Murió la bestia sanguinaria. Otra bestia sanguinaria más. Antes, en 1975, murió en su cama sin juicio y rindiéndole honores de jefe de Estado otra bestia sanguinaria, responsable de delitos mucho más atroces que los del chileno, y sin embargo se fue de rositas a su tumba. Ahora se pretende por el PSOE amnistiar a […]
Murió la bestia sanguinaria. Otra bestia sanguinaria más. Antes, en 1975, murió en su cama sin juicio y rindiéndole honores de jefe de Estado otra bestia sanguinaria, responsable de delitos mucho más atroces que los del chileno, y sin embargo se fue de rositas a su tumba. Ahora se pretende por el PSOE amnistiar a los criminales que le secundaron en sus horrendos crímenes. Repugna al Derecho, al Derecho internacional, a las organizaciones de Derechos humanos. No es aceptable que Alonso, Moratinos, y otros personajes del Gobierno -y sus adláteres- condenéis la dictadura sanguinaria en Chile y con la otra mano redactéis esa infamamte Ley de Memoria Histórica. A cada cual lo suyo, y a Franco el calificativo de bandido, pues no era otra su condición. El «estado bandido» del franquismo no era un Estado de Derecho, sino un Estado criminal en su origen y mientras persistió.
El positivismo jurídico asienta que Estado y Derecho están en perfecta consonancia, y desde este punto de vista, al margen del origen del mismo, el Derecho emanado del mismo es legítimo. De este modo se pretende legitimar el régimen franquista. Pero también es cierto que así estaría legitimado el régimen nazi, el fascista italiano, el chileno pinochetista, el argentino videlista, el de Pol Pot en Camboya, etc. La cuestión radica en que todo acto violento que conlleve la toma del Poder por la fuerza, según el planteamiento positivista, legitimaría las dictaduras -pues ninguna ha accedido al Poder sin violencia.
La polémica está servida, pues no es cuestión pacífica. Depende de quiénes tomen el Poder por la fuerza, estarían legitimados o no. Pues en ese caso todas las revoluciones -desde la francesa de 1789, pasando por la Comuna de París, y la revolución bolchevique, para llegar a 1959 en Cuba, por no mencionar Vietnam en 1975, o Rumanía en 1989….- quedarían igualmente desligitimadas. Y está claro que repugna a la razón medir por el mismo rasero todo hecho violento, pues la legitimidad de la sublevación de la población contra los tiranos (Luis XVI, Luis Napoleón, Batista, la dominación USA, o la familia Ceaucescu… ) está incluso reconocido en textos tan poco revolucionarios y exaltados como los de los Santos Padres y San Agustín.
Con motivo de los festejos realizados en los «25 años de paz» el dictador explicó con notable clarividencia de dónde partía la legitimidad del Estado de derecho franquista: «Una nación en pie de guerra es un referéndum inapelable, un voto que no se puede comprar, una adhesión que se rubrica con la ofrenda de la propia vida. Por eso creo que jamás hubo en España un Estado más legítimo, más popular y más representativo que el que empezamos a forjar hace casi un cuarto de siglo» (no hay duda que a los belicistas y quienes ven en el uso de la fuerza un recurso tienen en las palabras del dictador todo un argumento a su favor). ¿Algo no encaja, verdad?, pues es evidente que desde el punto de vista formal esta aseveración es inapelable, y baste con ello ver que el sujeto fuera otro; que lo dijera Robespierre, Lenin, o Fidel Castro (por cierto todos ellos gobernantes como consecuencia de actos de fuerza contra el sistema existente).
