Como era enteramente previsible, el debate abierto desde la suscripción del acuerdo del 15 de noviembre de 2019 sobre las normas legales fijadas por él para cercenar y con ello desconocer el poder constituyente del pueblo se ha trasladado ahora al seno mismo de la Convención Constitucional.
Esto ha ocurrido a raíz de la declaración efectuada en el día de ayer por un grupo de convencionales, haciendo un llamado a «hacer efectiva la soberanía popular de la constituyente». Esto encendió de inmediato las alarmas en la derecha y desató destempladas reacciones entre sus principales voceros.
La base del desacuerdo la proporciona la ostensible contradicción que existe entre el principio democrático –que reconoce en el pueblo soberano el único poder constituyente y en la regla de la mayoría la expresión más legítima de su voluntad– y las normas que le fueron impuestas al funcionamiento de la Convención Constitucional por los firmantes del acuerdo del 15 de noviembre de 2019 con el evidente propósito de burlar ese principio. A eso precisamente apuntan el cuórum supramayoritario de dos tercios y la declaración de intangibilidad de los tratados comerciales con que se pretende encadenar al país a las políticas neoliberales.
Uno de los que salieron a rechazar de inmediato el pronunciamiento de los convencionales firmantes de la declaración antes señalada fue Carlos Peña, a través de una columna publicada hoy en El Mercurio. Pero su argumentación resulta ser extremadamente pobre al eludir deliberadamente el problema de fondo. En efecto, Peña se limita a señalar lo obvio: que dicha declaración «no es posible conciliarla con los acuerdos que rigen el actual proceso político en Chile», limitándose a añadir luego que para que una decisión sea jurídicamente vinculante ha de estar sometida a ciertas reglas.
Pero, evidentemente, la cuestión no es si la labor de la Convención debe o no atenerse a ciertas reglas, algo que nadie ha negado, sino si las que le han sido fijadas por la mayoría del actual parlamento hacen posible elaborar un marco constitucional que sea una clara e incuestionable expresión de la voluntad mayoritaria de la nación o si, por el contrario, pueden llegar a impedirlo. Una manera impecablemente democrática de dirimir esta cuestión sería permitir que se sometiera a plebiscito aquellas normas en las que el cuórum ya establecido de los dos tercios no fuese alcanzado en el seno de la Convención.
Por lo tanto, el problema de fondo es el de la sintonía de esas reglas con el principio democrático que reconoce en la soberanía popular la única fuente de su legitimidad. Más aun, si ellas emanan de un acuerdo alcanzado en el marco de una Constitución que en el plebiscito del 25 de octubre de 2020 fue claramente repudiada por un 80% de quienes concurrieron a las urnas. Ocultando los verdaderos propósitos que los animan, algunos no tienen el menor escrúpulo en sostener que con su participación en dicho plebiscito el pueblo estaba ratificando también la validez de las reglas que son objeto de cuestionamiento. ¡Como si se le hubiese consultado a este respecto!
Pero el problema mayor es que según Peña la voluntad del pueblo «no coincide con la mayoría de la Convención, sino con los resultados del diálogo entre mayorías y minorías». Esto es claramente una falacia. Primero, porque en una democracia ha de imperar la voluntad de la mayoría, salvo en lo que respecta al universal respeto de los derechos humanos. Segundo, porque por más diálogo que exista lo más probable que sea imposible lograr acuerdos tan amplios sobre ciertas materias fundamentales. De atenernos al criterio de Peña y de quienes defienden el actual sistema económico existente en el país ningún cambio social significativo sería posible ya que ni siquiera bastaría para ello con lograr una aplastante mayoría de 65%.