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La cultura en el centro de la vida

Fuentes: Bohemia Digital

En 1961, su tercer año en el poder, la Revolución Cubana logró dos victorias de pareja relevancia: fue aplastada la invasión mercenaria en Playa Girón y sus inmediaciones, y la patria se convirtió en territorio libre de analfabetismo. Ambas victorias mostraron su rumbo y su alcance, y merecen seguir definiendo su existencia frente a desafíos […]

En 1961, su tercer año en el poder, la Revolución Cubana logró dos victorias de pareja relevancia: fue aplastada la invasión mercenaria en Playa Girón y sus inmediaciones, y la patria se convirtió en territorio libre de analfabetismo. Ambas victorias mostraron su rumbo y su alcance, y merecen seguir definiendo su existencia frente a desafíos que no cesan.

Alguna cronología «objetiva» señala que el 3 de enero del propio 1961 los Estados Unidos y Cuba habían roto relaciones. Pero las rompió la potencia del Norte, en respuesta a la decisión de independencia y soberanía del país caribeño. Aún antes de los hechos de Playa Girón, el gobierno estadounidense tramaba o ponía en práctica acciones enfiladas a derrocar una Revolución llegada para darle a Cuba la independencia y la soberanía que desde 1898 aquella potencia, entonces en desarrollo, le había impedido lograr.

En un sitio como BBC Mundo, insospechable de ánimos filocomunistas, se lee: «Hoy sabemos que en marzo de 1960, el entonces presidente de los Estados Unidos, Dwight Einsenhower, autorizó a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) para que iniciara el entrenamiento de refugiados cubanos para una posible invasión». Tal autorización es impensable sin pasos previos.

No había que ser muy previsor para intuir que la decisión de romper relaciones con Cuba no la tomaba el imperio para que el pueblo cubano viviera mejor, para que revirtiese las calamidades que había sufrido bajo gobiernos manejados desde Washington mediante su Embajada en La Habana, o con intervenciones directas. Procuraba tener las manos libres para patrocinar actos como la invasión mercenaria, cruentas acciones terroristas y un férreo bloqueo económico, financiero y comercial aún hoy vigente.

Mientras ataca, se canta a sí mismo

El imperio no logró aplastar a Cuba; pero le ha causado grandes daños. Además, creó en el continente escuelas de lucha antiguerrillera donde se enseñaban torturas, y promovía -no ha dejado de hacerlo- golpes de Estado para seguir contando en la región con gobiernos similares al derrocado en Cuba por la lucha revolucionaria. Y ha mantenido prácticas políticas y culturales para edulcorar su propia imagen y aplacar el espíritu combativo de los pueblos.

Desde perspectivas revolucionarias, el recuento de aquellos años suele subrayar la pujanza de la lucha, pero no cabe menospreciar lo alcanzado por falacias imperiales como la Alianza para el Progreso: puesta en marcha también en 1961 por la administración estadounidense que cargó con la derrota de Girón, duró una década, pero su influencia desbordó ese lapso. Como una muestra de sus derivaciones, dígase que en 1983 se creó, y todavía perdura, la llamada Fundación Nacional para la Democracia (NED, por sus siglas en inglés), igualmente concebida para insuflar el espíritu contrainsurgente y la cultura de la dominación imperial.

Algunas décadas después del apogeo que tuvo tras el triunfo de la Revolución Cubana, el movimiento de guerrillas se vio en general sin asideros, llamado a cesar para no ser visto o presentado como vandalismo. Con su propaganda, en el seguimiento de cuanto durante años hizo contra todo lo que tuviera visos de lucha por la liberación nacional, el imperio tilda de terrorista cuanta acción armada lo contraríe.

Pero continúa haciendo uso de las armas cuando se le antoja. Aunque la dignidad de los pueblos y de sus mejores representantes permanece en pie, y hasta por la vía electoral logra triunfos, nada debe llevar a la desmovilización del pensamiento revolucionario. Aquellos triunfos no son irreversibles, ni sus defensores deben desentenderse de las maquinaciones imperiales. Para ejemplificarlas, bastaría recordar los devastados Irak y Libia, la amenazada Venezuela bolivariana y el apoyo a Israel contra Palestina. ¿Cree alguien que ya Cuba está fuera de esos planes?

Con desfachatez gemela de su pragmatismo, el imperio lo aplica todo a mantener una hegemonía contra la cual surgen competidores y, sobre todo, se yergue la rebeldía de pueblos y vanguardias emancipadoras. Pero él tiene reservas para una duración prolongada. La llamada Guerra Fría fue una contienda para afinar procedimientos políticos y culturales de dominación, y uno de ellos radica en la invitación permanente a no pensar.

