Para rebajar el tono de la discusión es necesario que la opinión pública española reconozca que la sentencia condenatoria del ‘procés’ fue un atentado contra el Estado de derecho
La cuestión catalana ha preocupado y ocupado desde principios del siglo XX hasta nuestros días a gran parte de los intelectuales, filósofos, políticos y escritores que han sido y son conscientes de las peculiaridades históricas, políticas, lingüísticas y culturales de la nación catalana. Sus fricciones tradicionales con los modelos centralistas emanados de las constituciones monárquicas les ha llevado a decantarse por el republicanismo como forma de gobierno que reivindican todas las corrientes de opinión desde la derecha burguesa y conservadora, pasando por posiciones de izquierda tradicional y expresiones más recientes como la llamada Candidatura d’Unitat Popular (CUP). Coinciden en sus aspiraciones de lograr un Estado independiente que, en el pasado reciente alcanzó su hito histórico, el 6 de octubre de 1934, cuando tuvo lugar la proclamación del Estado catalán dentro de la “República Federal Española” por parte del presidente de la Generalitat de Cataluña, Lluís Companys. El Gobierno de la República abortó, con el uso de la fuerza, esta intentona que terminó con la condena del president Companys a treinta años de prisión. Cuando ganó las elecciones el Frente Popular, en febrero de 1936, fue amnistiado.
Las dictaduras de Primo de Rivera y Franco agravaron el conflicto que, con unas u otras derivas, nos ha llevado hasta el momento presente. Ya desde hace tiempo personajes relevantes de la vida política y cultural advirtieron sobre las consecuencias de afrontar la cuestión catalana con decisiones drásticas y fuera de las vías políticas. Ortega y Gasset, Azaña, Valle Inclán y Unamuno, entre otros, mostraron su preocupación por la militarización del conflicto. Ortega abogaba por una inevitable “conllevancia”. Miguel de Unamuno, en un desahogo intelectual muy propio de su carácter, escribió que España merecía “perder Catalunya” por la labor que estaba haciendo “la prensa madrileña”. Una labor que compara con la que se hizo en la guerra que se desencadenó por la independencia de la isla de Cuba: “Merecemos perder Catalunya. Esa cochina prensa madrileña está haciendo la misma labor que con Cuba. No se entera. Es la bárbara mentalidad castellana, su cerebro cojonudo (tienen testículos en vez de sesos en la mollera)”. Es indudable que se trata de una exageración y que no se puede generalizar, pero que cada uno saque sus propias conclusiones.
Creo que ha llegado el momento de analizar, con serenidad democrática, la situación generada por lo sucedido en Cataluña desde que recientemente los políticos catalanes, mayoritarios en el Parlamento y que ostentan el Gobierno de la Generalitat, decidieron optar, ofreciéndoselo electoralmente a los ciudadanos, por una vía u hoja de ruta hacia una independencia sin matices. En mi opinión debían de haber tenido en cuenta que las circunstancias del presente no eran las que habían surgido en el pasado. Formamos parte de una Unión Europea que se rige por un Tratado de Funcionamiento en cuya versión consolidada a 30 de marzo de 2010 se establece con claridad, en su artículo 4, que entre las competencias compartidas entre la Unión y los Estados miembros está la cohesión económica, social y territorial. En el Tratado de Lisboa se establece que la Unión respetará las funciones esenciales del Estado, especialmente las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial.
Nuestra Constitución contiene un artículo 155 que, según la práctica unanimidad de los constitucionalistas, es un reflejo del artículo 37 de la Constitución de Alemania, que no podemos olvidar que se trata de un Estado federal. El Tribunal Constitucional alemán nunca ha tenido la oportunidad de pronunciarse sobre la aplicación de dicho artículo, pero la mayoría de sus constitucionalistas estiman que se trata de una decisión extrema que hay que tratar de solucionar por otras vías, evitando el uso de fuerza armada. Nuestro artículo 155 establece que si una comunidad autónoma no cumpliere obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan o actuare de forma que atente realmente al interés general de España, el gobierno, previo requerimiento al presidente de la comunidad y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquella al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general.
Ni la España del presente, sociológicamente hablando, ni Cataluña, pueden permanecer al margen de estas circunstancias políticas, sociales y económicas que condicionan, como se ha demostrado en recientes elecciones, la respuesta política unilateral. No se puede ignorar la existencia de sectores de población que, sin perder su catalanismo, quieren seguir formando parte de España. Como era lógico después de que España recuperase la democracia y promulgase una Constitución en la que, sin perjuicio de la indisoluble unidad de la nación española, reconoce la existencia de nacionalidades y regiones, debería habernos hecho reflexionar a todos sobre las posibilidades de un encaje de Cataluña en el sistema político español. Los estatutos de autonomía del pasado republicano abrieron una vía que, en su momento, solo disfrutaron las nacionalidades históricas, Cataluña y el País Vasco porque el Estatuto de Galicia no llegó a entrar en vigor debido al golpe militar.
