Supongo que no pocos de ustedes conocerán la fábula del escorpión y el sapo. Un escorpión le pide a un sapo que le ayude a atravesar un riachuelo, a cambio de lo cual le concederá diversos favores. El sapo le responde: «No sé. Me da miedo que me piques y me envenenes». El escorpión le […]
Supongo que no pocos de ustedes conocerán la fábula del escorpión y el sapo. Un escorpión le pide a un sapo que le ayude a atravesar un riachuelo, a cambio de lo cual le concederá diversos favores. El sapo le responde: «No sé. Me da miedo que me piques y me envenenes». El escorpión le responde: «¡Qué tontería! ¡Si te picara, nos ahogaríamos los dos!». Convencido, el sapo permite que el escorpión se le encarame y comienza la travesía. Cuando están a medio camino, el escorpión clava su aguijón en el sapo. «¿Pero qué has hecho? ¡Vamos a morir los dos!», clama éste. A lo que el escorpión responde: «No he podido evitarlo. Está en mi naturaleza».
El gobernador del Banco de España ha afirmado que la principal causa del actual fuerte incremento de la inflación es el desmedido afán de beneficio que ha caracterizado la gestión empresarial durante la fase expansiva de la economía. Constatado que Miguel Ángel Fernández Ordóñez no se caracteriza precisamente por tener ojeriza al empresariado, habrá que considerar que su diagnóstico -que coincide con el que muchos legos en economía hemos venido elaborando a partir de nuestra propia observación directa- es certero.
Pero, ¿qué otra cosa hubieran podido hacer los empresarios? La búsqueda del máximo beneficio inmediato está en su naturaleza. Han de ser ambiciosos, aun sabiendo que a medio plazo lo desaforado de sus ansias puede perjudicarlos. El capitalismo es así.
En tiempos, el Estado actuaba como capitalista colectivo. Velaba por los intereses del conjunto del entramado financiero-empresarial, embridando las ambiciones particulares más desbocadas, peligrosas para la buena marcha general. No anulaba los ciclos económicos, pero suavizaba sus picos más extremos. Ahora los estados neoliberales contemplan buena parte de la actividad económica desde la barrera. Ellos mismos han reducido al mínimo su capacidad de intervención, partiendo del dogma -jamás corroborado- de que el libre mercado tiende por sí mismo a la mesura.
No tiene sentido sermonear ahora a los empresarios por el daño causado por su desorbitado anhelo de ganancia. Ellos no han hecho sino lo que está en su naturaleza.