Ahora que la iniquidad en su máxima expresión quiere ensañarse con uno de los ejemplos más admirables de solidaridad de la Revolución Cubana con los pueblos del mundo y en especial con los más vulnerables, la cooperación médica internacional, ahora que los que promueven el criminal bloqueo han pensado que enfangar con mentiras esa admirable labor sea el mejor camino para desterrar de las mentes la elocuencia incontestable de un proyecto orientado a proveer de sus derechos a quienes más necesidades tienen, no puedo evitar que vengan a mi memoria algunos pasajes de mi vida como cooperante.
Aun sabiendo que esta acometida indigna no es nueva y que el gobierno yankee y sus tracatanes llevan años intentando destruir esa obra magnífica con todo tipo de falsedades y artimañas, como por ejemplo con la presión y el chantaje a los profesionales cubanos para que deserten de las misiones sanitarias en las que intervienen, sí lo es el actual formato de perseguir y amenazar a los países receptores de la ayuda y a sus funcionarios, es decir, la extensión de la perversa e ilegal extraterritorialidad del bloqueo comercial y financiero a esta actividad de la cooperación, triste innovación que resulta especialmente repulsiva. La excusa oficial es lo de menos pues podrían implantar estas medidas sin justificar nada, pero se ríen de todos denunciando que las actividades que los cooperantes cubanos desarrollan por el mundo son una suerte de “trabajo esclavo” al que les somete su gobierno. No creo que merezca la pena ni siquiera comentarlo, pero los gobiernos contemporáneos de EEUU no se distinguen precisamente por sus preocupaciones por los derechos de trabajador alguno, ni en el mundo ni en su propio país.
Conmueve, eso sí, que los trabajadores de la salud cubanos sean objeto del interés y los desvelos de las autoridades norteamericanas por sus condiciones laborales, ¡cuánto honor!, seguro que ni ellos mismos se lo creen dada la circunstancia de que es la primera vez que esto sucede. Y todo ello sin perder de vista la similitud que esta obsesión de los políticos anti-cubanos y sus terminales mediáticas tiene con la de otros que se echaron a las calles dentro de la isla el 11 de julio de 2021 para, entre otras hazañas rácanamente remuneradas, apedrear centros sociales, servicios de urgencias pediátricos y residencias de mayores y de discapacitados, amenazando a pacientes, familiares y beneficiarios. No es casualidad: nada hace más daño a los embates de esa purrela que la gran obra de la Revolución puesta en pie y alcanzando a quienes más la necesitan, bien sea, por ejemplo, en forma de equipo médico operando en un hospital de la selva amazónica o de trabajador social evaluando las necesidades de las familias en un barrio periférico de Ciego de Ávila.
Es mucho esfuerzo y dinero de los contribuyentes de EEUU despilfarrado inútilmente en intentar destruir con invenciones, manipulación y sabotajes los logros de esa obra colosal para que la realidad de la misma, a los ojos de todos y todas, les ponga en evidencia un día sí y el otro también, durante más de 60 años. Lo individual, el egoísmo y el dinero frente al beneficio de todos y la solidaridad o, dicho de otra forma, el envío de soldados para sus guerras de saqueo colonial contra el de una tropa de trabajadores de la salud para salvar vidas, aliviar el dolor y mejorar la salud de quienes la han perdido o están en trance de hacerlo. No hay color ni comparación, ellos lo saben y por eso buscan su descrédito y su destrucción: mientras esta inmensa labor de Cuba siga en pie y a los ojos de todos y todas las posibilidades de acabar con ella son mínimas. Por eso tienen que intentar criminalizarla.
A propósito de la cooperación y los cooperantes
He trabajado como voluntario en ONG’s médicas europeas durante muchos años de mi ya dilatada carrera profesional, en distintos proyectos de cooperación y acción humanitaria. Co-operar es, etimológicamente, “operar con otro” y en su esencia esas intervenciones estructurales son algo completamente distinto de la ayuda de emergencia, en especial si esta se plantea como “humanitaria”.
