¿Saben por qué no modifican la Ley de Secretos Oficiales? Porque se encontrarían con relatos que evidenciarían la impunidad y el premio que han recibido los torturadores.
Hay un silencio atronador en torno a un tema que escuece y mucho. No hay Estado de derecho, no hay actitud democrática por mucho que ondeen sus banderas, no hay interés alguno en alcanzar la convivencia, mientras se siga negando el gran escándalo que ha supuesto el hecho de se hayan documentado recientemente 5.657 casos de tortura en Euskal Herria.
Una cifra escandalosa que implica, hasta hoy, a policías, jueces, políticos, medios de comunicación y otros agentes, en una atrocidad que ha permitido, no me queda duda alguna, que el conflicto armado se haya prolongado hasta hace una década. La tortura, y sobre todo su impunidad, ha ejercido de argumento para que generaciones que se sucedieron desde el franquismo no supieran o no pudieran parar la rueda de la violencia. Había un debe no escrito hacia quienes habían sufrido picana.
El reconocimiento de los torturados, a la par que el resto de víctimas y al igual que sucede en los recuentos de violaciones de derechos humanos en Chile o Argentina, es una de las tareas que las instituciones no han sabido abordar. Es más, lo aprobado hasta ahora ha sido papel mojado. El pasado 19 de octubre, el presidente Pedro Sánchez y el Borbón rey Felipe firmaban la llamada «Ley de Memoria Democrática». Una ley que en su disposición final sexta afirmaba textualmente: «En el plazo de un año a partir de la entrada en vigor de la presente ley, el Gobierno presentará a las Cortes Generales un proyecto de ley de modificación de la Ley 9/1968, de 5 de abril, sobre Secretos Oficiales, con el objetivo de garantizar el derecho de acceso a la información pública de todos los archivos pertenecientes a la Administración General del Estado».
Esta semana, el Gobierno de España ha anunciado que rehúsa modificar la ley de Secretos Oficiales, que quizás en la siguiente legislatura. Es decir, que esa cacareada Memoria Democrática es un inválido al que no permiten cruzar la calle, ni siquiera por el paso de peatones. Porque la razón de Estado, que diría aquel ministro del Interior francés de infausto recuerdo, es suficiente para anular cualquier intento de conocer la verdad.
Y uno de los argumentos, no digo que sea el principal, pero sí que está en el top, se encuentra precisamente en seguir encapuchando la tortura. Porque estoy convencido de que han existido normas, protocolos e incluso libros de estilo de cómo torturar. Durante la dictadura, durante la transición y durante esta democracia de pata de palo. Los hubo en Chile, en Argentina, en EEUU, en Sudáfrica y también en la Francia republicana, que refinó sus métodos en la Argelia colonizada.
Fue en este escenario que Henri Alleg escribió en su cautiverio unas notas microscópicas que, camufladas en ropas y zapatillas, pudo sacar al exterior. Una editorial parisina editó su relato: «La cuestión»*. Cuando se llevaban 65.000 ejemplares vendidos, Francia lo prohibió. Porque denunciaba los métodos de torturas que le habían aplicado y que llevaron a la muerte a miles de argelinos. Alleg, quizás por ser blanco, o porque su caso trascendió al exterior, se salvó. Un juez entró en el lugar donde estuvo detenido y descubrió una «cocina» preparada para torturar. Tal y como otros torturados denunciaron años más tarde una «carpintería» en el cuartel de la Guardia Civil de Donostia, dotada de medios también para torturar.
François Mitterrand era ministro de Justicia cuando Alleg fue machacado y todo un sistema francés bien democrático torturaba a mansalva en Argelia. Gran amigo de Felipe González, que en 1982 llegó a la presidencia del Gobierno español. Durante el mandato de González, ya lo corroboró el Informe de IVAC para el Gobierno vasco, se produjo la mayor cantidad de casos de tortura denunciados. Arregi había muerto año y medio antes de la llegada de González a La Moncloa. Como en el caso de Mikel Zabalza (1985), la muerte de Arregi en picana fue negada por los medios. Esta perla fue de «ABC»: «Coincidencia total en que Arregi no murió por torturas».
Y, ¿saben por qué no modifican, siquiera debaten la Ley de Secretos Oficiales, que pertenece a la época franquista (1968)? Porque se encontrarían con relatos que evidenciarían no solo la impunidad, sino el premio que han recibido los torturadores por ejecutar bien su trabajo. Un ejemplo, siguiendo la muerte de Joxe Arregi. Marín Ríos, uno de los condenados, fue enviado como agregado a Ecuador, donde años más tarde se produciría precisamente el secuestro y tortura de Miguel Ángel Aldana y Alfonso Etxegarai. Marín Ríos había estado destinado desde 1976 en Donostia como agente de los servicios secretos españoles en la época en la que comenzaron los atentados contra refugiados vascos en Ipar Euskal Herria.
La invisibilidad de la tortura es el truco que se guardan quienes construyen el relato desde posiciones excluyentes. Exigir al diferente que haga su propia reflexión debería llevar a una equivalencia que no se da ni de lejos. Estamos a años luz de ese reconocimiento. No hay más que observar el eco mediático de los estudios sobre la tortura, el silencio a los testimonios de los torturados, el negacionismo sistemático de los sindicatos policiales, el ascenso a ministro del Interior a un juez al que desde Estrasburgo han estirado de la oreja repetidamente y el matonismo anónimo en las redes animando a los agentes a torturar a la disidencia.
La tortura ha sido uno de los ejes centrales de la violencia del Estado. Javier Rodrigo, uno de los historiadores referencia de la dictadura, afirmaba que «si la tortura no pasa a formar parte del centro discursivo y se mantiene en un margen periférico, casi molesto para nuestro macro relato y nuestra cosmovisión del período, la condenamos a su incomprensibilidad». Y esa incomprensibilidad viene manifestada por el silencio. Mitterrand censuró «La cuestión», la difusión de la tortura en 1958. Pedro Sánchez refresca su compromiso de ocultar la tortura, en 2023, con el incumplimiento del compromiso de modificar la ley fascista de Secretos Oficiales.
*Nota de Rebelión: Hay una traducción al castellano del libro de Henri Alleg, La question, [y una entrevista de Gilles Martin a Henri Alleg]. Prólogo de Alfonso Sastre, Editorial Hiru, Hondarribia 2010. Traducido al castellano por Beatriz Morales Bastos.
Fuente: https://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/la-cuestion