El imperio promueve el olvido de la historia, que está llena de crímenes perpetrados -y en marcha- por él, y es fuente de lecciones para la voluntad emancipadora. Con su poderío, si la invitación al olvido no funciona, auspicia espectáculos para sobreponerlos a la historia. Se ha visto en torno al restablecimiento de sus relaciones diplomáticas con Cuba.

Símbolos, historia

En la reapertura de su Embajada en La Habana desplegó una intensa dramaturgia, como señaló Rosa Miriam Elizalde en Símbolos, artículo publicado en Cubadebate: automóviles mostrados como prueba de la eficacia de la industria yanqui y no de la inventiva cubana para mantenerlos funcionando a pesar del bloqueo; tres marinos en representación de un signo de continuidad que no se correspondiera con la defensa por Cuba de la independencia y la soberanía que ganó en 1959; un poema descafeinado para idealizar las relaciones entre «vecinos» sin adjetivos que los diferencien…

¿A quién le conviene enmascararse sino al lobo que le pide a Cuba muestras de buena voluntad para retomar relaciones que ella no rompió? ¿Invadió Cuba a los Estados Unidos? ¿Ha patrocinado allí actos terroristas en que murieron ciudadanos estadounidenses y de otras nacionalidades? ¿Ha bloqueado por más de medio siglo la economía del agresivo vecino? Esos actos los ha perpetrado contra Cuba el imperio. Obra de seres humanos, la Revolución Cubana ha cometido errores; pero no está entre ellos su radical antimperialismo, que es parte señera de su honor.

El 14 de agosto, junto a la Tribuna Antiimperialista habanera -a la que nadie debe venir a suavizarle el nombre en un afán contemporizador grato al imperio- ocurrió algo que se inscribe, claro está, en la historia. La bandera de las barras y de las estrellas volvió allí por gestión del imperio que cambia de táctica para lograr contra Cuba lo que no consiguió con la hostilidad evidente. No retornó como emblema del pueblo estadounidense, con el cual nunca ha roto el cubano, como tampoco fue el gobierno de este país el que rompió las relaciones diplomáticas entre ambas naciones.

Frente a euforias desmedidas en torno a ese 14 de agosto, Fernando Martínez Heredia introdujo, en Cubadebate, algo más que un matiz: llamarlo histórico «podría ser una hipérbole perdonable, si no estuvieran en juego la soberanía nacional y la sociedad que hemos creado en el último medio siglo». La precisión, que contradice entusiasmos expresados hasta por algún (o alguna) profesional cubano de la información, irrita al avispero neoliberal y proanexionista, furioso ante cada expresión del pensamiento revolucionario.

Pero ese avispero no es lo que ha de preocuparnos. Centremos la atención en nosotros mismos, en el deber que tenemos con la claridad en asuntos tan significativos. No basta decir que un político estadounidense se ha pronunciado contra el bloqueo, si lo que ha hecho es señalar su inoperancia y reclamar tácticas efectivas para conseguir contra Cuba lo que no obtuvieron las agresiones. Es necesario no propiciar falsas expectativas si en la Casa Blanca se instala ese político (o esa política, pues el imperio, que ha ensayado en su presidencia con un hombre «no-blanco», ¿rehusaría hacerlo con una mujer rubia, para dar otra imagen de cambio? They can!)

Como diversas voces han venido advirtiendo -y el autor de este artículo no repetirá lo que ha escrito en textos publicados en Cubadebate y Cubarte, y reproducidos en otros órganos digitales-, el asunto no empezó ni terminará en aquel espectáculo escenificado junto al Malecón habanero. La batalla cultural está en el centro de lo que Cuba necesita atender con desvelo para mantener la defensa de su independencia y su soberanía, y su derecho, también deber irrenunciable, a cultivar la justicia social.

Es indispensable mantener alerta el pensamiento, y ello supone una actitud profundamente cultural. El imperio, que invierte en fomentar y difundir vacíos culturales, no deja de pensar ni un momento en cómo conservar y fortalecer su poderío por distintos caminos, incluidos los productos audiovisuales que le convengan. Se emplea aquí el concepto de producto, asociado a la generación fabril y al mercado de bienes materiales, no para aceptar un término de moda, sino como reconocimiento de que no siempre lo difundido merece llamarse obra en el sentido cultural de la palabra.

