Nadie como el Partido Popular sabe cuántos militares golpistas hay. Cualquier avisado en asuntos de inteligencia conoce los delirios conservadores por estimular el malestar de las fuerzas armadas hacia el Gobierno de Zapatero que, no olvidemos, según su teoría, ganó las elecciones de 2004 «de forma ilegítima». Llevan meses carteándose con algunos, viéndose con otros, […]
Nadie como el Partido Popular sabe cuántos militares golpistas hay. Cualquier avisado en asuntos de inteligencia conoce los delirios conservadores por estimular el malestar de las fuerzas armadas hacia el Gobierno de Zapatero que, no olvidemos, según su teoría, ganó las elecciones de 2004 «de forma ilegítima». Llevan meses carteándose con algunos, viéndose con otros, induciéndoles a crear un frente común de resistencia contra los que «van a separar España».
El CNI es hoy un queso gruyére con agujeros por todos los lados. En una orilla los constitucionalistas, los que pretender servir lealmente al gobierno elegido por las urnas y, de paso, limpiar las cloacas como consecuencia de la caza de brujas que en su momento emprendió el PP; y en la otra los calderonianos, las extremidades del que fuera director, Javier Calderón, puesto ahí por confianza personal de José María Aznar, curiosamente amigo íntimo del teniente general José Mena Aguado, el del discurso de Sevilla, el que utiliza la Constitución para en su nombre justificar un golpe de Estado. A Calderón algunos cronistas y escritores que investigaron el 23-F lo colocaron al lado de lo insurgentes, generales Armada y Miláns del Bosch esencialmente. De hecho era el secretario general del Cesid, su número dos, cuya unidad operativa se dedicó a abrir paso a los guardias civiles de Tejero en su camino hacia el Congreso de los Diputados. Luego el pato lo pagaría el comandante José Luis Cortina, y Calderón se convirtió en durmiente hasta que lo despertó Aznar.
De Aznar ya poco o casi nada sorprende. Su integrismo es capaz de todo. Y su resentimiento por perder unos comicios que creía ganados es el motor que lo lanza lejos de cualquier razón. Ha conseguido, a través del Opus Dei, y de los sectores más rancios de la Iglesia, que la Conferencia Episcopal sea uña y carne de su partido. Lucha denodadamente para que su queridísimo Bush margine a España, para que sus tentáculos de influencia se extiendan hacia la zona europea…; aprovecha un jersey de Evo Morales, unas declaraciones inapropiadas de Chaves, alguien con camiseta del tercer mundo, para desprestigiar a Zapatero, hacerle pasar por «bobo solemne», uno al que le tocó la lotería, ese estúpido maestro que gobierna sobre nosotros, los números uno. Todo conduce a lo mismo: echar a la ralea socialista.
Desde la Faes que preside se reúne con empresarios y banqueros. Les dice que ya va siendo hora de retirar el apoyo a la política de Solbes. Ahí se encuentra con complicaciones. El poder económico, al que nunca le agradaron la soberbia y ramplonería de Aznar, le responde que no es el momento, que nadie lo entendería, que el país crece por encima de la media europea, y que no se trata de desestabilizar la gallina de los huevos de oro. Para Aznar sería fantástico que entráramos en recesión, que aumentara el número de parados, que la crisis estrechara los estómagos del populacho y la gente pidiera el tan deseado cambio. De momento los narcisos que le ayudan hablan como los profetas: ya no se puede crecer más; enseguida, tal vez el próximo año, empecemos la cuesta abajo… Su histérica repulsa al acuerdo con la UE iba por ahí, y todo lo que sea originar confusión, cacerolada, sensación de descontrol, es bueno. En un país sin gobierno no funciona nada, y lo primero que deja de funcionar es la economía. Estrangularla es su objetivo.
¿Qué falta?: que Carod y Maragall le hagan el trabajo sucio. Pero ocurre que después de la sardana que derivó en un proyecto de Estatuto que le discute la soberanía a España, el asuntito ya está en el Congreso, máximo órgano de la voluntad nacional, y lo primero que ha manifestado el Gobierno es que hay que cambiar cerca de 30 artículos, entre ellos todo lo referido a la financiación, y al término «nación». Si existe una Constitución, y un Tribunal Constitucional, ¿quién es el becerro que puede argumentar con solidez que lo que salga en Madrid va a superar unos límites claramente establecidos?… ¿No será que el problema es que la Constitución se ha quedado tan vieja como las ideas que defiende Aznar?
¿Se ha de alterar lo que no vale, lo que no sirve, lo que, por ejemplo, le otorga a las fuerzas armadas el título de «garantes de la unidad de la patria», o habrá que someterse ante los golpistas y pedirles perdón por existir?