Leo con cierta estupefacción la primera página de un importante periódico madrileño: «Me interrogaron atado al suelo con una argolla». El testimonio es de un ciudadano con pasaporte español, el «Talibán ceutí», según escribe el diario. Este desgraciado estuvo detenido durante años en la base estadounidense de Guantánamo, «privado de derechos y en condiciones infrahumanas». […]
Leo con cierta estupefacción la primera página de un importante periódico madrileño: «Me interrogaron atado al suelo con una argolla». El testimonio es de un ciudadano con pasaporte español, el «Talibán ceutí», según escribe el diario. Este desgraciado estuvo detenido durante años en la base estadounidense de Guantánamo, «privado de derechos y en condiciones infrahumanas». Hasta allí llegaron agentes españoles a realizarle algunas preguntas, ninguna sobre su estado o sobre el trato recibido. Tras un acuerdo entre los dos gobiernos, el tipo fue extraditado y juzgado en Madrid.
«Cuando vi a esos policías declarando en el juicio como testigos, me quedé sorprendido. Habían sido testigos de mi tortura y no dijeron ni una palabra de cómo me encontraba allí ni de mi lamentable estado de salud». La Audiencia Nacional le condenó a seis años. Sin pruebas. Las autoinculpaciones bastaron. Hasta aquí, todo normal, que uno ya se acostumbra a la ceguera voluntaria de la justicia española. Pero, como cantaba Ruben Blades, sorpresas te da la vida, y el Tribunal Supremo español ha anulado aquella sentencia inculpatoria.
Esta pasada semana el fiscal de Pau se ha tomado al pie de la letra lo de que la justicia es ciega. Cerrando los ojos a las prácticas de tortura del otro lado de los Pirineos, ha recurrido una decisión de la Corte de Apelación por la cual se ponía freno a una orden de detención europea contra tres irundarras. Resulta que estas tres personas están encausadas en base a un testimonio obtenido bajo tortura. Tortura constatada por fotografías que muestran marcas de electrodos. Visto lo cual, cree el juez que no es justo extraditar tres personas sin más prueba que una confesión forzada por el dolor de los voltios.
Pero el fiscal de Pau no lo cree así. Dice que, como la República francesa es del todo democrática y el Reino de España se supone que también, hay que fiarse, que la relación entre dos países democráticos debe basarse en la confianza mutua. Y que no le toca a Francia mirar si se tortura un poquito en algún que otro calabozo español, por mucho que sea evidente. Por mucho que lo denuncie incluso el relator de la ONU. La ceguera de la justicia española es contagiosa.
Observo sin estupefacción que en el importante y democrático diario madrileño no hay una sola línea sobre el asunto. Ni la habrá. Porque en España, si la justicia es ciega, el periodismo es tuerto.
* Iñaki Lekuona. Periodista