A menudo los rigen lacras como la explotación mercantil de la imagen de la mujer, y la estética del nuevorriquismo, en la cual aspira el imperio a tener en todas partes -y, por tanto, en Cuba- un aliado conceptual para sus fines. Calzan también esos productos la invitación a una vida muelle inalcanzable, pero cuya representación puede desatar confusiones, espejismos paralizantes.

Caballos de Troya que se reproducen

El peligro lo refuerza el efecto de imágenes reiteradas hasta imponerse como modelos supranacionales, supraculturales, para sustituir el razonamiento por la aceptación resignada, acrítica, de la propaganda dominante. Por su eficacia pragmática, los productos que la calzan no solo se reproducen y llegan a todas partes según salen de sus fábricas: también minan las concepciones con que se hacen los que por nacionalidad son, y por alcance y perspectivas deberían ser, nuestros aportes audiovisuales.

Asimismo ocurre que, para estimular al colectivo de un centro de trabajo de cualquier sector, incluidos la prensa y el que gremialmente clasifica como cultural, se le oferta -palabra de médula mercantil- una sesión de esparcimiento harto cuestionable. Irrumpen en ella audiovisuales orientados por conceptos y prácticas que deberíamos rechazar, o que incluso, a nivel consciente, repudiamos, pero de hecho aceptamos por inercia. En las fiestas -parece decírsenos- podemos ser acríticos, aceptar cualquier cosa.

No hay que esperar que eso ocurra solamente en sitios de recreación bautizados con nombres tan marcados ya como Las Vegas, y otros. En nuestros centros de trabajo, aun en aquellos con explícitas responsabilidades en la formación de valores culturales, éticos, políticos, ideológicos, se puede celebrar una fecha histórica de la patria con música representativa de las peores groserías. En algún caso es usada hasta para competencias infantiles de baile.

Si en niños y niñas se ven modos de bailar en los cuales la grosería de las letras la refuerzan gestos, más que sexistas, procaces, estamos ante un indicio de que semejantes prácticas se han extendido, y calan. Pero ¿a qué se le abren así las puertas si no a una mayor grosería y a una conducta zafia, impropias, en especial, para esas edades? Parece que se ha generalizado la idea de que niñas y niños deben consumir también la música que conscientemente se supone que rechazamos.

En distintos entornos se hacen entre niñas elecciones de misses, remedos de certámenes como el de la Miss Universo, que ahora aparece con voluntad humorística en un espacio de la Televisión Cubana. Sobre esta última, y sobre la radiodifusión en general, deberían tener mayores y eficaces prerrogativas, y participación, el Ministerio de Cultura y la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, con toda la responsabilidad cultural y política, profesional, de ambos.

En lo privado hogareño cada quien consumirá los productos culturales o seudoculturales que desee. En sus preferencias tendrán peso decisivo su preparación y su gusto en materia cultural, estética. La educación debe servir para iluminar deslindes sensatos, sanos. No se requiere ser un académico para saber que la grosería y la estulticia no son buenas aliadas de los propósitos elevados.

Lo peor es que productos detestables no solo lleguen por vías como el famoso «paquete», o por emisoras enemigas, sino que se trasmitan por nuestros medios de información y prosperen en nuestros centros de trabajo, en el transporte público y en otros entornos sociales, con abuso de decibeles incluido. Si no hubiera ocurrido ya en actos de graduación escolar, sintámonos felices; pero los cuidados para impedir que suceda no estarán de más.

Si de pueblo se trata

Uno de los males que debemos prevenir, o erradicar, se halla en asumir mal el concepto de pueblo. No es cosa de venir a defender a estas alturas nociones caducas propias de aristocracias variopintas. Pero el contrario deseable para oponerlo a la aristocracia no es el lumpen, la marginalidad que puede ser arrastrada a las peores causas, sino los valores de una verdadera civilidad popular.

José Martí admiraba -y como trabajador se identificaba con ellas- a las que en los Estados Unidos llamó «las tremendas capas nacientes»: los obreros que combatían la injusticia, por lo cual algunos fueron linchados. Supo diferenciarlos claramente de «la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón».

Estúdiese en lo hondo para ver hasta qué punto, en nombre de un mal entendido democratismo, lo peor de la sociedad puede haber infectado entre nosotros el torrente circulatorio nacional, hasta minar proyecciones culturales. No hay pueblo homogéneo: su diversidad es parte de su riqueza, y de sus complicaciones. Pero le haría un gran mal a la nación que en ella acabara imponiéndose lo vulgar, lo menos válido para desarrollar la civilidad, la disciplina social, que no es lo que más parece abundar hoy.

