Desde hace muchos años la fastidiosa pregunta que martiriza a los izquierdistas y regocija a la derecha es: ¿Por qué hay sectores de la clase trabajadora e incluso la media que votan a la derecha? A medida que el capitalismo se muere de éxito, parece que una nueva pregunta viene a sumarse a ésta y […]
Desde hace muchos años la fastidiosa pregunta que martiriza a los izquierdistas y regocija a la derecha es: ¿Por qué hay sectores de la clase trabajadora e incluso la media que votan a la derecha?
A medida que el capitalismo se muere de éxito, parece que una nueva pregunta viene a sumarse a ésta y de alguna manera a cambiar las tornas:
¿Por qué algunos millonarios podrían votar a la izquierda?
El gobierno del PP está erre que erre con la recuperación, el interés por parte de los inversores extranjeros, el crecimiento del PIB y del empleo…
Claro que los economistas que no están a sueldo del gobierno se cansan de aportar datos y argumentos que desmienten la versión de aquél, pero la mayoría de la población tiene más fácil acceso a las emisiones de la radio y la televisión públicas que a esos economistas.
Esos cantos de sirena monclovita y el ansia comprensible de las masas de que la economía mejore, hacen que muchos piensen más con el corazón que con la cabeza.
Casualmente hoy he sido testigo de un hecho que ilumina sobre cuál de las dos versiones es la verdadera.
A las 8,10 de la mañana, en una administración de lotería del centro de Madrid, ha entrado un hombre mayor, arrugas en el rostro y pelo cano, con una visible cojera, pero por lo demás sin nada que lo diferencie de otro ciudadano medio de su edad.
Ha mostrado al lotero unos cuantos boletos que no he visto porque, aunque era el segundo de la fila que él encabezaba, no le estaba prestando atención. Lo he empezado a hacer cuando he notado que se demoraba en la ventanilla. Estoy comprobando un boleto, he escuchado que decía el lotero. Unos segundos después le hacen pasar a una estancia interior y cierran con llave la puerta parcialmente acristalada. A pesar del cristal blindado que separa al público de los empleados, por el hueco de la ventanilla escuché al lotero decir:
Le ha tocado un millón.
Y al hombre preguntar con voz trémula: ¿Qué me ha tocado?
En contraste con la taciturna pregunta, el lotero ha sonreído como una Miss Mundo recién elegida y ha repetido la palabra mágica, un millón, mientras le alargaba la mano para estrechar la suya y añadía: enhorabuena.
El hombre le ha dado la mano pero ha sonreído menos que la aspirante a Miss que ha quedado en último lugar en el concurso de belleza.
He escuchado que le iban a dar instrucciones y un documento para que acudiese al banco con el boleto.
Como no soy del PP no estoy acostumbrado a estar con gente que recibe un millón sin esfuerzo y encima ni se inmuta. Sin embargo, eso ha sido mi perdición ya que me he distraído unos segundos fantaseando con que me podría haber pasado a mí y Dios me ha castigado al instante por avaricioso. El lotero, a quien se le supone sangre fría en estos casos como al soldado valor en combate, debía de estar nervioso y me ha dado mal la vuelta y he perdido exactamente la millonésima parte de lo que ha ganado el hombre: un euro, que además no me he atrevido a pedirle para que no me mandara a paseo. Me he sentido como una Miss descalificada.
Al salir de la administración veo de nuevo al hombre sentado en un taburete frente a la barra del bar más antipático y menos apetecible de todo el barrio, que está situado a continuación de aquélla, donde además estafan porque venden pollos asados y a la que te descuidas te los dan sin alitas que luego las revenden en raciones, aunque eso es otra historia más debida a la picaresca que a la crisis.
Se ha tomado un vaso de café con leche en vaso estándar y una porra, luego es evidente que no hay tal recuperación y que Torres, Navarro, Montero y otros economistas tienen razón. Para confirmar los estudios de estos expertos mediante una investigación de campo, he entrado en el bar y el camarero me ha dicho que un café y dos porras cuestan dos euros.
No hace falta ser John Kennet Galbraight, profesor en Harvard, para darse cuenta de que el hombre ha ceñido escrupulosamente su presupuesto a lo justo para su sostenimiento y evitar que su capital se dilapidara a la primera. Por otro lado, la cara de lástima que ha puesto el camarero cuando le he dicho que había preguntado solamente para saber y que volvería otro día, me lleva a suponer que piensa como yo, pues al menos el hombre tomó café y una porra -aunque mediana- y yo he salido del bar como he entrado.
Animado por la prudencia del hombre, le he seguido para conocer cómo gestionaba a continuación lo que le quedaba de su capital y he visto de nuevo que ha tomado una decisión igualmente sensata: se ha dirigido a un quiosco de la ONCE que está situado una manzana más allá del bar y se ha puesto a comprar boletos, pero no sé cuántos, pues he permanecido a una distancia razonable para no importunarle en sus primeras e importantes decisiones.
