Se ha dicho muchas veces que «quien pierde sus orígenes pierde su identidad». No sé por qué, siempre se pronuncia esa sentencia como un consejo de pretensiones positivas, partiendo del sobreentendido de que los orígenes son invariablemente buenos. La Audiencia Nacional no ha perdido ni los orígenes ni la identidad. Nació como heredera directa del […]
Se ha dicho muchas veces que «quien pierde sus orígenes pierde su identidad». No sé por qué, siempre se pronuncia esa sentencia como un consejo de pretensiones positivas, partiendo del sobreentendido de que los orígenes son invariablemente buenos.
La Audiencia Nacional no ha perdido ni los orígenes ni la identidad. Nació como heredera directa del brazo judicial de la dictadura franquista, el Tribunal de Orden Público, es decir, como un tribunal especial destinado a entender de delitos de naturaleza política.
La excusa que se manejó para hacer caso omiso del derecho de los ciudadanos al juez natural es que los magistrados que laboran in situ podían sentirse intimidados por la inmediatez del entorno social de los acusados. Nadie habló de la posibilidad de que los integrantes de la Audiencia Nacional pudieran verse mediatizados por la cercanía de los grandes poderes del Estado, incluido el llamado «cuarto poder», y que se dedicaran a compadrear con ellos.
Para maquillar el carácter político de la Audiencia, le añadieron atribuciones en delitos de narcotráfico y monetarios, empeños en los que, a decir verdad, nunca se ha distinguido ni por su dedicación ni por su eficacia, si prescindimos de alguna redada televisada en directo.
La Audiencia ha determinado que no tiene competencia para ocuparse de juzgar los crímenes del franquismo. Lo hace apelando a unos cuantos tecnicismos, pero el fondo es transparente: acepta que se hurgue en los bajos fondos de las viejas dictaduras latinoamericanas, e incluso en las tropelías del gobierno de Pekín en el Tibet, pero considera que la caca de casa es mejor dejarla en paz porque, cuanto más se remueve, peor huele. Y en eso tiene razón.