene sentido una lectura constitucional al pie de la letra, negando todas las posibilidades de debate y negociación, cuando es una parte importante de un pueblo la que la demanda. Los políticos y legisladores conocen perfectamente que un determinado territorio no posee fuerza democrática suficiente como para impulsar una reforma constitucional: esto significa que, ni aunque el 100% de los catalanes quisiera cambiarla, sería posible alcanzar dichos cambios. Luego por tanto, la única vía posible, si no se quiere enquistar un conflicto social, es negociar un acuerdo que dé satisfacción a todas las partes. Esto es precisamente lo que no se ha hecho. Se prefirió enarbolar la bandera de la «soberanía nacional del pueblo español» (como si el pueblo español no tuviera ya cedida la soberanía en multitud de aspectos), antes que negociar la soberanía de una parte frente a la soberanía del conjunto. Esa negociación necesitaba únicamente un marco legal donde desarrollarse, pero dicho marco legal no fue construido ni por los gobernantes de entonces, ni por los actuales, que continúan negando el derecho de autodeterminación de los pueblos que forman el Estado Español. Además de insensibilidad y deficiencia democráticas, lo que esta negativa pone de manifiesto es una visión nacionalista (españolista) y excluyente, que no deja resquicio a considerar la «unidad de España» bajo una visión distinta, es decir, la plurinacional. Ninguna unidad política puede mantenerse en el tiempo si una de las partes en unión no lo desea. La única forma es negociar marcos de acuerdo de convivencia distintos, federales o confederales, o bien acordar la posible autodeterminación de los pueblos que lo deseen.
Si en vez de ello lo que el Estado lleva a cabo es la detención y enjuiciamiento de los líderes políticos de ese pueblo, lo que está realizando es, simple y llanamente, un juicio político, hecho que jamás puede darse en una democracia plena. Prácticamente todas las ONG y observadores internacionales coinciden en verlo así, pero como ya sabemos, «Spain is different». Aquí nuestros gobernantes no estuvieron por la labor de hacer con ETA lo que por ejemplo Colombia hizo con las FARC, y en el tema que nos ocupa, no están por la labor de hacer con Cataluña lo que ocurrió en Canadá o en Escocia. Hay aspectos de nuestra democracia que aún tienen que desarrollarse bastante, pero para ello, hemos de evolucionar hacia una verdadera mentalidad democrática, de la cual carecemos hoy día. Más tarde o más temprano tendremos que entender que la solución al problema catalán debe resolverse por vías y cauces democráticos, en vez de por querellas, cárceles, represión, juicios y condenas. Esa vía solo nos conduce al permanente conflicto político, al estallido social, a la revuelta popular, al enquistamiento de la situación. Y si continuamos por la deriva del «todo es rebelión», llegaremos a una involución democrática aún mayor, que convertirá en delito todo acto masivo de manifestación o desobediencia popular. Sólo un Estado con tics autoritarios y totalizantes puede responder a este esquema. Un Estado democrático siempre encauza estos problemas mediante vías democráticas.
Bajo una democracia plena, todas las alternativas políticas son igualmente válidas, se puede hablar de todo, ningún asunto es tabú, ni está criminalizado. El único límite que existe es el respeto a los Derechos Humanos, y la propia democracia en sí misma. Plantear opciones políticas, por muy descabelladas que nos parezcan, no es un delito. Luchar por ellas tampoco, luego eso debería ser suficiente como para desmontar el falaz eslogan que está circulando, que dice que estas personas «no están siendo juzgadas por sus ideas, sino por sus hechos«. Es una afirmación muy graciosa, que poco menos que relega las ideas al ámbito de la intimidad de las personas («puedes pensar lo que quieras, siempre que no te atrevas a llevarlo a la práctica»). Uno de los fiscales del caso dijo en la tribuna que «El independentismo no es objeto de juicio«, pero la verdad es que sí lo es. Lo que se juzga y criminaliza es el intento de forzar una negociación con el Estado, para que se reconozca que Cataluña debe poder decidir su futuro como pueblo integrado actualmente en el Estado Español. Lo que se juzga y criminaliza es a unos gobernantes catalanes que han luchado por conseguir un ideal, y para ello han tenido que desobedecer. Las ideas no son un reservorio privado e íntimo de nuestra mente, sino que si creemos realmente en ellas, es perfectamente lícito intentar ejecutarlas, llevarlas a cabo. Eso es precisamente la política. Un conjunto de ideas que intentan ser llevadas a la práctica, una ideología en la que creemos para diseñar un mundo mejor que el que habitamos. Pero todo esto es muy difícil de comprender para las mentalidades fascistas, que no solo entienden el mundo a su manera, sino que además entienden que hay que aniquilar a todos los que no piensen así.