Tan solo las intervenciones humanitarias, por su propia naturaleza, no admiten condicionalidad, devolución, ni retribución; se dan por humanidad y solo por eso, y se ajustan estrictamente a unos principios establecidos en el derecho internacional (neutralidad, universalidad, imparcialidad e independencia). Pero la cooperación estructural, es decir, la cooperación propiamente dicha, se basa en acuerdos donde cada parte colabora con algo: unos, con el trabajo (ONG’s) y otros, donantes o contrapartes, con una compensación a los primeros, que puede ir desde la provisión de fondos con que sufragar sus gastos hasta la implementación de políticas bilaterales concretas. El trabajo de los profesionales que participan se valora teóricamente muchas veces “a precio de mercado” a la hora de elaborar los presupuestos y pasa a formar parte del monto que recibe la ONG que firma el convenio y realiza las tareas. Pero estas organizaciones tienen sus propias necesidades de gestión, infraestructuras que no paga nadie y problemas de financiación de proyectos que no encuentran donante, por lo que la propia entidad no gubernamental puede y debe utilizar ciertas cantidades de los proyectos financiados para asegurar su propia supervivencia y la viabilidad de otras intervenciones, lo que hace si los fondos recibidos “no son finalistas” y, como entidades sin ánimo de lucro, sin sobrepasar determinada proporción. Por eso es cooperación y no negocio. Esto siempre ha sido así, tanto en la Cooperación Norte-Sur, como en la Sur-Sur, que es la que practica Cuba allá donde sitúa sus misiones médicas, además de brindar ingente y altruista ayuda humanitaria (Pakistán, Haití, Sierra Leona, Guinea-Conakry, Liberia, y un etcétera de una lista interminable), cuyo mérito y excelentes resultados son bien conocidos.
En el caso de las ONG’s internacionales, los cooperantes son voluntarios, es decir, aportan no solo su trabajo, sino que aceptan también una percepción muy por debajo de su salario profesional normal o, incluso, simbólica, asumiendo estas condiciones y participando libremente en los proyectos tras aceptarlas. Se trata de voluntariado y no de trabajo remunerado y nunca se ha oído, en los más de 35 años que conozco, trabajo, estudio y enseño cooperación al desarrollo, que EEUU ni país alguno haya planteado la más mínima objeción a que así sea. Los voluntarios no asumen directamente el trabajo concertado, sino que lo hace la organización a la que pertenecen, la que ha firmado el convenio de colaboración y sus términos, que son libremente aceptados por las partes y por los voluntarios.
Los países que necesitan cooperación internacional no contratan profesionales individualmente para atender sus necesidades. Esa fórmula puede servir para asegurar la participación de un especialista concreto que realice una evaluación puntual o una asesoría técnica específica, pero no vale para desarrollar la Atención Primaria de Salud de una población, para asegurar el funcionamiento de un hospital, para poner en marcha un programa de vigilancia epidemiológica, ni para realizar una intervención de emergencia tras un desastre natural, la guerra o un brote de violencia. Sería imposible para cualquier país o comunidad en desarrollo pagar a precio de mercado el personal necesario para llevar a cabo esos programas, por lo que las comunidades necesitadas y los países afectados alcanzan acuerdos de colaboración con entidades oficiales u organizaciones de otros países para obtener ese servicio (cooperación) a costes soportables por los primeros. Y quien esto suscribe, en todos sus años de cooperante en muchos países del mundo, jamás pensó que era víctima de alguna forma de esclavitud por hacerlo, ni que realizaba “trabajo forzado”, pues deliberada y voluntariamente lo aceptó en el marco de un acuerdo entre una organización a la que pertenecía y un donante o una entidad beneficiaria, asumiendo todas las cláusulas del mismo. Ni me puedo imaginar la cara de mis compañeros, primero, y las carcajadas, después, si alguien hubiera insinuado entonces o ahora que éramos víctimas de explotación laboral. La ignorancia, el atrevimiento o la mala intención siempre fueron, además de necias o por eso mismo, muy atrevidas.