Eso lo ha señalado, para recabar que se combatan las deformaciones, la máxima dirección del país. El llamamiento debe ser atendido por cada ciudadano que desee lo mejor para la patria, y, con el mayor sentido de responsabilidad, por las organizaciones políticas y de masas, y las instituciones estatales de todos los sectores, y aún más por aquellas con misiones concretas en ese terreno.

A realizadores de ciertos productos audiovisuales se les oye decir: «Yo no trabajo para los críticos, sino para el pueblo». Lo dicen especialmente si, después de haber sido impugnados, reciben un premio de la popularidad. Pero aquellas palabras darían para un tratado. ¿Basta, al enjuiciar el trabajo de un cirujano, la simpatía con que hable de él una determinada cantidad de sus pacientes?

Nadie es infalible, pero la evaluación integral de un médico, ¿no debe expresar el criterio de honrados profesionales de la Medicina? Generalizar sobre la base de lo que opina una muestra de la sociedad puede ser impreciso, riesgoso, sobre todo si no se conoce bien la composición de la muestra, ni se tiene debidamente en cuenta quiénes se sienten más animados a formar parte de ella.

Más que repudiar o aceptar que algunos productos artísticos, y a veces seudoartísticos, tengan éxito, valdría la pena indagar por qué pueden gustar entre amplios sectores de la población, sean o no sean jóvenes. La aspiración de trabajar para el pueblo -la cual, si se entiende y se asume bien, es plausible en sí misma- trae a la memoria algo de lo dicho por Antonio Machado, mediante las voces de sus heterónimos Juan de Mairena y Abel Sánchez, sobre lo que significa «escribir para el pueblo».

De profunda raíz popular y elevada expresión -lo que hizo de él uno de los grandes poetas de la lengua española-, Machado sostuvo: » Escribir para el pueblo […] ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos, claro está, de lo que él sabe. […] Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra; Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra».

Otros nombres, de antes y de después, incluido el suyo, sería justo añadir al punteo intercultural hecho por el gran poeta; pero no hay aquí espacio para tanto, ni es forzoso hacerlo. Lo citado basta para advertir su elevada concepción del pueblo, en términos de ascensión, no de empobrecimiento y descenso.

Todo el tiempo

A las manifestaciones artísticas y literarias suele darse el nombre de cultura, que corresponde a la obra toda de los seres humanos al asumir el mundo y contribuir al mejoramiento propio y al de su entorno. En ese ámbito se inscriben aquellas manifestaciones, cuya dignidad será tanto mayor cuanto más enriquezcan ellas el afán de superación, en lo material y en el espíritu, diferencia esencial entre los seres humanos y las otras especies animadas.

Mucho más que unos cuantos párrafos, el tema requiere la meditación de conocedores, de especialistas, y de la ciudadanía en pleno. Este artículo no ha expresado más que algunas preocupaciones sobre algo en lo cual, importante en sí y como parte de reclamos todavía mayores, la sociedad debe bracear con denuedo y lucidez.

Cada punto esbozado daría para largas reflexiones. Como en estos días todo pasa o se hace pasar -mesura o desmesura, lucidez o euforia, racionalidad o embullo mediante, según quién y cómo observe- por el reinicio de relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos, asunto de grandes implicaciones culturales, estos apuntes estarían todavía más incompletos si no tuvieran en cuenta algunos hechos.

Gracias a su capacidad de resistencia, su lealtad a la historia patria y su claridad de ideas, la mayoría del pueblo cubano consiguió que el imperio fracasara en sus planes. Por ello la ruptura de relaciones diplomáticas en enero de 1961, y la agresiva hostilidad preparada incluso antes de esa fecha, no le permitieran al monstruo engullir a Cuba, convertirla en el dominio colonial, el patio para experimentos y vertedero que siempre aspiró a tener en ella.

Nadie se baña dos veces en el mismo río, pero el río sigue su curso sin ser enteramente otro; y el imperio continúa siendo el mismo. En circunstancias acaso más complejas que nunca antes, el pueblo cubano tiene la misión de impedir que el imperio logre con respecto a Cuba, usando otros procedimientos, lo que no obtuvo bloqueándola y agrediéndola: tragarse definitivamente a la nación que le ha dado al mundo el ejemplo de hacerse respetar frente al poderoso vecino. Eso sí es histórico, más que por haber sucedido, como todo, en la historia, por ocupar en ella un sitio aleccionador.