Sin ir más lejos, las fuerzas políticas de la derecha (PP, Ciudadanos y Vox) apoyan a la justicia porque la justicia se alinea actualmente de forma mayoritaria con sus intereses, pero si la justicia «se volviera loca» por un instante, y se pusiera de parte del soberanismo catalán, esa justicia sería criticada por la derecha social, política y mediática de este país, como ahora mismo critican a la justicia belga, alemana o suiza, porque no extradita a los dirigentes catalanes refugiados temporalmente allí, y al contrario que la justicia española, estiman que lo ocurrió en Cataluña durante aquéllas jornadas fue el libre ejercicio de derechos fundamentales. Pero no obstante, nuestra reflexión no debe quedar aquí, porque…¿es sólo una cuestión de debilidad democrática, o confluye también la inquebrantable defensa de los principios e intereses del Régimen del 78? Parece que esto último también es un factor a considerar, es decir, que en el fondo el soberanismo de los pueblos, su capacidad de decidir su futuro, no interesa a un Estado surgido de la extinción del franquismo, pero que aún mantiene sus postulados, y que está contaminado en sus tres poderes fundamentales (legislativo, ejecutivo y judicial), así como en el resto de poderes fácticos (las Fuerzas Armadas, la banca, la Iglesia…) por los valores y principios del conservadurismo neoliberal, así como de la actual estructura monárquica, que favorece todo el entramado de intereses de los poderes indicados. De ahí que no pueda siquiera admitir la remota posibilidad de que cualquier «amenaza» ponga en peligro su status quo.
Una prueba palpable de que la democracia no les importa, sino la defensa de los intereses en juego, la tenemos en el mantenimiento de la venta de armas a Arabia Saudí (un Estado sátrapa, violador de los derechos humanos, y representante de la corriente más fundamentalista del Islam), o en el reciente reconocimiento a Juan Guaidó como Presidente «interino» de Venezuela, una acción claramente ilegal según la Carta de la OEA, según la Constitución Venezolana y el conjunto del Derecho Internacional Público, ya que se trata de una injerencia intolerable en los asuntos internos de aquél país. Sin embargo, todo eso se obvia, y se reconoce a un fantoche que no ha sido elegido por nadie, pero representa una pieza en el entramado del Golpe de Estado que el imperialismo estadounidense y sus aliados occidentales pretenden lanzar contra la Revolución Bolivariana, para apoderarse de sus recursos naturales y desmontar los avances sociales que el chavismo ha traído al pueblo venezolano. Es decir, tenemos un gobierno que reconoce y apoya a un golpista extranjero en su país, pero que procesa por rebelión a unos líderes políticos que representan las decisiones democráticas de la mayoría del pueblo catalán en elecciones, manifestaciones y consultas populares. Esa es la catadura moral de la democracia española.
Asistimos, por tanto, con el juicio al procés, a una nueva incursión reaccionaria del Régimen del 78, en vías de aplastar el movimiento democrático catalán. Así que con estos visos, es lógico dudar que las garantías democráticas de esta macrocausa judicial vayan a ser plenas, no solo por las enormes carencias democráticas que nos caracterizan, sino por la trayectoria de los diversos jueces que forman el Tribunal. La contaminación de estos jueces también ha sido explicada perfectamente por Gemma García en este artículo (que forma parte de un dossier completo del medio catalán La Directa) publicado también en el medio El Salto Diario. No cabe esperar mucha justicia del mismo Estado que promovió toda la represión social que se vivió el mismo día de la votación, el 1-O, máxime habiendo insistido hasta la saciedad en que el ilegal referéndum no iba a tener consecuencias jurídicas ni políticas (en realidad, celebrar un referéndum, incluso suspendido por el TC, tampoco es delito, prueba de ello es la intención del PP de incluirlo como tal, moción que ha sido reprobada por el resto del Parlamento hace pocos días). Entonces…¿para qué tanta represión ciudadana? Si en cualquier caso el referéndum no iba a tener consecuencias…¿por qué no se dejó que la población catalana votara en paz? Si sólo era algo simbólico, ¿por qué ensañarse de esa forma, haciendo que los Cuerpos de Seguridad se dedicaran a buscar las urnas, a quitarlas por la fuerza de los colegios catalanes, y a impedir por la fuerza que las personas votaran? Sólo una democracia bananera actuaría de ese tipo. Sólo un Estado irresponsable y represor ordenaría tales actuaciones.