Y en eso, llegó Fidel
Y, entonces, ¿por qué ahora esto debiera ser diferente para Cuba y sus profesionales? Me imagino la respuesta, que no será muy diferente de la que han dado al Secretario de Estado de EEUU, Marco Rubio, los gobiernos de muchos de los países en los que colaboran los equipos médicos cubanos, desde México a Brasil, desde Jamaica a Honduras, desde Italia a Gambia. En la actualidad 56 países reciben esta ayuda y más de 24.000 colaboradores cubanos repartidos en ellos la llevan a cabo. Pero no nos engañemos: el mal vecino de Norte con esta andanada busca que la solidaridad que inspira esa colaboración cubana quede eclipsada con falsas acusaciones y, de paso, cortar otra fuente de financiación con que el bloqueado y maltratado país del Caribe hace frente a sus necesidades de supervivencia.
En mi devenir en este mundo de la cooperación internacional he tenido contacto y he admirado la grandeza de la colaboración médica cubana en muchos sitios y, al igual que todos los cooperantes que conozco, en sus dos versiones más extendidas: la ayuda médica directa de los equipos de salud cubanos en el terreno y el trabajo de los profesionales de los países receptores de ayuda que han sido formados en Cuba, especialmente en la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM), otra de las grandes obras de Fidel. En la mayoría de los países de África, América y Asia, las brigadas médicas cubanas son referente obligado tanto de quienes trabajan en cooperación internacional, como de los que lo hacen en los organismos multilaterales o en entidades locales: nadie conoce mejor que ellos el terreno, ni la población, ni sus problemas, porque llevan años ejerciendo su labor y, en muchos casos, son el sostén de los propios sistemas de salud de aquellos países. Conozco de primera mano que, en Guinea Ecuatorial, por poner un ejemplo, la información sobre la situación epidemiológica de la población que tienen los cubanos es en la práctica la única fuente fiable que sobre ella puede consultarse.
Cuando ocurrió el terrible terremoto que devastó Haití en 2010, las brigadas médicas cubanas no tuvieron que llegar a aquél atormentado país porque ya estaban allí. Cuando 9 meses después se desató la letal epidemia de cólera que siguió a la catástrofe natural, el desbordado desembarco de cooperantes, marines y ayuda humanitaria había pasado a ser tan solo un recuerdo y sus protagonistas habían regresado a casa. ¿Todos? ¡No! Los equipos médicos cubanos y los de Médicos Sin Fronteras eran los únicos que seguían en el país desarrollando su generosa y necesaria labor humanitaria.
Eric en Ruanda
Pero permítanme que eche la vista atrás. Corría el verano de 1994 cuando se produjo el éxodo de los supervivientes del genocidio ruandés que, exhaustos, alcanzaban la frontera de su país con el Zaire (actual República Democrática del Congo), hasta ocupar los alrededores de la ciudad de Goma, junto al lago Kivu, conformando en pocos días los campos de refugiados más grandes de los conocidos (casi un millón de personas entre los de Mugunga, Kibumba y Katale). En el equipo de la ONG en que realizábamos nuestro trabajo en el endeble hospital de campaña instalado en el campo de Mugunga, por encima de las enormes dificultades del día a día para atender a unos pacientes en situación límite en plena epidemia de cólera, pesaban otras adicionales de difícil manejo, como el idioma. La mayoría de los pacientes hablaba en kinyarwandés y en su lengua se comunicaba con el personal local que habíamos podido reclutar entre los refugiados, la mayoría auxiliares de clínica y profesionales de enfermería.
Este personal por lo general era bilingüe y, además de en su idioma, hablaba también en francés, por lo que usaba esta lengua para relacionarse con los españoles. Por lo tanto, durante el interrogatorio clínico a los debilitados pacientes estos explicaban sus síntomas en kinyarwandés al personal local, el que nos lo traducía al francés, para nosotros después, con nuestras dificultades para entender y hablar el idioma de Molière, interpretar aproximadamente sus palabras. A continuación, nuestras preguntas corrían en la dirección contraria, de boca en boca y de lengua en lengua, hasta llegar al doliente enfermo, quien las recibía mostrando gran extrañeza, seguramente porque en ese complejo tránsito se había devaluado su sentido e intención hasta dejarlas fuera de contexto.
