Después de la muerte de Franco la democracia representativa cumplió la función de reacomodar al pueblo en los derechos que la dictadura fascista le había arrebatado por la fuerza. Fueron 40 años de sometimiento y de volver a sentirse ciudadanos en un modo de vida anhelado por la mayoría y también desconocido; inevitablemente llevaría un […]
Después de la muerte de Franco la democracia representativa cumplió la función de reacomodar al pueblo en los derechos que la dictadura fascista le había arrebatado por la fuerza. Fueron 40 años de sometimiento y de volver a sentirse ciudadanos en un modo de vida anhelado por la mayoría y también desconocido; inevitablemente llevaría un tiempo.
Pero ese tiempo ya pasó. Podemos decir que el pueblo es lo suficientemente maduro y adulto como para aspirar a una profundización de esa democracia que hoy resulta claramente insuficiente. Los políticos se han apartado tanto de los electores que se han convertido en personajes ajenos, distantes, en todo caso famosos que hablan un lenguaje muchas veces interesadamente ambiguo y pretendidamente culto, incomprensible hasta para ellos mismos.
Errejón, por ejemplo, de vez en cuando nos acerca a Laclau con sus significantes vacíos y a su peronismo interclasista como el modelo a seguir. Lo cierto es que muy pocos saben el significado de esos significantes aparentemente significativos y por otra parte el peronismo tiene varias caras: es revolucionario con John W. Cooke y Evita, burócrata con los dirigentes sindicales corruptos, capitalista redistributivo con Cristina Fernández, terrorista de Estado con López Rega e Isabelita y siempre engañoso con el mismo Perón que, como dijo el poeta Tejada Gómez, incendió a la clase obrera…y llamó a los bomberos.
A Errejón lo seduce precisamente lo que él cree que es el peronismo y especialmente su supuesto interclasismo. Por eso afirma que si gana en las próximas elecciones en la Comunidad de Madrid gobernará «para todos», como si eso fuera posible, como si no hubiera intereses de clase contradictorios.
Pablo Iglesias se pone la boina de la rebeldía revolucionaria o la chaqueta y corbata de la sensatez gobernante, según venga la mano. Hay momentos en los que nos dice que, cuando éramos idiotas y abusábamos de izquierdismo, pensábamos que las cosas se consiguen en la calle y no en las instituciones. En otros nos incita a volver a las calles para conseguir mejores condiciones de vida. Empezó promoviendo los círculos vecinales para que la gente participara y terminó haciendo un referéndum para saber si era correcta su decisión de comprarse un chalet. O sea, de la intención de mandar obedeciendo a la revista ‘Hola’ como si tal cosa.
El PSOE, fiel a su destino felipista de soporte esencial de la sociedad de mercado, coqueteó brevemente con la izquierda insumisa cuando Pedro Sánchez se sintió desplazado por los barones de antaño y bajó hasta las bases con un póster del Che Guevara y todo. Le duró lo que la felicidad a los pobres. En cuanto retomó el mando y recuperó su lugar de dirigente institucional y hombre de Estado se olvidó inmediatamente de aquellos deslices socialistas; con una actitud prepotente y colonialista se atrevió a darle un plazo a Venezuela para que llamara a elecciones o, tal cual el mandato de EE.UU., reconociera al autoproclamado presidente Guaidó, una marioneta de los estadounidenses empeñados una vez más en invadir un país latinoamericano para apoderarse de sus bienes.
Claro que, un rato antes, aceptó seguir vendiéndole armas a Arabia Saudí para que siga machacando a su pueblo y asesinando a los indefensos pobladores del Yemen. Inclusive tampoco le importó que los saudíes descuartizaran a un opositor a la vista del mundo entero. Eso no entra en los derechos humanos, habrá pensado Sánchez, digo yo.
A todo esto Izquierda Unida, que tiene a Alberto Garzón como el único discurso realmente de izquierda de todo el panorama político español, se diluye poco a poco enredado en los pactos con Unidas Podemos, a pesar de que sus militantes rechazaron en un referéndum ir juntos a las elecciones. Referéndum que, sorpresivamente, no fue tenido en cuenta.
Nos queda la derecha o, como bien fue bautizada, el «trifachito». De autodefinirse de derecha sin complejos y aceptar el acercamiento correligionario del neofascista Vox, Pablo Casado invocó al centro con la rapidez de un día para el otro cuando chocó con la acusada derrota en las urnas.
Rivera, que también aceptaba de buen grado y gusto formar parte del trío más mentado en defensa de «nuestros valores occidentales y cristianos», se autodesignó jefe de la oposición y se separó de las malas compañías, para buscar clientes discretamente franquistas por su cuenta.
Olvidemos a la derecha, que finalmente seguirán unidos porque lo que realmente defienden es el bolsillo y en eso no hay ni habrá disputa.
Olvidemos también al PSOE, que no será capaz de traicionar su destino felipista para atornillar al sistema todo lo que haga falta y alinearse con EE.UU. para lo que guste mandar.
Fijémonos en la izquierda. Nadie cuestiona al capitalismo como sistema, cosa que hizo hasta el papa Francisco. «Es un sistema que mata», dijo el pontífice. «El capitalismo utiliza el capital para someter y oprimir al hombre», dijo también.
Nadie nos considera adultos como para participar directamente en la toma de decisiones que atañen a nuestras vidas, sin despreciar el parlamentarismo. Nos piden la confianza para hacerlo ellos, que para eso son instruidos y saben. También nos consideran clientes, como los que mandan. Nadie se propone hacer de esta democracia insuficiente, incompleta, un instrumento válido para que entre todos cambiemos la sociedad. Es decir, hacer que la democracia sirva para ir construyendo una sociedad mejor, más justa, auténticamente democrática.
¿No se dan cuenta de que así nos quitan hasta las ganas de ir a votar?
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