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La confianza de los mercados

Fuentes: República da Multitude/Rebelión

Primero, está por ver que el déficit público sea una cosa tan perversa para la economía. Es decir, para la comodidad material de las personas. La economía al servicio de la gente o todos somos súbditos de la tiranía mercantil y financiera, y que me perdonen los de El País por el anatema. La biblia […]

Primero, está por ver que el déficit público sea una cosa tan perversa para la economía. Es decir, para la comodidad material de las personas. La economía al servicio de la gente o todos somos súbditos de la tiranía mercantil y financiera, y que me perdonen los de El País por el anatema. La biblia del sistema no admite interpretaciones. El déficit es una cosa malísima. Y ya está. Después, aquél que no tenga capacidad de consumo que procure la absolución de sus pecados mediante la adquisición de deuda, siempre privada, siempre lo privado, con esos guardianes de las esencias llamados bancos. O cajas, sean de donde sean. Mira que un consumidor sin capacidad de consumo, es decir, sin dinero, no es nada. Solamente un ciudadano de tercera clase, de la clase de los no consumidores. Más o menos mera morralla social.

Así pues, los especialistas determinan que el déficit es muy malo. Todavía nunca nos han dicho por qué, pero tampoco nos interesa. No en vano la economía ya fue retirada de las peligrosas manos de la posibilidad política. Salvaguardada, que no se mezcle con malas tentaciones que podrían alterar la tranquilidad de los inversores, esos seres quizás humanos, como sabemos, con cierta tendencia al desasosiego. El déficit es malo porque obstaculiza tal vez el armonioso fluir del dinero. Si el Estado gasta en enseñanza gratuita o en atención médica, esos negocios tendrán más dificultades para competir en libertad. Y así sucesivamente. La fiesta debe continuar como sea, y, ya se sabe, cuanto más subsidio, menos eficacia. Si nos lo dan todo hecho quizás se nos ocurre tender al parasitismo. Tomemos como ejemplo al empresariado ejemplar, y sirva la redundancia, pero no hay más léxico posible. Es responsabilidad del Estado garantizarle su negocio y no ofrecerle competencia desleal. Qué menos. El Estado ya tiene bastante con financiar su dimensión coercitiva, la única necesaria. Bueno, y a la Iglesia Católica.

Segundo, es evidente que para reducir el déficit y la deuda y el gasto del Estado en cosas tan indecentes como subsidios o medicina o escuelas o comunicación o servicios sociales o investigación o pensiones o lo que sea que se engulle los impuestos de los asalariados es necesario apuntar al corazón del problema. Vale, los otros también pagan algo de vez en cuando al echar gasolina y al comprar coches de lujo. La ciencia liberal es indiscutible, y eso quiere decir que no es posible querer discutirla. Las medidas del gobierno de España son paradigmáticas. Nada de cargar con impuestos las rentas más altas, el patrimonio, las herencias, la riqueza, el capital, etc. Eso destrozaría para siempre el sosiego de los inversores, y su intranquilidad nos dejaría sin actividad económica porque se escaparían como quien huye de la peste. Apocalíptico. La solución, por lo tanto, es ofrecerle plenas garantías al Capital: competitividad, flexibilidad, jubilación, despido, jornada laboral, derechos laborales, así, en general, y más que haga falta. Cuando se pacte la inevitable reforma laboral, para alivio de un Banco de España tan exento de control democrático como el FMI, el Banco Mundial o el Banco Central Europeo, los sindicatos tendrán que buscarse en las arrugas del olvido a ver si allí se les quedaron atrapadas las vísceras.

Tercero, está claro que lo más importante es la confianza de los mercados. ¿Y cómo se les da confianza a los mercados? Igual que se les dan lavazas a los cerdos. Ni los mercados ni los puercos entienden de margaritas. Es preciso seleccionar bien la alimentación. Para eso, la socialdemocracia es diestra. Que lo diga el genio filosófico de Giddens y la praxis de Blair. Meritocracia exenta de control democrático. Nada más que la capacidad de manejarse mejor en las enlodadas aguas del mercado. Y que me perdone otra vez el agudísimo editorialista de El País. Bienvenidos a la vía muerta. En tiempo de crisis, el guardaagujas pone visera socialdemócrata, siempre dispuesto a demostrar adhesión inquebrantable. Quién mejor que ellos para sintetizar las aspiraciones de los asalariados y excluidos con la necesidades de los poseedores. La izquierda oral apesta. Halitosis ideológica. Vomita un discurso mal digerido de compromiso social y hace gárgaras con una política económica ultraliberal.

Marx dejó dicho que para el Capitalismo la mejor forma de gobierno era la República Democrática. Erró. El fascismo fue fuerza de choque muy útil. Ahora, la confianza de los mercados es la coartada excelsa de un gobierno mundial esquivo al que no es posible aplicar ningún control democrático dentro de las instituciones vigentes. El Capitalismo siempre se ha sentido incómodo con la incertidumbre de las decisiones democráticas. La confianza de los mercados es, pues, el objetivo de cualquier gobierno que desee merecer buena consideración, sea en Madrid, sea en Brasilia. A la socialdemocracia le corresponde en esta función representar el papel de criado atento que procura siempre asegurar la inestable confianza del amo. Asalariados y asalariadas pagan la orgía de los dueños con más dedicación, menos salario y menos vida. Los sindicatos mayoritarios navegan en la fascinación del pacto, en un sentido idiota de la responsabilidad y en la asunción de su nuevo papel de narcóticos sociales. Otros permanecen atrapados en un universo paralelo regido por otras reglas. Marx les habría llamado neoidealistas.

Concluyendo, parece obvio que la esperanza real que nos queda es la pérdida absoluta de nuestra confianza en los mercados. A ver si es verdad.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.