TUVE EL PRIVILEGIO de estar, el viernes 17 de junio, en la universidad Ramon Llull de Barcelona donde fue investido doctor honoris causa el periodista y escritor polaco Ryszard Kapuscinski. Lo conozco y lo admiro desde hace años. Tuvo la amabilidad de invitarme a asistir a la ceremonia junto con otras personalidades que siempre han […]
TUVE EL PRIVILEGIO de estar, el viernes 17 de junio, en la universidad Ramon Llull de Barcelona donde fue investido doctor honoris causa el periodista y escritor polaco Ryszard Kapuscinski. Lo conozco y lo admiro desde hace años. Tuvo la amabilidad de invitarme a asistir a la ceremonia junto con otras personalidades que siempre han defendido su obra como María Cordón, que codirigió (con Joaquín Estefanía) la sección de opinión de El País en su epoca de esplendor, o Gervasio Sánchez, uno de los mejores fotógrafos del mundo, colaborador habitual de El Heraldo de Aragón.
Para los que nos dedicamos a esto del periodismo escrito, Kapuscinski resulta un indiscutible maestro. Más: un modelo. Ante todo porque sus reportajes nos recuerdan siempre que, en la base de este oficio imposible, está la escritura, la calidad del estilo, la creatividad narrativa. Lo que nos seduce en sus textos -hoy reunidos en libros como La guerra del fútbol, Emperador, Sha, Imperio o Ébano- es esa capacidad suya a dar a entender al lector toda una complicada situación política, en un país lejano, mediante la descripción de sus experiencias personales, en situaciones casi banales. Su capacidad de sugerencia es tal que escenas que no parecen tener una relación directa con la problemática política acaban siendo mucho más útiles al lector porque le ayudan a comprender la atmósfera de una crisis.
Hay una escena genial, en este sentido, en su libro Ébano. El periodista se encuentra en una capital de África occidental donde se están produciendo desórdenes. Y en vez de narrar, como cualquier reportero, las escenas callejeras de los disturbios, empieza describiendo su desvencijada habitación en un hotel miserable de un barrio popular. Y lo que relata, sobre todo, es el abominable calor. Un calor pegajoso, húmedo, que transforma cada gesto en insoportable esfuerzo. Y nos habla de sus vecinos de habitación, del propietario del hotel, de los tejemanejes en los que están metidos algunos de los clientes… Y así, poco a poco, sin que nos demos cuenta, va surgiendo todo un cuadro social, hecho de pobreza, de corrupción, de hartura. En definitiva, el telón de fondo de la revuelta. Sin la visión del cual no podemos entender lo que pasa.
En su discurso académico, Ryszard Kapuscinski demostró que ese no es un ejercicio en el que puede brillar. Eligió un tema abstracto – El encuentro con el otro – que no es lo que mejor le va, para afirmar algo que nadie con un mínimo de sentido común contradice: que hay que ser acogedor y comprensivo con el forastero… Nunca viene mal recordar esos principios, sobre todo en épocas como la nuestra en las que resurge la xenofobia, pero le faltó chispa al discurso, capacidad de sorpresa, en suma, imaginación. Lo cual demuestra que la singularidad periodística no se traduce de modo fácil cuando se cambia de género. Y la retórica universitaria, moldeada por siglos de formalismo, poco tiene en común con las audacias del reportaje de prensa escrita que es lo que, como nadie, sabe hacer Kapuscinski.
En su elogio de los méritos del investido, el decano Miquel Tresseras recordó que el periodista polaco había cubierto «veintisiete revoluciones en una docena de países». Quizá otros reporteros lo hayan hecho tambien, pero lo que se puede afirmar es que sólo Ryszard Kapuscinski ha elevado el reportaje a la categoría de obra de arte.