Era, por tanto, un procedimiento extraordinariamente ineficaz, largo y complicado, en unas circunstancias en que, precisamente, la agilidad en la atención y la precisión en la información debían ser, aquí sí, vitales. Este asunto y la escasez de personal local que colaborara con nosotros añadía a las difíciles condiciones de trabajo unas restricciones casi invencibles para nuestro equipo. Pero una mañana, mientras nos preparábamos para salir hacia el hospital, alguien llegó con una noticia que nos llenó de alegría y esperanza:
–Han encontrado un médico ruandés, entre los refugiados, que habla español. Está dispuesto a trabajar con nosotros. Nos está esperando en el campo.
La novedad, a pesar de la satisfacción que nos produjo, la recibimos con cierta incredulidad. Las probabilidades de encontrar un médico entre los refugiados eran remotas, casi tanto como hacerlo entre la población general de aquel país, pero que además hablara castellano, inverosímiles. A pesar de ello afrontamos la buena nueva con curiosidad e ilusión. Poco más tarde se desveló el enigma: mientras me acercaba a saludar al nuevo compañero le escuché conversando con otros y entendí que la información recibida no era del todo correcta. Aquel médico ruandés no hablaba español: ¡hablaba cubano! que es una cosa diferente.
Y al oírle exclamar un “No ‘e fasi” ante la visión desoladora de los pacientes de una de las tiendas que componían nuestro rudimentario hospital, lo entendí todo: se trataba de un ruandés que había cursado sus estudios de Medicina en Cuba, en el marco de los programas de formación becada que mantiene este país en beneficio de miles de estudiantes humildes de todo el mundo en desarrollo. Como era lógico, Eric, que así se llamaba el nuevo compañero, y yo sintonizamos a la perfección y en las semanas que pudimos compartir trabajo y anécdotas de momentos vividos en la prodigiosa isla pude admirar su entereza, la dedicación a su pueblo, su solidaridad inmensa, su excelente formación médica, su vocación y su enorme agradecimiento por todo lo que Cuba hizo por él y, de forma indirecta, por su castigado pueblo.
El testimonio que dio de las atrocidades que presenció en su país sirvió para conformar la causa por la que un tribunal internacional juzgó, más tarde, a algunos criminales y genocidas ruandeses autores de las matanzas de tutsis y hutus moderados. La pertenencia a su pueblo y la comprensión de sus códigos culturales, algo imprescindible en la relación médico-paciente, hicieron que mejoraran los resultados de nuestro humilde centro y la atención a los enfermos.
No sé qué habrá sido de él. Supongo que su destino no sería mucho mejor que el de los demás refugiados ruandeses, la mayoría de los cuales fallecieron en los meses siguientes por las terribles condiciones de vida a que estaban sometidos, por la violencia que existía dentro de los campos y el hostigamiento de policías y milicias zaireñas fuera de ellos o, incluso, por la represión que ejercían las nuevas autoridades ruandesas contra quienes regresaban del exilio.
Pero su recuerdo jamás se borrará de nuestra memoria, porque forma parte indeleble de esta historia, que es tan solo un pequeño eslabón en la obra de la Revolución Cubana.
De la misma forma que no olvidaremos su voz, en medio de aquella hecatombe africana sumida en un babel de lenguas, exclamando: “¡P’al carajo, mi hermano, esto está de pin… (y cepillo)”!
Samir en Palestina
En abril de 1996 el ejército israelí bombardeó un refugio bien identificado y repleto de población civil en las proximidades de Qana, en el Sur del Líbano, ocasionando una masacre de más de cien personas. Triste pródromo, como otros muchos, de la barbaridad y del genocidio que el gobierno de Israel ejecuta contra el pueblo palestino de la franja de Gaza desde hace 20 meses (en junio de 2025). Acudimos a aquel lugar con premura una representación de la organización a la que pertenecía, en misión exploratoria financiada por la Agencia de Cooperación Española (AECID) con el fin de conocer la situación de la población en el terreno, circunstancias del ataque y posibilidades de puesta en marcha de un programa de ayuda a la población damnificada.