¿Luego en qué callejón nos encontramos? ¿son válidos los métodos violentos para acceder al Poder en todos los casos? ¿en unos casos sí y en otros no? ¿El Estado de Derecho implantado después de una revolución es Estado de Derecho? ¿No lo es si el movimiento triunfante es de derechas? La cuestión es peliaguda. Mirando los hechos históricos observamos la revolución de 1934 y la implicación en la misma de las fuerzas que sostenían la Constitución republicana. Por ello, desde este punto de vista jurídico -no social, ni político, ni moral- la legitimidad de las leyes -en el supuesto de que la CEDA hubiera sido desalojada del Poder por la fuerza- emanadas de un Gobierno revolucionario tendría las mismas características que las de cualquier otro -por enemigo que fuera- que tuviera tal origen. Claro está que en octubre de 1934 lo que se pretendía por las organizaciones obreras era impedir que la Constitución de 1931 fuera aniquilada de cuajo, y de hecho consiguieron parte de sus objetivos. ¿Se discutirían las leyes y el Estado Derecho emanado de esa revolución? Luego ¿cuál es la diferencia entre las leyes franquistas, su ilegitimidad, y las que emanan de un Estado revolucionario? Pues no puede servir que el discurso político de los franquistas era tranochado, reaccionario.. De ese modo saldríamos del ámbito del Derecho para entrar en el campo de las valoraciones, en el campo de la ética y si se me apura de la moral.
Sabemos que el Derecho no se compadece en absoluto con moral alguna, pues arreglados estaríamos si dejáramos que las leyes fueran interpretadas según la moral del juzgador (buena parte del descrédito de la judicatura radica en que los jueces juzgan condicionados por su moral e ideología particular). Reclamamos de los juzgadores que cumplan y hagan cumplir las leyes que el legislador -y he aquí la madre del cordero, la legitimidad del legislador- ha promulgado. Todos sabemos distinguir cuándo el legislador es el «rey» (un solo Poder) y cuando está encomendado al «pueblo» (Poder legislativo) que se manifiesta de diferentes modos, a través de un sistema representantivo o participativo. Esa reclamación procede de la sociedad , y además es uno de los pilares del Derecho en tanto que evita la arbitrariedad jurídica. Y tenemos en las propias declaraciones de los sublevados la razón de la ilegalidad, pues ya en aquellos momentos afirmaban la naturaleza «totalitaria» del Nuevo Estado.
Cuando uno se mueve en los presupuestos propios del historiador, la legitimidad se establece sobre la base ideológica, y ningún historiador carece de ella, y de ese modo encontramos a energúmenos como La Cierva o Salas Larrazábal o cualesquiera de los actuales ideólogos del neofranquismo (C. Vidal, P. Moa…). No hay quen despreciar tales interpretaciones, siempre que se ajusten a los hechos empíricos y no sean producto de la imaginación o de la superchería, pues indican cuáles son los intereses de las clases enfrentadas. Así, el historiador tenderá a relatar, explicar e interpretar los hechos pretéritos, y lo hará siempre desde una posición ideológica concreta, que queda palmariamente en evidencia en lo que habla y en lo que calla (o desconoce) del evento en cuestión. Por ello el historiador, y cuanto más influyente en la sociedad – recordemos el papel tan brillante que jugó Tuñón de Lara desde Pau en la juventud universitaria en décadas pasadas, o del mismísimo Josep Fontana para círculos más reducidos- más claro es que su ideología se trasmitirá a las generaciones presentes y venideras. Su concepción de lo «justo» o de lo «injusto» impregna sus páginas. Pero esto, que es así, y es conveniente que sea así -pues los referentes existen, se quiera o no se quiera-, no es óbice para que la legitimidad de un régimen político pueda verse desde otro ángulo.
Las contradicciones existen cuando se enfrenta la Historia con el Derecho, pero eso es así solamente cuando vemos el Derecho como una excrecencia al margen de la sociedad. Pero es la Historia misma, una «parte» del estado social concretamente determinado. Las Leyes de la II República correspondían al momento histórico concreto, a aquella formación social y económica, y era en ese momento la legalidad imperante. No quiero yo decir que haya que someterse a la legalidad, pues difícilmente se podrían acatar las normas en la Alemania nazi o en la España franquista. Difícilmente se podría justificar la oposición con riesgo de vida y libertad de los «insumisos» al «servicio militar» durante los años 80 y 90. Difícilmente se hubieran cambiado las leyes en la Roma del siglo IV si no es porque los plebeyos de retiran al monte y abandonan Roma. Por tanto las leyes son la expresión de la sociedad de su tiempo, y desde el punto de vista de los principios jurídicos así se ve incluso reconocido en el Código Civil.
