Es un sistema que ensalza el éxito, el dinero, el lujo y el despilfarro. Las cosas y las personas dejan de tener valor para solo tener precio. Desde los goles del domingo hasta la salud de los niños son mercancías transables por lo que hay que pagar. La cultura es para excéntricos. Los pobres lo son porque quieren.
Un fantasma recorre Chile: la delincuencia desatada. Asaltos, robos, homicidios, estafas, extorsiones y secuestros, se suman a las innumerables e imaginativas apropiaciones indebidas, que es el eufemismo para cuando el que roba a gran escala es un poderoso.
Las noticias muestran a diario la parte más peligrosa de aquello que campea en las calles: muchos avezados delincuentes son muchachos que no se empinan sobre los dieciocho años.
Los políticos, empresarios, policías y militares, que roban por otros medios, son algo mayorcitos.
Delitos que en nuestro país eran muy poco conocidos, se han venido cometiendo con una frecuencia de espanto.
Como era de esperar, la ultraderecha, ese manojo de corruptos y delincuentes que tiene el poder real, no hace otra cosa que endosarle el fenómeno a un presidente que bambolea entre la nada y la cosa ninguna, y a un gobierno que mete la pata derecha cuando intenta sacar la izquierda.
El caso es que la delincuencia, la que arrasa en poblaciones, barrios y negocios, extorsiona e intenta secuestros y sicariatos, y la que circula en páginas sociales, se empina en inalcanzables directorios empresariales y posan con actitudes de próceres en sus poltronas desde donde se solazan de su poder, negocios y charreteras, tienen un indesmentible origen común.
Digamos de entrada que el sistema, el orden, la cultura que domina en los intersticios más anidados de nuestra sociedad, genera sus propias expresiones que permiten su perfección y su equilibrio interno.
Así como nuestra educación hace millonarios a inescrupuloso por la vía de entregar un servicio de espanto es la que corresponde a este orden, del mismo modo el sistema bancario que te cogotea, el previsional que te condena a una vejez miserable, los salarios indignos y pensiones inhumanas, la delincuencia que conocemos es inherente e indisoluble de la actual cultura.
En el orden neoliberal a ultranza, todo está donde corresponde.
Puesto que, si las delincuencias asociadas a la cultura dominante pueden existir, actuar y perfeccionarse, es porque las instituciones destinadas teóricamente a reprimirla, perseguirla, procesarla, condenarla y hacer cumplir sus penalidades, hacen lo que les corresponde para simular su cometido y asegurar su posteridad e impunidad.
Todo está diseñado para reproducir este mundo perfecto, este reino de los cielos de los poderosos asentado en la áspera tierra.
Es que el sistema jurídico/policial no está hecho para garantizar seguridad y perseguir el delito. El Estado reducido a su mínima expresión sobrevive en una condición fallida cuando se trata de derechos y obligaciones.
A menos que se trate de rojos insumisos y respondones.
Desde el punto de vista de los poderosos que han hecho las leyes que soportan institucionalmente el modelo, lo que subyace anidado ideológicamente en la profundidad más antigua y que se particulariza en leyes e instituciones, es considerar a los pobres sobre todo si con alzados, rojos y/o indios, como los reales enemigos a combatir.
No es curioso que cuando se trata de los alzados, contestones y porfiados, las policías y los sistemas judiciales sí funcionan con una precisión de encomio: las leyes sí encuentran el inciso que castiga, los policías sí descargan una notable eficiencia persecutoria y el encierro no admite las muchas garantías de las que gozan los ladrones de alto vuelo.
Y, cuando las herramientas represivas para los rebeldes no son suficientes, pues se inventan delitos y pruebas, se compran o se arriendan soplones y espías o simplemente se violan las leyes establecidas.
Con todo, si no para qué.
El sistema político se encuentra atrapado en su propia naturaleza corrupta lo que le impide tomar decisiones políticas de fondo para cruzarse a la embestida delincuencial.
El modelo no tiene vocación suicida.
La epidemia de la delincuencia que asola a Chile y a América Latina tiene su origen en una cultura que aborrece al Estado, lo aniquila y jibariza.
Es un sistema que ensalza el éxito, el dinero, el lujo y el despilfarro. Las cosas y las personas dejan de tener valor para solo tener precio. Desde los goles del domingo hasta la salud de los niños son mercancías transables por lo que hay que pagar. La cultura es para excéntricos. Los pobres lo son porque quieren.
Por ahora, respirar es de las acciones que quedan gratis.
La existencia de la delincuencia en los formatos violentos y trágicos que conocemos, profusamente cubierta por los medios de comunicación, sirve de manera simultánea de tapadera para los otros choros que pasan sospechosamente a un segundo plano.
Pero también cumple con objetivos políticos de más corto plazo como acogotar a un gobierno débil, insulso, maniatado con sus propias indefiniciones y temores, cuando no afectado por las posibilidades que ofrece el poder, eso mismo que antes era aborrecible y de otros.