¿Qué faltó para convertir el acto simbólico en acto jurídico y golpe de Estado? No faltaba el poder. Faltó la intencionalidad de convertir la proclamación en acto jurídico.
La argumentación del fiscal Javier Zaragoza ha causado sensación. El motivo es que, en su informe de conclusiones, ha adoptado el estilo de las grandes ocasiones y ha decidido estructurar su intervención con alusiones científicas refinadas. Así, su argumento depende de su alusión a Jürgen Habermas en la parte de fundamentación, y de su utilización de Kelsen en la parte específicamente fiscal. Del juego de estas dos referencias depende el argumento entero de la Fiscalía. Me propongo mostrar que la cuestión que plantea Habermas es mucho más importante y decisiva que la forma en que el fiscal utiliza a Kelsen. Dado que debo abordar las tesis de Kelsen de forma más conceptual que específicamente jurídica, me atrevo a entrar en la conversación como filósofo, y por tanto en cierto modo in partibus infidelium. Espero que mis clarificaciones compensen de algún modo mi atrevimiento.
La tesis de Habermas es la siguiente: para juzgar acerca de la legitimidad de una secesión, antes se debe plantear la cuestión de la legitimidad del sistema constitucional de partida. Eso significa que toda secesión está incuestionable y estrictamente condicionada por una valoración jurídica anterior: que el sistema constitucional del que se quiere salir es insuperablemente injusto y viola sistemáticamente derechos extra-positivos fundamentales. El fiscal Zaragoza argumenta que el sistema constitucional español es legítimo y no hace sino atenerse a la ley democráticamente apoyada. Aquí podría haber usado a Kelsen y decir que lo es, sin duda alguna, porque es reconocido por la comunidad internacional como tal sin excepción. Y no solo eso: en todos los índices de calidad democrática, España no es valorada como un Estado especialmente violador de derechos fundamentales.
Sentado este principio, el fiscal argumenta que la actuación de los procesados fue de una desobediencia reiterada a los legítimos avisos del Tribunal Constitucional, y que pusieron recursos económicos indebidos al servicio de los fines de esta desobediencia. Pero lo importante para el fiscal es que esta desobediencia consistió en la propuesta parlamentaria de una Ley de Transitorietat Jurídica i Fundacional de la República, que implicaba, primero, la desconexión de las instituciones catalanas respecto de la Constitución española y, segundo, la elevación de una proto-constitución de la república catalana con la que se abriría un proceso constituyente específicamente catalán. Al llevar a cabo pronunciamientos y votaciones parlamentarias que implicaban aprobar esta Ley, los procesados -dice el fiscal- protagonizaron un golpe de Estado en el sentido de Kelsen. Y esta es su tesis más fuerte desde el punto de vista fiscal. Pues si se califican los hechos como golpe de Estado, entonces va de suyo que se violentó el sistema constitucional completo. Pues para producir violencia -continúa el fiscal- no hay necesidad del uso de la fuerza física propia de cuerpos armados, ni levantamientos, ni toma de edificios o de instalaciones fundamentales. La violación del sistema constitucional es violencia per se. Pero además, al actuar desde los poderes ejecutivo y legislativo de Cataluña, que son poderes del Estado, la violación del sistema constitucional completo implicaría inversión del uso de la violencia propia del Estado. De ser legítima pasaría a convertirse en ilegítima, desnuda fuerza. Por tanto, en la medida en que el uso de violencia ilegítima va de suyo en el golpe de Estado jurídico, se pueden calificar los actos de los procesados como de rebelión.