Una mayoría social en Cataluña considera que este juicio ejemplifica el fracaso político, democrático y social de España. Las aspiraciones democráticas de un pueblo (contaminadas o no, que podamos compartir o no) han sido enfrentadas únicamente con el peso de la Ley. Pero la justicia está profundamente politizada por el propio diseño institucional del Régimen del 78. De ahí que este juicio se haya convertido en «asunto de Estado» para las fuerzas políticas de la derecha, defensoras acérrimas del actual régimen, y de ahí que aspiren a una aplicación del artículo 155 «profunda e indefinida». Se busca con ello no solucionar el problema, sino controlar desde el Estado todas las instituciones catalanas (incluidos los medios de comunicación y el sistema educativo), y mantenerlas recluidas hasta que en unas elecciones resulten elegidos representantes que no opten por las posturas soberanistas/independentistas. Es, como decíamos, aplastar el problema más que solucionarlo. De esta forma, se ha erigido un bloque político que han dado en llamar falazmente «constitucionalista», no porque sean amantes ni defensores de la Constitución (cuyo articulado niegan en muchos otros aspectos), sino porque son defensores de reprimir la pluralidad política, negar las visiones plurinacionales del Estado, y aniquilar los deseos de soberanía popular. Más bien al contrario, según propias declaraciones, lo que desean es ilegalizar todo tipo de opciones políticas que alberguen estas posiciones en su ideario.
Únicamente la negociación de las condiciones para la realización de un referéndum pactado con el Estado, es decir, una consulta popular de autodeterminación vinculante, podrá solucionar definitivamente el conflicto. Con el conflicto catalán el Estado se ve seriamente amenazado, se siente humillado, y ese germen se proyecta en muchas manifestaciones de odio hacia el separatismo. De ahí tanta palabra gruesa de las formaciones políticas de extrema derecha, que cada día se vuelven más violentas en sus discursos. Y es que el desafío soberanista catalán ha provocado un verdadero salto cualitativo en las luchas contra el Régimen del 78. La respuesta de la Corona a través de la figura de Felipe VI puso aún más de manifiesto, si cabe, la profunda herencia totalitaria del franquismo, manifestada en este caso por la visión unitaria, excluyente y uniformizada del Estado Español, que no puede consentir devaneos soberanistas en ninguna parte. El hecho de que se permita ejercer como acusación particular a representantes de Vox, un partido abiertamente neofranquista, da idea del carácter de las instituciones del Estado. El secesionismo político militante, que no militar ni terrorista, no puede ser un delito. Votar no puede ser un delito. Por el contrario, criminalizar estas ideas y estas conductas sí debe serlo en todo Estado que se precie de ser democrático.
Pero hoy por hoy, con la actual correlación de fuerzas, el Régimen del 78 no puede tolerar que se forme una República Catalana en sus propias narices, porque sería un gran hito en su derrumbamiento. Por eso actúa con tanta virulencia, con tanto odio. La cuestión catalana ha copado el interés mayoritario frente a otros problemas sociales, que han quedado ignorados ante tamaño desafío. La bandera de la «unidad de España» es izada desde las atalayas y agitada con furia por todo el arco político, social y mediático de la derecha de este país. Pero se olvidan que esa «unidad territorial del Estado» no es ningún derecho fundamental, y que en cualquier caso no puede estar por encima del respeto a los derechos fundamentales de la ciudadanía. Como indica el jurista Miguel Pasquau Liaño en este artículo para el medio Contexto: «Es probable que dentro de algunos años asistamos a otro proceso judicial en el que el Estado no esté en la acusación, sino en la posición de demandado, ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La perspectiva será inversa: la cuestión, entonces, no será si los acusados transgredieron límites infranqueables hasta constituir delitos, sino si el Estado, al defender la unidad territorial y el orden constitucional, transgredió los límites de la represión penal hasta el punto de vulnerar los derechos humanos de los políticos acusados«. Están en juego la calidad de nuestro Estado de Derecho, el prestigio de nuestras instituciones, y sobre todo, el valor y la grandeza de nuestra democracia.
