Que me perdone el profesor Julio Anguita por este titular. No piense que ha vuelto a la arena periodística aquel esbirro que por un salario en el grupo Prisa estuvo dispuesto a acosar y tergiversar con tanta malicia la labor del entonces coordinador general de Izquierda Unida, justo en el momento de esplendor de una […]
Que me perdone el profesor Julio Anguita por este titular. No piense que ha vuelto a la arena periodística aquel esbirro que por un salario en el grupo Prisa estuvo dispuesto a acosar y tergiversar con tanta malicia la labor del entonces coordinador general de Izquierda Unida, justo en el momento de esplendor de una organización política que empezaba a molestar y a asustar de verdad al poder político, económico y mediático de España. No olvidemos que en aquella época, una ley electoral más justa le habría permitido conformar un grupo parlamentario de más de treinta diputados con los dos millones de votos obtenidos en las Elecciones Generales de 1996. Que me perdone el intachable profesor Anguita, pero a la presencia masiva de esbirros como el citado colega periodístico y a la ausencia de personas como el político cordobés se debe, como veremos a continuación y en mi opinión personal, el germen de las protestas en las calles de estos días. No creo que las protestas se deban a la indiscutible corrupción del ‘partidismo’ (bi, tri o tetrapartidismo) español. Ese dato no es nuevo. Una parte muy minoritaria de la sociedad española se ha echado a la calle porque no soporta la desolación de no tener ya referencias de izquierda real entre los sindicatos o los partidos políticos, al menos entre los altos portavoces de éstos. Esto va contra el grueso de opiniones que se escriben estos días en Rebelión, pero estoy convencido de que la chispa que ha llenado las calles de personas indignadas no es la falta de democracia decidida por el PPSOE (esto se da por hecho desde hace años; estos manifestantes nunca pensaron votar por el PPSOE) sino la desolación que produce a estas personas el hecho de no poder agarrarse a ninguna institución, partido o sindicato que ejerza una ideología de izquierda real, abnegada, conectada con los problemas reales y el sufrimiento real de millones de personas. Es motivo de escándalo que la dirección de Izquierda Unida no reflexione, se disculpe ante la sociedad y se pregunte por qué la mayoría de los manifestantes no permiten que esta organización política encabece una protesta que debería llevarla a la primera línea de combate. Durante años, IU aglutinó la indignación de la mayor parte de los que hoy están en la calle, que ahora se sienten huérfanos. Los indignados han sufrido, emulando las míticas películas Mad Max o Waterworld, el impacto emocional de quejarse en soledad sin ningún tipo institución u organismo bajo el que protegerse o reunirse, como si fuera un mundo apocalíptico donde los rojos o los que no viven de saquear el sistema son islas marginales en el desierto, de arena o de agua.
Veamos. España ya era un país profundamente corrupto hace veinte, treinta y cuarenta años; no estamos descubriendo nada. No nos olvidemos de que el franquismo no sólo se ocupó de ejercer la tortura física y la prohibición de libertades fundamentales de la ciudadanía. También consolidó un modelo económico y burocrático que todavía estamos pagando. La España franquista asentó el peor clientelismo de Europa, promovió una dependencia del ladrillo que enfermó la economía hasta hoy mismo, favoreció la subvención y el paternalismo antes que la creatividad empresarial, eludió la investigación y las plusvalías del conocimiento y el talento, cerró la competencia exportadora y las relaciones comerciales con el resto del mundo, promovió a ilustes familias de rentistas explotadores y especuladores antes que a las de emprendedores. Y todo esto sin contar cómo se ha transformado interiormente el pensamiento de generaciones de españoles con miedo al paredón, a los uniformes o a la cárcel. No perdamos la perspectiva: los manifestantes tienen toda la razón en sus quejas y contribuyen a un mundo más justo, pero hay más jóvenes simpatizantes de Nuevas Generaciones (la sección juvenil del Partido Popular) que acampados en todas las calles de España. Esto no es Túnez.
Los periodistas de izquierda nos hemos acostumbrado, en estos años, a no denunciar la progresiva derechización de las instituciones de izquierda para no echar más leña al fuego y propiciar su desaparición, tan ansiada por la ultraderecha y la progresía del PSOE. También los periodistas tenemos una responsabilidad cómplice. Todavía hoy seguimos hablando más de la protesta, de la puesta en escena, que de la precariedad laboral, el paro, la siniestralidad, el gravísimo feudalismo fiscal y, sobre todo, de la corrupción pequeña de millones de españoles de los que surgen nuestros políticos y sindicalistas, una corrupción de lo cotidiano que empieza por llevarse de la oficina un paquete de folios o colocar a un sobrino en el Ayuntamiento y que acaba en el escaño de un diputado que firma la reforma laboral mientras vota por enviar unos soldados a invadir un país que no ha pedido militares españoles. El resto de periodistas, los del poder, sí han cumplido su papel: atacar como perros de presa a los manifestantes, degradándolos porque no se expresan de acuerdo a las normas del político empalagoso. Todos los periodistas que hemos tenido que tratar con politiquillos de medio pelo nos hemos echado las manos a la cabeza alguna vez cuando se apaga el micrófono y se va el asesor de turno: te puedes topar con un gañán, un troglodita codicioso e inculto que sólo quiere decir, al dictado, aquello que suene lo suficientemente bien como para seguir ascendiendo y trepando. Casi como un periodista, oiga.