En suma, si conceptualmente se califican los hechos de golpe de Estado, el delito de rebelión se sigue de forma inevitable. Por eso todo el peso del argumento fiscal reside en si se dan las condiciones para calificar como golpe de Estado lo que sucedió desde los días 6 y 7 de septiembre al 1 de octubre de 2017. Por eso debemos tener un concepto de golpe de Estado claro y vinculante. El del gran jurista austríaco Kelsen puede serlo. Lo es ante todo porque rompe con la idea tradicional de los golpes de Estado, tal y como los definió Gabriel Naudé en el siglo XVII. Este secretario de Mazzarino asumió que el golpe de Estado debía realizarse en secreto, venir impulsado desde el poder, ser repentino y fulminante, y restituir el poder ejecutivo a su integridad unitaria. Respecto de su violencia, Naudé dijo que podía evolucionar tanto como la ciencia quirúrgica. Antes se hacía mucha sangre en una operación; el avance en la ciencia permite no hacer ninguna. De la misma manera, los golpes de Estado serían cada vez más civilizados, menos sangrientos. Por tanto, ya Naudé señaló que la violencia es el elemento más sometido a evolución en el asunto de los golpes de Estado. Incluso con suficiente sabiduría se puede reducir al mínimo posible.
Resulta claro que los procesados no llevaron a cabo un golpe de Estado en sentido clásico, diseñado por Naudé. Fueron actos previstos desde antiguo, anunciados por doquier, fomentados públicamente con todo tipo de medios, realizados desde instancias públicas como el Parlament. Si aquello fue un golpe de Estado, ha de serlo en el sentido jurídico de Kelsen. Y entonces implicaría rebelión porque se habría usado la fuerza implícita de los órganos del Estado, que legalmente dirigida es legítima, pero que en este caso se puso al servicio de fines ilegítimos, como romper el sistema constitucional de un país legítimamente democrático. Como vemos, la argumentación de Habermas es importante para cubrir el argumento final del fiscal. En este contexto se revela decisivo concluir que aquellos actos constituyeron un golpe de Estado. Pues el propio Kelsen considera indiferente que se use la fuerza o no, que haya masas populares o no. Lo importante es que una Constitución es reemplazada por otra mediante un cambio que no se encuentra descrito en la anterior. Kelsen habla entonces de algo semejante a una revolución. Y recuerda que da igual que muchas normas de la vieja Constitución mantengan su vigor, pues el problema no es de contenido material de las normas, sino del cambio del fundamento de validez de todas ellas, que ahora reposará en la nueva Constitución. En este sentido, incluso si los procesados hubieran aceptado que todas las leyes españolas siguieran vigentes en Cataluña, esto no disminuiría que fuera un golpe de Estado en el sentido de Kelsen, porque lo que le daba validez a todas esas normas españolas era su reconocimiento por la ley de Transitorietat Jurídica i Fundacional de la República, y no la Constitución española. Aquel sería ahora el nuevo fundamento de la norma. Esta doctrina es la que se desprende de la página 138 de la Teoría Pura del Derecho, en la edición de la UNAM de 1983. Por cierto, y pace Pérez Royo, ninguna sentencia de un Tribunal previsto en la Constitución, pronunciada sobre un Estatuto territorial, a fortiori, puede ser golpe de Estado en sentido kelseniano, puesto que no invalida el fundamento de validez de la norma constitucional. Puede ser una decisión errada, injusta, y puede invalidarse por un cambio constitucional o por un recurso a otro tribunal constitucionalmente aceptable, pero no se puede calificar de golpe de Estado.