Una democracia que, seguramente, quedará aún más tocada después de la sentencia, pues no cabe de ninguna forma mantener la acusación por rebelión o sedición ante unos hechos donde no existieron armas ni explosivos, ni siquiera el remoto propósito de uso de los mismos. El delito de rebelión necesita para producirse un «alzamiento público y violento», y eso es muy distinto de lo que se produjo en Cataluña. Se dieron manifestaciones masivas, protestas, por supuesto algunos altercados, pero no más que lo que se puede producir en cualquier país democrático cuando cierto sector de la población sale a las calles a plantear sus demandas. Destrozos inmensamente mayores se han producido en las calles de las principales ciudades francesas desde hace varios meses por parte de los llamados «chalecos amarillos», y no creemos que el Gobierno de Emmanuelle Macron se esté planteando acusar de rebelión a estas personas. Por tanto, si el delito de rebelión no existió…¿por qué los presos políticos catalanes están siendo juzgados en el Tribunal Supremo? Demos la vuelta a la pregunta…¿no será que están siendo juzgados por el Supremo precisamente porque el delito del que se les acusa es el de rebelión? En efecto, como sostiene Ignacio Escolar en este artículo para su propio medio, era la forma para conseguir que los procesados no lo fueran en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Es otra prueba más de la contaminación de ese tribunal.
Pero volvamos al principio, al origen de todo. Desde los primeros encuentros hasta los últimos, tanto el Gobierno del PP de entonces (Mariano Rajoy) como el del PSOE después (Pedro Sánchez, por no remontarnos a la época de Zapatero, que es cuando el conflicto comienza a enconarse) se han negado sistemáticamente siquiera a hablar de la posibilidad de que los catalanes ejerzan el derecho de autodeterminación. Para el bipartidismo (y por supuesto para la extrema derecha de Ciudadanos y Vox) eso es poco menos que un monstruo del que hay que huir. Se cuentan por cientos las veces que han declarado públicamente que jamás van a reconocer este derecho. ¿Cuál puede ser la causa para tan firme oposición? Nosotros ya intentamos exponerlo en nuestro artículo «¿Por qué temen a un referéndum de autodeterminación?«, al cual remito a los lectores/as interesados. Los sucesivos gobiernos han alegado que no se puede negociar la «soberanía nacional», porque sólo está en poder del pueblo español en su conjunto. Quizá desconocen, como nos ilustra Isidoro Moreno en este artículo para el medio Contrainformacion, que tal derecho de autodeterminación es un Derecho Humano reconocido en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 (ratificado por nuestro país en 1977), y en reiteradas Resoluciones de NNUU. En dicho texto se señala que «Todos los Estados promoverán el ejercicio del derecho de libre determinación y respetarán este derecho de conformidad con las disposiciones de la Carta de Naciones Unidas«.
En virtud a ello, es nuestra Constitución CE1978 la que tendría que haber sido urgentemente modificada para admitir este derecho de los pueblos, a menos que no se quiera reconocer que Cataluña es un pueblo, lo cual ya sería debate de otra dimensión (dicho sea de paso, algunos fundadores de las fuerzas políticas de la derecha, como Fernando Savater, niegan el protagonismo de los pueblos, incluso que éstos existan). Por tanto, si nuestro Estado Español fuese realmente democrático y pretendiera respetar la legalidad y el derecho internacional, lo que debería haber hecho es permitir un encaje para tal referéndum en nuestra actual Constitución, estableciendo sus parámetros vinculantes, y las condiciones concretas para su realización, para que tal derecho pueda ser ejercido con plenas garantías. Esto es un problema político, y no judicial. Si repetidamente se han negado y se niegan a hacerlo, es lógico pensar que deban existir poderosas razones para tan obstinada negativa. Y en efecto, las hay: un miedo atroz a sentar precedente, a perder el status quo que brinda la arquitectura definida y proyectada en la Constitución, por muchos de los actores que se benefician de dicha situación, comenzando por la Monarquía. Todos esos actores saben perfectamente (o cuando menos pueden intuir) que si el derecho de autodeterminación fuese admitido, acabaría por fin la consigna del «atado y bien atado» que dejara el dictador, y sería la perfecta rampa de lanzamiento para que toda esa arquitectura «nacional» dejara de existir. Es justo el pánico que le tienen a dicha situación el que les lleva a no permitir este derecho. Por todo ello, es lógico pensar que este juicio al procés llegue a las instancias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
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