De manera impropia y casi generalizada los medios de comunicación califican al conjunto de personas que se dedican a la actividad política en el Parlamento, el Gobierno, los Ministerios, las Instituciones autonómicas y municipales con la denominación de «la clase política». Sin embargo, tal «clase» no existe. Se trata de una invención aparentemente inocente que […]
De manera impropia y casi generalizada los medios de comunicación califican al conjunto de personas que se dedican a la actividad política en el Parlamento, el Gobierno, los Ministerios, las Instituciones autonómicas y municipales con la denominación de «la clase política». Sin embargo, tal «clase» no existe. Se trata de una invención aparentemente inocente que pretende camuflar la presencia de otras clases sociales todopoderosas cuyos intereses determinan nuestra vida cotidiana.
Las clases sociales están definidas por su relación con los medios de producción. En las sociedades capitalistas actuales existen dos clases fundamentales, con intereses irreconciliablemente contrapuestos. Por una parte encontramos a la burguesía, integrada por los propietarios de estos medios, que – además de poseer una serie de características e intereses comunes- se apropian de las plusvalías generadas en el proceso productivo. Y por otra, los asalariados, que forman a su vez otra clase social. Los miembros de esta última clase constituyen la mayoría de la sociedad y sólo poseen su fuerza de trabajo, su capacidad para producir, que venden a los dueños de los medios de producción a cambio de un salario.
Por supuesto, junto a estas dos clases existen otras capas o clases sociales intermedias. Es el caso de las denominadas «capas medias» (pequeños comerciantes, pequeños propietarios rurales, profesionales privados de la medicina, el derecho, la arquitectura, etc.). El concepto de «clase social» se refiere, pues, a grupos de personas que se diferencian de otras por el puesto que ocupan en un sistema de producción social determinado.
¿Existe la «clase política»?
Quienes -según la denominación impuesta por los grandes medios de comunicación y reproducida acríticamente incluso en los ámbitos «de izquierda»– constituirían la «clase política», son en realidad individuos dedicados a una actividad circunstancial y limitada en el tiempo, que no tiene ninguna relación directa con el proceso productivo. Los políticos instalados en las instituciones ni compran ni venden «fuerza de trabajo». La definición mediática de «clase política», por tanto, es errónea, intencionadamente confusa y encubridora. Al ser los políticos ejercientes quienes más frecuentemente aparecen en los medios de comunicación se les presenta como los únicos responsables de los atropellos que genera la naturaleza contradictoria del sistema capitalista.
No son, sin embargo, aquellos a los que erróneamente se incluye en una inexistente «clase política» los perceptores de los miles de millones que genera el sistema económico de explotación de la burguesía. Los políticos institucionales son solamente testaferros al servicio de las elites dominantes -banqueros, grandes empresarios, multinacionales, etc.- de los que reciben suculentas compensaciones en pago por los servicios prestados. Ello no excluye, desde luego, que un sector de los mismos pueda terminar integrándose en el staff de la burguesía financiera o industrial, tal y como ha sucedido con algunos políticos españoles como José Maria Aznar, Felipe Gonzalez, Carlos Solchaga o Rodrigo Rato, entre otros muchos.
Los políticos como casta
No resulta sencillo atribuir una categorización a las casi 80.000 personas que se dedican a la actividad política institucional en el organigrama del aparato del Estado monárquico español. Pero si entendemos el término «casta» según la definición del diccionario, es decir, como «el conjunto de individuos especializados por su función en la organización social y que disfrutan de determinados privilegios», posiblemente ésta resultaría la acepción más afortunada para calificarlos.
Los políticos no son, por tanto, una «clase» social propiamente dicha. Sí representan , en cambio, los intereses de determinadas clases sociales en las instituciones del Estado. Esta no es una afirmación gratuita. Cualquier ciudadano medianamente atento a la actualidad económica puede descubrirlo por sí mismo. Cuando las mayorías parlamentarias del PSOE y del PP dan su aprobación para que el Ejecutivo ponga en manos de las grandes corporaciones privadas la empresa estatal AENA, ¿los intereses de quiénes están defendiendo? Cuando PP y PSOE, junto a otras minorías parlamentarias, coinciden en la decisión de detraer de los fondos públicos centenares de miles de millones de euros, patrimonio de toda la sociedad, para ponerlos a disposición de la Banca privada, ¿están defendiendo los intereses de la mayoría de los ciudadanos?
Cuando los políticos socialdemócratas o ultraconservadores imponen reformas laborales que arramblan con las conquistas sociales arrancadas por los asalariados en el curso de decenios, ¿están defendiendo los intereses de las clases trabajadoras?
Por lo general, en la geografía institucional del aparato estatal español aquellos que integran lo que aquí estamos denominando como «casta» representan los intereses de las clases hegemónicas de la sociedad española: es decir, de los grandes grupos financieros, de los propietarios y accionistas mayoritarios de la gran Banca, de los dueños de los consorcios industriales, de las multinacionales, etc.
Orígenes de la moderna casta política española
Las peculiaridades de la «casta» que controla el conjunto de las instituciones españolas encuentran su entronque histórico en el precedente Estado franquista. A la muerte del dictador, en el Estado español no se produjo una ruptura política que sustituyera a la vieja máquina del Estado autoritario por otra de carácter más democrático. Por el contrario, con la denominada «Transición» a la democracia se estableció un nexo de continuidad entre quienes hasta entonces habían administrado el aparato autocrático de Franco y quienes a partir de entonces aspiraron a gestionarlo. Teniendo en cuenta las fórmulas que se utilizaron para poner en marcha esta peculiar «Transición» entre uno y otro régimen político difícilmente las cosas habrían podido ser distintas. Romper radicalmente con la institucionalidad anterior hubiera supuesto quebrar la propia legitimidad del Monarca, designado heredero por el mismo artífice del desgastado aparato institucional autocrático.
La constitución de la casta en el estado monárquico español
La dinámica del proceso político de los últimos treinta y cinco años ha ido forjando una aparente polarización entre los dos partidos políticos mayoritarios existentes en el Estado Español, el PSOE y el Partido Popular, fundada en premisas falsas. Teóricamente, el primero representaría a «la izquierda», a los sectores populares, a los asalariados; mientras que el segundo aparece ante la sociedad como el genuino valedor del libre mercado, de las capas medias-altas, de la tradición y de las clases poderosas. Sin embargo, tal imagen es en gran parte un puro espejismo engañoso que responde a un diseño impuesto deliberadamente. Ambas organizaciones políticas -PP y PSOE- han respondido siempre, con ligeras diferencias de matices, a la voz de los que realmente gobiernan: las clases que detentan el poder económico. El régimen político español, que no solo acumula su propia experiencia sino también la de otros Estados con más larga trayectoria en la institucionalidad histórica burguesa, ha construido un sistema de alternancia mediante el cual ambos partidos se reparten periódicamente la responsabilidad de la Administración del Estado, de los llamados poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Pero, contrariamente a lo que generalmente se piensa, el aparato de la Administración del Estado no es «El Poder». El Poder efectivo, aquel que realmente determina el sistema económico que debe regir al conjunto de la sociedad, emana de otras áreas, y está detentado con carácter exclusivo por las clases social y económicamente hegemónicas.
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