Lo cierto es que la cuestión catalana seguía gravitando sobre su espacio político, por lo que a nadie debe extrañar que los políticos catalanes, y así lo advirtieron públicamente, sometieran a consulta electoral la posibilidad de llegar a una declaración de independencia que les colocaría fuera del espacio territorial y político en el que hoy están integrados. En una democracia, esta opción está abierta siempre que su resultado no entre en contradicción insalvable con nuestro texto constitucional. Como reconoce el texto de la insólita sentencia condenatoria que pronunció la Sala Segunda del Tribunal Supremo, imponiendo penas de hasta 13 años de prisión por los delitos de sedición y malversación de caudales públicos, todo pudo ser atajado por la aplicación del artículo 155 al que ya hemos hecho referencia.
El Gobierno de coalición trató de corregir este desaguisado, que ha sido rechazado unánimemente por toda la doctrina jurídica internacional y por la totalidad de los órganos judiciales a los que se ha pedido la detención y entrega de Carles Puigdemont y Antoni Comín. No son prófugos, se encuentran en un espacio de seguridad, libertad y justicia del que forma parte España, a disposición de lo que decidan los órganos judiciales del país al que se solicite su detención y entrega. Permanecen a la espera de que su situación procesal se resuelva por las vías políticas y jurídicas propias de un país democrático. La mayor parte de los medios de comunicación, algunos partidos políticos y personalidades de la vida pública se opusieron a la concesión de cualquier forma de indulto, por considerar que estaba en juego la supervivencia de la nación y los cimientos de la democracia. Esta descarriada reacción ha provocado el asombro de algunos medios de comunicación extranjeros y, por supuesto, no ha recibido el apoyo de ningún organismo internacional y mucho menos de los órganos institucionales del Consejo de Europa y de la Unión Europea.
La cuestión catalana ha reaparecido en el presente, incluso con más fuerza que en el pasado, circunstancia a la que no es ajena la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto refrendado por el Parlamento español y por la sociedad catalana. Provocó la reacción de los gobiernos de la Generalitat, suscitando como alternativa la posibilidad de un referéndum consultivo o, más adelante, la propuesta de un referéndum unilateral que estaba abocado al fracaso político, pero al que nunca se debió hacer frente con los instintos autoritarios de una parte de la sociedad española que concentró su oposición dialéctica en la tribal consigna del “a por ellos”. Desgraciadamente, la sentencia del Tribunal Supremo, como ha dicho un magistrado amigo, le ha puesto música, por cierto, muy desafinada, al grito desaforado de los que solo creen en el uso de la fuerza y la represión.
Ha llegado el momento de que las consecuencias derivadas de los procesos refrendarios catalanes y, en particular, de la actuación desproporcionada, como reconoce la propia sentencia, de las fuerzas y cuerpos de seguridad, así como de las reacciones frente a decisiones judiciales que avergüenzan a la cultura jurídica, sean reparadas con los instrumentos propios de una democracia y un estado de derecho. En primer lugar, se utilizó torticeramente la imputación por rebelión para acordar la prisión de los imputados. Esta decisión fue calificada como “detención arbitraria” por parte del Grupo de Trabajo de Naciones Unidas. El desatino judicial alcanzó su punto culminante cuando Turull se presentó a la investidura como president de la Generalitat y al no tener la mayoría absoluta tenía una segunda opción a las 48 horas. En el intermedio fue detenido e ingresado en prisión sin que semejante atropello mereciera la más mínima crítica por parte de la mayoría de los medios de comunicación.
La cuestión catalana solo puede comenzar a rebajarse de tono si la opinión pública española reconoce que la sentencia condenatoria, de la que no he escuchado ningún elogio a la mayoría de los juristas hispanos ni al otro lado de los Pirineos, ha sido un atentado contra el Estado de derecho. El discurso del rey el 3 de octubre y la postura irredenta de la Fiscalía han sido factores que han enrarecido el ambiente político. Creo que ha llegado el momento de borrar las nefastas consecuencias de unas decisiones políticas que decidieron criminalizar el conflicto. La amnistía es una de las posibilidades que no se deben descartar, explicando sus motivaciones y delimitando su ámbito de aplicación. Aliento a los juristas a que se lean los hechos probados de la sentencia, columna vertebral de cualquier decisión judicial, y que encuentren una coherencia lógica de su relato con las brutales condenas impuestas.
José Antonio Martín Pallín es abogado de Lifeabogados. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).