En este tipo de misión uno de los objetivos es siempre encontrar entidades locales, gubernamentales o privadas, que puedan servir de contraparte a la que promueve la ayuda y personas que por su posición, liderazgo o conocimiento de la población beneficiaria pudieran colaborar en la gestión de la ayuda en sus diferentes fases. Viajamos a Tiro tras algunos días en Beirut. Esa histórica ciudad del Sur del Líbano es la más próxima al lugar del ataque y donde se ubicaban las instancias administrativas y las autoridades con quienes convenir todo lo relativo a un programa de asistencia sanitaria y ayuda médica y quirúrgica dirigida a la población afectada por el brutal ataque y por otros que se sucedían habitualmente. Una gran parte de esa población habitaba en el campo de refugiados de Rashidieh y allí establecimos nuestro centro operativo. Recuerdo el impresionante y multitudinario funeral de las víctimas de aquella atrocidad en las ruinas del teatro romano de Tiro. Creo que fue allí donde conocimos a Samir. Nos lo presentó una enfermera española que vivía en aquélla histórica y torturada ciudad, de nombre Manolita, y lo hizo asignándole el espléndido título de ser un “farmacéutico palestino que habla español”.
Como en el caso de nuestro admirado Eric, el jovial Samir hablaba en cubano a la perfección porque fue en la mayor de las Antillas donde se formó como farmacéutico. Enseguida conectó con todo nuestro equipo y rápidamente apreciamos tanto su calidad humana como sus óptimas condiciones para trabajar con nosotros en la puesta en marcha del proyecto de apoyo a la población palestina que en ese momento empezábamos a pergeñar: apoyo médico al sistema de salud de los campos de refugiados palestinos del Sur del Líbano. Como quiera que uno de sus componentes fundamentales era la ayuda farmacéutica y Samir contaba con el conocimiento y los contactos necesarios en ese sistema, su contribución se nos tornó simplemente ideal.
Recuerdo en esos días de planes y proyectos las fantásticas veladas que pasamos en un café del puerto, acompañados del querido Luis Valtueña, que sería brutalmente asesinado en Ruanda poco después, recordando historias vividas en Cuba, que el farmacéutico relataba con gran nostalgia mientras nos deleitábamos con aquellos aromáticos narguiles. Samir no ocultaba la enorme gratitud que sentía por Cuba, donde vivió los momentos más bonitos de su vida, por la oportunidad que le había dado de convertirse en un profesional y, por eso mismo, por la gran ayuda que Cuba brindaba a su perseguido pueblo.
–Cómo me gustaría volver, mi hermano.
–Lo sé. Seguro que algún día lo conseguirás.
El programa de ayuda se puso en marcha poco después y yo regresé a España. Durante algún tiempo mantuve el contacto con Samir, que se involucró a fondo en aquel trabajo, del que llegó a convertirse en referente imprescindible. No sé si mi amigo palestino pudo volver a la isla de nuestros amores, deseo con todo el corazón que así haya sido, y que en ese anhelado viaje de retorno haya podido revivir alguna de aquellas maravillosas historias que con tanta melancolía rememoraba durante los días que compartimos trabajos, recuerdos y deseos de justicia.