Quiero deshacer los argumentos que los defensores de la legalidad franquista pudieran oponer apelando a otras realidades legales establecidas como consecuencia de actos revolucionarios. Y hete aquí que no es lo mismo un acto violento promovido en defensa de los intereses generales, que en defensa de los intereses particulares de las castas económicamente dominantes. (Aquí podríamos jurídicamente referir la defensa represiva de los derechos de la sociedad, al igual que ocurre con los de la persona, y mencionar el estado de necesidad y la legítima defensa). Las diferencias con los procesos revolucionarios se manifiesta en la consecución de los objetivos de la mayoría de la población desposeída de derechos y de bienes.
En el régimen franquista hubo, por parte de algunos, interesados en incardinarlo en el concierto internacional, en dotarlo de una mínima expresión de legalidad, pues a fuer de que fueran fascistas no eran demasiado estúpidos (caso de Fraga Iribarne), y de ahí surgió la necesidad de superar la legalidad constitucional de la República- que les pesaba como una losa- y por todos los medios pretendieron dotar de esa constitucionalidad al régimen. Hablaron de la «constitución permanente», pero ni los hechos, ni los textos, ni los juristas y constitucionalistas reconocieron jamás «constitucionalidad» alguna al régimen franquista (desde Karl Loewenstein o el pronazi Carl Schmitt, o juristas como Tomás y Valiente…).
Este déficit constitucional en el régimen, incapaz de remediarlo durante 40 años de terror y «mando en plaza», es una de las bases que colocan las «leyes franquistas» fuera de la legalidad. La muestra más palpable de esa ilegalidad es la devolución del patrimonio sindical a la UGT y a la CNT. Quienes niegan la posibilidad de revisar las «leyes» franquistas están obviando este mandato constitucional y legal que anula las decisiones tomadas en aplicación de aquella monstruosidad jurídica que llamaron «Ley de Responsabilidades Políticas» en 1939 y las sucesivas de 1944 y 1948, además de las que instauraron tribunales especiales de represión.
La legalidad republicana venía dada por las elecciones de 1931 (el legislador era democrático), la votación de una Constitución en ese mismo año, y las elecciones de febrero de 1936. La sublevación militar no puede equipararse a un poder legítimo, equiparable al Legislador, pues si así se considerara por quienes defienden el franquismo quedarían sin argumentos ante la organización armada vasca ETA, pues no se puede ni se debe negar a los demás aquello que aceptamos para nosotros mismos. Esto va dirigido especialmente a esa caterva de juristas, gobernantes y jueces que en la actualidad hablan de inseguridad jurídica ante el reproche y negación de toda legalidad de aquellas que pretendían ser «leyes».
Desde mi punto de vista no se trata de anular sentencias, pues considerarlas como tales es un insulto grave y una afrenta sin límites a las sentencias que se producen en un Estado de Derecho (aunque algunas, ¡válgame dios!, parecen redactadas por Eymar y sus secuaces), por lo que corresponde reponer en su derecho a los ciudadanos que les han arrebatado bienes, libertad, y la misma vida, a través de un procedimiento absolutamente jurisdiccional, sin ambages y con condenas si fuere pertinente contra los delincuentes que asesinaron, robaron y secuestraron (pues no de otro modo debe considerarse la prisión en campos de concentración y cárceles franquistas, las matanzas, y la apropiación de bienes ajenos). No entro en un análisis pormenorizado de cada una de esas supuestas «leyes» que redactadas y publicadas en un autocreado ah doc»Boletín Oficial» permitieron que aquellos delincuentes -a la vista del Derecho actual y del Derecho vigente en aquel momento- se apropiaran por la vía de la «incautación» de los bienes de las víctimas, de su libertad -convirtiéndolos en esclavos- y de su vida.
En el mundo del Derecho se tiene muy en cuenta la jerarquía normativa, pues es uno de los elementos esenciales de la seguridad jurídica, por tanto nunca un «bando» de un alcalde o de aquella partida de bandidos reunidos en «Junta de Defensa Nacional» puede nada contra una norma superior, y en ese momento la norma por excelencia era la Contitución de 1931, y a mayores el Código de Justicia Militar de 1890 y, a mayores aún, cuanto determinaba el Gobierno de la República. Tengo que decir que la organización armada vasca ETA al lado de estos bandidos del 18 de julio son unos aprendices.