Frente a esta línea, los argumentos de la defensa y de medios afines a los procesados proponen varias líneas de argumentación. En El Nacional Cat., por ejemplo, se hace uso de un trabajo de Jorge Cagiao y Conde, de la Universidad de Tours, en un ejercicio de torsión muy complicado que no comprende bien a Kelsen, pues al final considera que sólo el Estado puede dar un golpe de Estado, ya que sólo él tiene fuerza suficiente para hacerlo. Olvida que los procesados eran parte del Estado, tenían la fuerza que este pone en sus manos, y todo el argumento asume como punto de partida la impotencia absoluta de la Generalitat y su Parlament, como si esta fuera una arcádica localidad ajena por completo al uso de la violencia legítima. No, los procesados disponían de una enorme potencia en sus manos, toda la que el Estado español les había delegado. La argumentación de Cagiao y Conde reposa en que si la Generalitat tenía fuerza suficiente para «hacer efectivo dicho cambio», o si «tenían medios o capacidad para provocar un cambio revolucionario», «sin esos medios, sin esa capacidad, adiós validez y eficacia del nuevo orden jurídico». El argumento no se sostiene. Se sabía que los procesados tenían medios. Si eran suficientes o no para lograr eficacia, solo se sabría a posteriori y dependería de muchos azares y circunstancias. Este argumento es externo a la cuestión de base. «Todo lo más sería una intentona […] de golpe de Estado·» -concluye el profesor de Tours. Sí, en efecto. Eso sería. Y por eso se los juzgaría. Como se juzgó a Tejero: por una intentona «muy poco convincente y hasta risible de golpe de Estado». Así que no parece que la defensa de Cagiao y Conde sea solvente. Kelsen no hace depender la calificación jurídica de golpe de Estado de lo que suceda luego, del azar de la lucha y de las fuerzas, o de los medios con los que se cuenta, etcétera. La hace depender de si el nuevo fundamento de validez de todas las normas está o no previsto en la Constitución que autoriza al órgano que impone el nuevo fundamento. Y la Ley de Transitorietat Jurídica i Fundacional de la República no estaba prevista en la Constitución española de 1978 ni se puede derivar de lo descrito en ella.
Las defensas, sin embargo, despliegan otra línea más prometedora. Ellas dicen que todas las actuaciones que se juzgan como golpe de Estado fueron actos simbólicos que no tenían eficacia jurídica. Esta defensa es mejor que la de Cagiao y Conde. Este dice: fue un golpe de Estado sin la potencia necesaria, luego no fue un golpe de Estado, sino una intentona de golpe. La defensa dice: nunca hubo intentona. Nunca se quiso dar eficacia jurídica al cambio constitucional, sino sólo fuerza simbólica. Sería una representación teatral cuyo contenido era la expresión de una voluntad política con la plena convicción de que se agotaba en su expresión. Ahora bien, suponiendo que la voluntad política se agote en sí misma, ¿qué queda entre la voluntad política y un acto jurídico propiamente dicho? ¿Qué faltó para convertir el acto simbólico en acto jurídico y golpe de Estado? No faltaba el poder. Estamos hablando del Parlament y el President de Catalunya. En mi opinión, faltó la intencionalidad de convertir la proclamación en acto jurídico. ¿Qué evidencias hay de ello? Creo que la evidencia fundamental reside en la temporalidad que gobierna la expresión de voluntad política. Esta es instantánea. Los procesados expresaron una voluntad política atemporal, esencial. Quieren la independencia. Tenían el poder de imprimir la Ley de Transitorietat Jurídica i Fundacional de la República y decidir el minuto, el día y la hora en que entraba en vigor y así coaccionar con su fuerza a la ciudadanía. Decidieron no hacerlo. Expresaron su voluntad de romper la Constitución española, pero también la de no usar su poder y su fuerza para hacerlo en ese preciso instante. Al mismo tiempo que aprobaban una ley claramente ilegal, dejaron claro que no usarían ninguno de los poderes que tenían a la mano para imponerla. Y lo hicieron antes de que el Estado les retirara los poderes concedidos mediante el artículo 155. No fue este artículo el que quebró su voluntad política. Fue su propia voluntad la que se anuló a sí misma.
Estos hechos intuitivos pueden traducirse al lenguaje jurídico de Kelsen de esta manera: los procesados no habrían establecido un solo enunciado jurídico al aprobar aquella ley. Condicionaron su validez jurídica a un referéndum ilegal, una desobediencia más. Pero cuando podían darle fuerza jurídica a la ley, decidieron suspenderla al instante, antes de que tuviera el más mínimo efecto. Habrían aprobado algo que podría llamarse golpe de Estado, de pretender que entrara en vigor, pero lo anularon al mismo tiempo en que podían hacerlo. Al actuar así, habrían pronunciado un enunciado político, pero no jurídico. En la página 84 de la Teoría pura del derecho, en la edición citada, se dice que un enunciado jurídico es una oración condicional que, de acuerdo con un orden jurídico, prevé que deban seguirse determinadas consecuencias producidas por ese orden, bajo determinadas condiciones establecidas en él. En la mentalidad naturalista de Kelsen el enunciado jurídico debe tener consecuencias previstas en las conductas. Por eso el tiempo es decisivo: regula la previsión de la conducta de los afectados y el momento de aplicar la coacción del poder. Los procesados no establecieron enunciados jurídicos que permitieran prever consecuencia alguna sobre las conductas de los ciudadanos de Cataluña con su declaración, por lo que esta no se puede establecer como un enunciado jurídico.