Mitch en Honduras
Noviembre de 1998: el huracán Mitch acababa de arrasar extensas zonas de Centroamérica. El equipo internacional de emergencias en el que yo participaba como voluntario fue de los primeros en entrar en Honduras tras el desastre, junto a los equipos médicos cubanos. La destrucción era inmensa y las posibilidades de acceder a los lugares más castigados prácticamente nulas. Aunque parezca imposible, tres meses después del paso del huracán, llegaríamos cada día a comunidades rurales muy aisladas a las que aún no se había acercado nadie ni a preguntar qué había pasado. Como algún campesino nos contó: “A los que se ahogaron, les enterramos y, después, cada cuál a lo suyo”. Es la experiencia brutal y cotidiana de quienes no han tenido nunca contacto con un Estado, y si lo han hecho no ha sido en beneficio de ellos ni de sus familias. Nuestro equipo estaba compuesto por personal de salud (médicos, pediatras y enfermeros) y por otros voluntarios que atendía las tareas logísticas. Trabajábamos coordinados con el sistema de salud local, con quien intercambiábamos permanentemente información de situación y tareas realizadas y con quienes pactábamos la programación semanal de visitas y actividades. Previamente habíamos hecho gestiones en la capital con el Ministerio de Salud donde conocían al detalle nuestros planes, nos facilitaban todo lo que estaba a su alcance para que realizáramos nuestra tarea de atención urgente y socorro y cuyas autoridades nos mostraban su gratitud por todo ello.
Atendíamos, por tanto, continuamente a personas que no habían visto un médico o una enfermera en toda su vida, pues los rudimentarios trabajos de salud los realizaba en cada comunidad un agente de salud que había recibido una pequeña capacitación para hacerlo. Como resulta evidente, y mucho menos en aquellas circunstancias, nadie nos exigió tramitación alguna para realizar nuestras tareas y sobre lo relativo a nuestra titulación profesional y cualificación, nuestra ONG, legalizada en aquel país, garantizaba todo lo preciso. Pero una mañana nos llegó la noticia de que el colegio de médicos de Honduras, asociación gremial de los galenos de aquel país, prohibía a los médicos cubanos que formaban los equipos de emergencia destacados allí, asistir a las víctimas “por no estar colegiados” en Honduras. Nos quedamos perplejos y rápidamente conectamos con compañeros de otras organizaciones españolas y de otros países para comprobar lo que nos imaginábamos: que a ningún médico procedente de otras latitudes se le había exigido tal requisito para realizar su labor diaria. ¡Solo a los cubanos!
Unos galenos, los hondureños, representados en esa arcaica organización profesional, que en su gran mayoría trabajan en la capital o en ciudades grandes y que atienden a sus opulentas clientelas con todas las comodidades de sus consultas privadas, en las que recaudan pingües beneficios, pero para quienes los compatriotas pobres que viven en zonas remotas y aisladas no cuentan, ¡hasta ahí podían llegar!, ni merecen la más mínima atención, entre otras cosas porque nunca la podrían pagar. Pero el colmo del cinismo se alcanza cuando se intenta prohibir o impedir que otros profesionales de la salud, estos sí vocacionales y con un sentido de su obligación que trasciende el logro material para garantizar el derecho de todos a la salud, asistan a los enfermos, heridos o damnificados por la catástrofe natural.
El clasismo, cuando no el racismo, de una gran parte del rancio colectivo médico y su sectarismo ideológico le hacía anteponer sus obsesiones al derecho a la atención de la población hondureña que la necesitaba, olvidada históricamente y a la que, cual perro de hortelano, prefería que se abandonara antes de que otros, con su esfuerzo y su solidaridad, les dejaran en evidencia ante el mundo. Esta inmoral actitud la vimos, tiempo después, en otros países, como en Brasil, y también contra la cooperación médica cubana. ¿Por qué será?
Yo me acuso, Mr. Rubio
En eso mismo anda el gobierno de los EEUU contra Cuba y la colaboración médica cubana, en uno de los ataques más deshonrosos que recordamos. Estamos inmensamente agradecidos a los médicos cubanos y a los de otros países que se han formado en Cuba por su inmensa labor en favor de la salud y los derechos de los más necesitados y a la Revolución que lo ha hecho posible. Son un ejemplo para todos. Y los que les denigran o pretenden impedir su trabajo, se nos antojan como una de las mayores vergüenzas que soporta este mundo.
Reconozco aquí, por tanto, y en relación a todo lo tratado, que he sido víctima de trabajo esclavo, como todos los cooperantes europeos y de otros países que hemos trabajado en proyectos de cooperación estructural y de ayuda humanitaria percibiendo unas remuneraciones por debajo de nuestro salario normal, ya que pensábamos que ello formaba parte de nuestra aportación como voluntarios. Pero no, por el Departamento de Estado de EEUU ahora sabemos que nos han explotado, por lo que pedimos también que se sancione a las ONG’s que han abusado de nosotros y a los países y comunidades receptoras de nuestro trabajo por consentirlo.