Reproduzco aquí parte del texto del «Bando de 28 de Julio de 1936» (de los bandidos, claro está), para que se aprecie que hoy en día -como entonces- si unos cuantos militares se les ocurriera tal cosa todos sabríamos que serían juzgados de acuerdo al Código de Justicia Militar: «las circunstancias por las que atraviesa España exigen a todo ciudadano español el cumplimiento estricto de las Leyes, y por si alguno, cegado por un sectarismo incomprensible, cometiera actos u omisiones que causaren perjuicio a los fines que persigue este movimiento redentor de nuestra Patria, esta Junta de Defensa Nacional, celosa en cuanto constituyen sus deberes en momentos tan solemnes, ha decidido ratificar la declaración del Estado de Guerra, y, en consecuencia, en cumplimiento de los dispuesto en este Decreto de esta fecha (…) el Estado de Guerra declarado ya en determinadas provincias, se hace extensivo a todo el territorio nacional (…) todos los insultos y agresiones a todo militar, funcionario público o individuo perteneciente a las milicias que han tomado las armas (…) serán perseguidos en juicio sumarísimo (…)».
El texto de los bandidos del 18 de Julio es suficientemente expresivo y si bien merecería algunas aclaraciones, no es el momento ni hay espacio suficiente, por ello, y para que se vea que ellos mismos no crean una legalidad nueva en el momento de organizarse y de cometer sus delitos (sublevación militar y asesinato, entre otros), recurren al mismo Código de Justicia Militar por el que ellos mismos serían enjuiciados (y por el que en su momento Sanjurjo fue condenado a pena de muerte por la sublevación de 1932, conmutada por prisión) lo aplican en lo que llaman D. de 20 de diciembre de 1936 («todas las milicias y fuerzas auxiliares movilizadas, quedan sujetas al Código de Justicia Militar en todas sus partes»).
Para el actual Gobierno del PSOE, que pretende una ley de punto final con ese Proyecto de Ley sobre Memoria Histórica, debieran de recordar -quienes hayan estudiado Derecho, y en todo caso se lo pueden preguntar al portavoz en el Congreso, Diego López Garrido- que su actitud es absolutamente ilegal, y que en tiempos venideros, esta miserable Ley de la Memoria será un baldón insuperable. No se puede ser valiente condenando la dictadura sanguinaria de Pinochet, y ser cobardes con el franquismo.
Hay quien habla de que las leyes no son retroactivas, hay quien señala que ya es cosa juzgada, en ambos casos esa es una falacia que queda al descubierto en cuanto miramos cómo sentencias de hace decenios han sido revisadas por el Tribunal Supremo y, además, negamos la mayor, nunca hubo un juicio, dado que no existía Estado de Derecho -sólo hubo acciones delictivas con personajes vestidos de militares y disfrazados de jueces-, la «cosa no ha sido juzgada nunca» (¿acaso un juicio de un «Tejero» o de un «Armada» o de un «Milans» se tomaría como tal?); y por lo que respecta a la irretroactividad de las leyes hay que decir que lo es sólo para el caso de las leyes sancionadoras, por lo que muy bien se les puede aplicar el Código Penal actual, de este modo se verán libres de ser ejecutados en el patíbulo.
El Gobierno se ha metido con este Proyecto de ley en el callejón no sólo de la indignidad, sino de la ilegalidad manifiesta, pues vulnera los tratados internacionales que se han ratificado por España, y desde ese ámbito jurídico se le pedirán cuentas para anular tal monstruosa ley y llenarlos de vergüenza ante las generaciones venideras. El jefe de los bandidos (Francisco Franco Bahamonde) en los Principios del Movimiento Nacional, en un alarde de desfachatez estableció para quienes no lo supieran que asumía todos los poderes y que «respondería ante Dios y ante la Historia».
Ante Dios, como si se columpia, pues nunca fui aficionado a temas escatológicos, pero le toca ahora responder ante la Historia, y este es el momento histórico, por el cual propongo que se aplique el Decreto de Julio de 1936 en que pierde grado y empleo junto a otros militares, además de cuantas disposiciones fueron tomadas por el Gobierno de la República. Allí su dios se lo demande, aquí responderá de sus crímenes.