¿Qué dice esta actitud visionaria de un hombre que ya no va a cumplir setenta años y que desayuna de forma espartana a pesar de su colchón económico? Que no se fía del futuro de este país, que no se cree lo que dice el gobierno del crecimiento de la economía, que no quiere gastar lo que le hará falta en los próximos años a medida que sube el IVA, la luz, el gas, los cafés, etc.
Desde el kiosco se ha dirigido hacia una parada de autobús, se ha sentado bajo la marquesina y ha sacado un boleto (no de los recién comprados, sino el premiado) y se ha quedado repasando los números con atención; se conoce que todavía no las tenía todas consigo y ha pensado que el pago de una carrera en taxi podía amargarle el día si le pilla un atasco o si el taxista le lleva por la M-30. Por eso se dice que hombre previsor vale por dos.
Yo estaba detrás de la marquesina rabiando por acercarme y preguntarle por sus sentimientos en esos instantes de repaso: ¿Ve usted bien, necesita que le lea algo, está perdido? Pero no he podido porque de repente se me ha acercado un hombre más viejo aún, pequeño y desaliñado, con apariencia de pedigüeño profesional, quizás una víctima de la subida de las pensiones, puede que una persona con un trastorno en busca de una ayuda que no encuentra en la Seguridad Social, con un billete usado de metro en la mano, que me ha pedido «algo de dinero para poder volver a casa porque no tengo para comprar un billete».
Una nueva situación, si es que hacía falta, para confirmar que la recuperación ni ha llegado ni se la espera. No se lo he dado porque he tenido en cuenta que nada más salir a la calle ya perdí uno y que si le daba lo único que me quedaba en el bolsillo, una moneda de dos euros de la vuelta del lotero nervioso (¡mal día tenga!), seríamos ya tres hombres mayores en aprietos por metro cuadrado en plena capital de España y eso no hay ministro de economía que lo apañe.
Por supuesto que me he apiadado de él, lógicamente, he señalado con el dedo al hombre que aún estaba sentado en la parada -imagino que pensando que mejor se iba andando por si las moscas- y le he dejado caer que él tenía más medios que yo para ayudarle. Ha ido hacia la parada, aunque para mi sorpresa y disgusto he descubierto que el ingrato no es una persona confiada. Primero se ha dirigido a una joven que estaba de pie absorta con la música de sus auriculares a todo meter, seguramente soñando con la vida de una Miss, y solamente cuando ésta le ha mirado despectivamente como si le hubiera pedido matrimonio, se ha vuelto hacia nuestro hombre sentado.
Por dentro estaba reconcomiéndome: ¿Le dará dinero para un bono-metro de diez viajes o, más razonablemente, a la vista de la bajada de la bolsa esta misma mañana, la cual ha perdido todo lo que ganó la semana pasada, le dará para un único viaje de ida?
No le ha dado nada de eso, ni siquiera los buenos días, apenas media hora después de haber ganado un millón, pero al menos no le ha dicho que se ponga a trabajar y deje de andar pidiendo por ahí. No obstante, con esta decisión ha puesto en práctica la acertada máxima «la caridad bien entendida empieza por uno mismo», tan necesaria en tiempos de crisis.
Al poco rato se ha levantado, ha vuelto a cruzar la misma calle y se ha metido en el DIA. Lo sé porque yo he ido a comprar también una bolsa de naranjas para el desayuno, con tanta fortuna además, que he dado con una bolsa de dos kilos por 1,99 con lo cual he vuelto con un céntimo a casa y me he puesto morado de zumo antes de que suban el precio a primeros de abril.
No me he entretenido más que lo necesario para realizar esa compra en el almacén, a pesar de la atractiva perspectiva de husmear en la dieta de un hombre tan especial y discreto, pues tras las observaciones que realicé anteriormente en diferentes ambientes de la ciudad, me di cuenta perfectamente de que no tenía pinta de comprar caviar ni champán.
Allí le he dejado y tras desayunar me he puesto a trabajar con el ordenador gracias al wifi gratis del restaurante chino que tengo al lado de casa.
La conclusión sobre el estado económico del país es clara: ya ni los millonarios se atreven a vivir a la medida de sus posibilidades, no digamos por encima. Probablemente estamos en las primeras etapas de un cambio político obligado por la falta de una supuesta recuperación que torticeramente celebra el gobierno a sabiendas de que aquellos no gastan como antaño porque no se fían del PP; no les falta razón.
Apriétense los demás, pues, los cinturones un poco más y anímense a votar a Podemos, la próxima vez puede que ya seamos todos contra el PP.
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