Ahora bien, ¿puede ser un golpe de Estado desde el punto de vista jurídico una declaración pública que no contiene enunciado jurídico alguno, en toda su complejidad? Yo creo que no. Y por eso, no instituyó un acto coactivo ante ningún ciudadano ni puso a su disposición la potencia y la fuerza de un poder derivado del Estado. En realidad, no se coaccionó conducta alguna. Por eso creo que Kelsen estaría perplejo al evaluar el proceso catalán y se inclinaría a considerarlo como un acto político y no jurídico. Acto político de desobediencia al límite de la producción de enunciados jurídicos, pero retraído por propia previsión de esa posibilidad. Pero como el fiscal ha hecho depender la calificación de rebelión como algo intrínseco a la valoración de golpe de Estado, de negar esta se sigue que no procedería la calificación de rebelión.
Como he recordado, yo no soy jurista, sino filósofo. Pero conceptualmente observo estas cuestiones como problemáticas y por eso, sin ánimo alguno, las pongo a disposición de la opinión pública. Lo más importante para mí, por supuesto, no son estas sutilezas conceptuales, por mucho que tengan importantes consecuencias. Lo más importante para mí es juzgar esta voluntad política de los procesados. Y creo que, aunque no cometieron delito de rebelión, su conducta política merece los mayores reproches. Pues esa declaración, sostenida por la desobediencia, consistió en una provocación premeditada al Estado, con la esperanza de que lo injusto y obstinado de su proceder produjese una reacción desmedida, torpe y violenta del Estado, de tal manera que diera razones para que se pudiera cuestionar su legitimidad democrática. Con ello regresamos al argumento de Habermas. Los procesados desearon generar el ambiente en el que se crearan condiciones de posibilidad para juzgar al Estado español como carente de legitimidad y así evidenciar la legitimidad de la secesión. Por eso creo que lo que hicieron no fue un golpe de Estado, pero desde el punto de vista político, fue una actuación cargada de mala fe y de un perverso espíritu de aventura, que implica un desprecio radical del papel civilizatorio del Estado y, en este sentido, del Estado español. Pero poner en peligro ese valor civilizatorio del Estado, en un pueblo que ha padecido mil tragedias, es desleal e imprudente. Y esta conducta, en mi opinión, los descalifica ante el espectador imparcial, que no puede sino detestar su estrategia. Esta consiste en una insistente desobediencia ante las autoridades legítimas con la finalidad de provocar una reacción mimética de nuestro triste pasado que justifique el victimismo en el que sostener su causa. Confiar en levantar esos fantasmas del pasado, permite apreciar una despiadada falta de solidaridad y un desprecio incívico. Pero provocar una injusticia mayor para tapar la propia y abrir camino a su realización plena es algo perverso, pues implica poner en peligro los derechos y la paz de millones de ciudadanos en una actitud de «o se me hace caso, o el caos». En la lógica de esta provocación estaba la esperanza de producir una reacción virulenta y masiva de actitudes autoritarias y neofascistas entre la población española, que permitieran mostrar al mundo la imposibilidad de convivir con un pueblo tal.
La ciudadanía española, sin embargo, ha pasado la prueba. Ha contenido esa reacción neofascista con la prudencia de su voto y le ha plantado cara con una lucha política y cultural adecuada, con grandes movilizaciones populares progresistas. Al comportarse de este modo, la ciudadanía española ha dejado a muchos actores del procés del lado de las fuerzas más oscuras que amenazan nuestro continente. Sin embargo, tras desenmascarar a estos aventureros, el Estado y sus poderes quizá deberían tratarlos como lo que son, aprendices de brujos de rango menor, y condenarlos con la generosidad propia de quien es fuerte y justo.