Así, en mi opinión son dos los detonantes de estas encomiables protestas:
1. La desaparición de referencias de izquierda tangibles. Los manifestantes ya no se fían ni se sienten identificados con las tradicionales organizaciones de izquierda. Viendo que toda Europa y EEUU se escoraba hacia la derecha y al peor neoliberalismo, sindicatos y partidos políticos de izquierda se dejaron llevar por la corriente, se acomodaron como señoritos y acabaron abandonando a decenas de miles de personas que no tienen siglas a las que aferrarse pero que siguen teniendo un sufrimiento y una conciencia de izquierda real que no ha podido aburguesarse. Su oficina y su consuelo es ahora la calle. El caso de los sindicatos -pactando año tras año recortes laborales, promoviendo empleo precario a sus propios empleados, haciendo guiños a la derecha de siempre, pensando más en el afiliado que en un modelo de sociedad más justo para toda la clase trabajadora, pervirtiendo el uso del dinero destinado a formación para mantener una estructura sobredimensionada y perezosa, etc.- es pavoroso para millones de españoles en paro o con precariedad extrema. La dirección de IU, salvo honrosas excepciones, ha amparado todo ello con la excusa de no dar argumentos a la derecha mediática. Además del abandono de la clase trabajadora no afiliada (hay dirigentes sindicales que todavía piensan que el trabajador medio está en una fábrica de coches y se olvidan del ‘lumpen’ que sufre de verdad en los centros comerciales, las oficinas, las centralitas telefónicas, las cafeterías o las motos de reparto), hay una segunda cuenta pendiente de los dirigentes ‘oficiales’ de izquierdas en un plano más ideológico: el desprecio a los movimientos democráticos de masas en Latinoamérica. Por no enfrentarse verbalmente a la caverna mediática -la clásica de ultraderecha y la ‘progre’ de derechas que defiende a las multinacionales españolas en aquel continente- los portavoces de la izquierda oficial han mirado para otro lado ante el linchamiento generalizado en España contra los únicos movimientos sociales de democracia antiimperialista y humanista que se han producido en todo el planeta: Cuba, Venezuela, Bolivia, etc. Ha sido una cobardía imperdonable cómo se han callado. Y eso, cuando no criticaban directamente estos movimientos emancipadores y se hacían cómplices del linchamiento generalizado y de la ignorancia que los españoles tenemos sobre el dolor de los pueblos americanos. No estaba de moda apoyarles, debían pensar, a pesar de que sabían que se estaban ocultando los 500 años de genocidio y saqueo en América Latina. A los que han conocido un poco del sufrimiento americano se les ha acabado la paciencia con tanto miramiento clasista, carajo. Jamás un país en la historia mundial del periodismo ha sido sometido a un acoso como el que soporta Cuba, donde la prensa occidental dedica su tiempo a buscar el más mínimo gesto de un policía para decir que hay represión. Y no consiguen fotografiar nada, pese a su empeño. Y los portavoces de alto rango de la izquierda oficial, callados o silbando durante años. Esa misma prensa es la que en la dictadura de Qatar sólo habla de motos y en la tiranía de Bahrein habla de automóviles. Y la izquierda que todos esperan sigue sin hacer autocrítica, ensimismada. Es que son sus teóricas bases las que están en la calle, no son las bases de los grandes partidos españoles.
2. La desinformación. La transformación en la propiedad de los medios -los clásicos empresarios de comunicación han sido sustituidos por accionistas procedentes de las grandes corporaciones de sectores estratégicos como el financiero y energético- ha trasladado el llamado Pensamiento Único a las redacciones de los grandes periódicos españoles, que en la práctica informan de lo mismo en los mismos términos. La consigna estaba clara: hay que defender los intereses de nuestros accionistas, que ya no son empresarios locales, ni mucho menos los lectores sino los bancos, los inmensos fondos de inversión o las corporaciones con intereses a nivel planetario. Hay que admitir que la campaña de acoso contra la izquierda real que empezó con el mencionado Julio Anguita se perfeccionado mucho y ha castigado duramente a IU, pero la izquierda podía haberse esforzado un poquito más antes de rendirse. El mayor éxito de la desinformación programada por el poder es que millones de personas, entre ellos algunos de los acampados, dicen no tener muy claro cuál es la diferencia entre izquierda y derecha, y mucho menos señalar cuál de los personajes que ve en un telediario son de izquierdas o derechas, por mucho que se presenten a sí mismos de una u otra manera. La prensa ha logrado que una parte relevante de la opinión pública vea grandes diferencias entre el PSOE y el PP (yo no las veo, se lo aseguro) o, peor todavía, esas personas piensan que en los límites del bipartidismo se ocultan fuerzas malignas, incivilizadas y violentas. Ochenta años después, es lo mismo que el franquismo decía de los republicanos. Para asumir esto, tendríamos que asumir que la mayoría de los españoles siguen sin ser capaces de desvincularse del franquismo, y esto es un plato muy difícil de asumir para los políticos políticamente correctos.