A Ildefonso María Ciriaco Cuadrato Ussía Muñoz-Seca, hijo de Luis Ussía Gavaldá y de Asunción Muñoz-Seca Ariza, condes de los Gaitanes, y cuñado de Emilio Zurita, rey de las inmobiliarias, se le conoce en el reino borbónico por Alfonso Ussía, que es el nombre de guerra que emplea en su ya largo periplo mediático contra […]
A Ildefonso María Ciriaco Cuadrato Ussía Muñoz-Seca, hijo de Luis Ussía Gavaldá y de Asunción Muñoz-Seca Ariza, condes de los Gaitanes, y cuñado de Emilio Zurita, rey de las inmobiliarias, se le conoce en el reino borbónico por Alfonso Ussía, que es el nombre de guerra que emplea en su ya largo periplo mediático contra la inteligencia. No voy a analizar aquí los sinuosos e intrincados recovecos de la ciega y carpetovetónica psique de Ildefonso, así que tampoco especularé sobre la teoría, circulante en las postineras reuniones sociales de La Moraleja y de Sotogrande, que habla de la necesidad compulsiva que le impele a intentar compensar su palmario fracaso como estudiante universitario con más y más agresividad pseudoliteraria. Me circunscribiré únicamente a su último articulito, publicado en La Razón el pasado 8 de enero bajo el título «El mayor hijoputa», en el que vierte todo un cúmulo de soeces jeremiadas ante la posibilidad de que, tras cumplir 18 años de reclusión, el prisionero vasco Iñaki de Juana sea puesto próximamente en libertad.
Ildefonso es un remilgado hipócrita de extrema derecha al que las leyes le importan cuarto y mitad de ardite. Ya lo sabíamos, pero lo deja más claro, si cabe, en este texto cargado de odio y de rencor. Aún lo recuerdo hace veinte años, deshaciéndose en elogios al beodo homicida Ricardo García Damborenea, aquel dirigente del PSOE (político militar) que se jactó de sus crímenes aduciendo que eran necesarios para España. O defendiendo a otro asesino de su cuerda, Enrique Rodríguez Galindo, que fuera general de la Guardia Civil y máximo responsable de la Casa de los Horrores de Intxaurrondo, en cuyas dependencias se cometieron toda suerte de delitos contra las personas, desde las más sádicas torturas hasta el puro y duro asesinato. Aquellos, sin embargo, según el particular código ético del ultracatólico Ildefonso, son asesinos buenos, profundamente españoles, no como el «homínido» Iñaki de Juana, que sólo pretende apuntillar la sagrada unidad de destino en lo universal y que «durante su corta estancia en las cárceles, nunca ha dado muestras de arrepentimiento».
Ildefonso demuestra tener un curioso sentido de las proporciones. Para él, 18 años peregrinando por remotas prisiones de exterminio, diseñadas para el castigo, la humillación y el sometimiento de los disidentes, supone una «corta estancia en las cárceles»; nada dice, sin embargo, de sus amigos de los GAL, orgullosos de sus sangrientas tropelías y condenados a penas temporalmente incumplibles, que están siendo favorecidos uno tras otro con la comprensión político-judicial. Ver pasear libremente por las calles a delincuentes de la catadura de José Barrionuevo no produce, a su juicio, alarma social, por la sencilla razón de que, para él, lo social se reduce a aquello que concierne a su sociedad, a los pertenecientes a su privilegiado y exclusivo estamento y a la necesaria jauría encargada de protegerlo. Ildefonso lo resume perfectamente cuando afirma que «no todos los presos son iguales» y que «hasta en el terrorismo hay clases».
Ildefonso es un chulo barrioaltero, un rufián engolado, un ocioso petulante que carece de formación y que no tiene mayor importancia personal. Pero ayuda a crear opinión, justificando, enalteciendo y propagando el ideario fascista, conscientemente situado con armas y bagajes en el lado de allá de la barricada, junto a Federico Jiménez Losantos, César Vidal, Gabriel Albiac, Luis del Olmo, Carlos Herrera y tantos otros profesionales de la manipulación intelectual al servicio del españolismo más retrógrado, embozado tras una Constitución que sólo defienden porque les sirve de coartada. Ellos son nuestros enemigos y como a tales debemos tratarlos. Haciéndoles frente y descubriendo sus miserias allá donde podamos.