Ah, y a los pacientes que hemos tratado, ayudado, atendido, curado, o, simplemente, acompañado, que nos perdonen también por haberlo hecho.
Epílogo
El 20 de noviembre de 2019 esperaba en el aeropuerto internacional José Martí de La Habana el embarque de mi vuelo a España cuando, bien entrada la noche, un rumor creciente que provenía de la zona de llegadas fue invadiendo salas y pasillos hasta despertar a los somnolientos pasajeros y desatar la curiosidad de todos los que, pacientemente, esperábamos que se nos llamara para acceder a nuestras respectivas aeronaves.
Días antes se había consumado el golpe de Estado que la OEA, con la inestimable colaboración de la embajada de EEUU en Bolivia, había orquestado contra el presidente constitucional, Evo Morales. Además de colocar en el poder a una gobernante títere que en pocos días pondría las riquezas del país en las manos avariciosas de sus padrinos políticos, los golpistas lanzaron toda una declaración de intenciones cuando decretaron la inmediata expulsión del país de todos los miembros de las misiones médicas cubanas que allí operaban, tras lanzarles graves amenazas. 700 cooperantes dispersos por la compleja geografía de aquel país que atendían en los lugares más aislados y recónditos a la población rural en la situación más ignorada y postergada históricamente.
«Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar», escribió José Martí y los profesionales de la salud cubanos lo asumen desde su graduación como lema inspirador de su trabajo. De modo que la gente humilde de Bolivia, de la noche a la mañana, se quedó sin un recurso básico para su salud y su bienestar. Esa es la importancia que los golpistas bolivianos y sus patrocinadores dan a los derechos humanos y, muy especialmente, al derecho a la salud de la población que habita en su patio trasero. Bueno, con excepción de la población cubana, y también de la nicaragüense y venezolana, cuyos derechos son los que inspiran, según nos quieren hacer creer, sus acciones y las de sus satélites. Una suerte que la boliviana, por lo que sea, nunca ha tenido.
¿Qué pasa?, nos preguntábamos aquella noche en el aeropuerto habanero mientras el rumor y los gritos subían de tono. Nos mirábamos perplejos hasta que, a lo lejos, por uno de esos interminables pasillos vimos avanzar una muchedumbre que despertaba la emoción nada contenida, los aplausos y los gritos de ¡Viva Cuba! de todos los que se acercaban a verla pasar, desde los cubanos que allí se encontraban trabajando o en trance de viajar, hasta los turistas que llegaban o se iban. Los que caminaban hacia nosotros habían conseguido en un instante el reconocimiento unánime de todos los presentes; la admiración no hizo falta, porque ya la tenían.
Se trataba, ¿de quién si no?, del último contingente de 200 cooperantes cubanos de la salud que había sido expulsado de Bolivia por los golpistas y sus patrocinadores y que tuvo de salir a la carrera para no arriesgar su vida, al igual que hizo el propio presidente constitucional. Pocas cosas recuerdo tan emocionantes como observar su paso de gigantes, agitando sus banderas cubanas, al comprobar el enorme cariño que despertaban en todos los que allí nos encontrábamos. El auténtico ejército de batas blancas que siempre imaginó el líder de la Revolución, hecho realidad y triunfante, pues ni entonces ni nunca fue vencido por la enfermedad ni desterrado por quienes recibían su atención, sino por los auténticos enemigos de un mundo más justo, donde quepan y tengan derecho los más pobres y abandonados.
Los autores de esa indigna persecución a las misiones médicas de Cuba se califican por sí mismos con sus obras. Cuando parece imposible, siempre nos sorprenden con algo más miserable y rastrero.
La infamia continúa y sube de tono; ¡la solidaridad también!
Manuel Díaz Olalla es médico cooperante
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.