Recomiendo:
0

La deprimente realidad detrás de los premios a mujeres

Fuentes: La Jornada

La lista de candidatas para el Premio Orange de ficción, el único galardón anual británico para estas obras, escritas por mujeres, ha sido anunciada. El panel de jueces, todas ellas mujeres, ha producido una atractiva selección de libros que, estoy segura, vale la pena leer (el que más me emociona es El diccionario conciso chino-inglés […]

La lista de candidatas para el Premio Orange de ficción, el único galardón anual británico para estas obras, escritas por mujeres, ha sido anunciada. El panel de jueces, todas ellas mujeres, ha producido una atractiva selección de libros que, estoy segura, vale la pena leer (el que más me emociona es El diccionario conciso chino-inglés para amantes, de Xiaolu Guo), y espero sinceramente, por las autoras, que estar en la selección final de candidatas al premio incremente sus ventas y les dé un empujón muy bienvenido en una carrera tan difícil como la suya.

También veo con agrado que una mujer novelista vaya a ganar un premio en efectivo de 30 mil libras esterlinas. Bien por ella, quien sea que resulte. Ahora que cumplí con todas las aclaraciones posibles, me permito decir también que los premios para ficción escrita por mujeres me irritan enormemente.

En realidad, estoy echándole la culpa al mensajero: más bien debería decir que deploro el hecho de que vivimos en un mundo que aún requiere que existan premios especiales para mujeres y que sea un jurado integrado sólo por mujeres quien otorgue esos premios.

Los más importantes premios literarios de los años recientes han logrado recordar que tienen que incluir a mujeres en sus listas de candidatos finalistas; escritoras como Zadie Smith, Ali Smith y Sarah Waters son nominadas perennes y el año pasado, dos maravillosas novelas de mujeres ganaron tanto el Man Booker Prize (La herencia de la pérdida, de Kiran Desai), como el Premio Pulitzer (March, de Geraldine Brooks).

Si este es el caso, ¿no son los premios para «escritoras» inherentemente redundantes, o en el mejor de los casos, obsoletos? En muchas formas, deberían serlo, pero la triste realidad es que siguen siendo un correctivo necesario en un mundo que aún cree y vende algo llamado «ficción de mujeres», que define a algunas obras de ficción que se caracterizan por el sexo del autor, mientras se permite que a los libros escritos por personas que no son mujeres se les catalogue simplemente como «ficción».

En 1896, la Suprema Corte de Estados Unidos emitió un dictamen tristemente célebre en el caso de Plessy vs. Ferguson, en que legitimó la doctrina de «separados, pero iguales», justificando la segregación sobre la base de que la igualdad puede ser garantizada dentro de un sistema que insiste en la diferencia. Plessy vs. Ferguson pavimentó el camino hacia las atrocidades que se conocerían más tarde como Jim Crow, el sistema estadunidense para el apartheid racial. Desde que comenzó la era de los derechos civiles, se ha vuelto un lugar común que los pensadores progresistas señalen que las cosas que están separadas jamás podrán ser iguales. A menos, claro que uno sea mujer.

Hace unos 15 años, estudié durante un año a nivel licenciatura en la Universidad de St. Andrews, donde me inscribí en un curso llamado Literatura inglesa del siglo XX. La bibliografía de más de 20 libros no contenía el nombre de una sola mujer. Me acerqué al profesor y le pregunté por qué no había incluido a autoras; me dirigió una mirada hueca y preguntó: «¿Cómo quién?». Sugerí a Virginia Woolf para empezar, y pensé que dado que él era quien tenía el doctorado en la materia, él era quien tendría que decirme quién.

Ahora enseño un curso en mi universidad sobre ficción contemporánea y siempre asigno cinco libros de hombres y cinco de mujeres. Cada año, en las evaluaciones al curso, recibo quejas de estudiantes (varones, supongo) que dicen que nunca se les advirtió que el curso versaría sobre literatura de femenina, así que, ¿por qué tenía que haber tantas mujeres en la bibliografía?

Si la mitad de la lista no constara de hombres, a esos pobres chicos que padecen la lectura de libros obtusos escritos por ese grupo alienígena conocido como «mujeres» seguramente se les retorcerían los calzones. Las mujeres están acostumbradas a encontrarse ante bibliografías dominadas por hombres; pero cuando los hombres se topan con la simple equidad, se sienten aplastados por el peso de la feminidad de todo el asunto.

Un nuevo libro de texto británico que da a estudiantes de licenciatura una introducción a los Estudios sobre Estados Unidos, tiene 16 capítulos sobre temas que abarcan historia, literatura y la cultura a través de los siglos, y contiene, además, un capítulo llamado Mujeres estadunidenses. Esto, de manera muy natural, deja a los estudiantes con la impresión de que las mujeres contribuyen en un dieciseisavo al estudio de Estados Unidos, en vez de poco más de la mitad, pues no encontrarán mujeres en los otros 15 capítulos.

La pregunta es cómo definimos a las mujeres y el problema se permea virtualmente a cada área de nuestra sociedad. En política, las mujeres siguen siendo tratadas como un grupo de intereses especiales; se declara que las elecciones se ganarán o perderán sobre la base del «electorado femenino» (nuevamente, como algo distinto de los electores ordinarios).

En 1993, el entonces presidente estadunidense, Bill Clinton, dio un discurso para nominar a Ruth Bader Ginsburg para la Suprema Corte de su país, en que alababa la manera en que ella había hecho de Estados Unidos «un mejor lugar para nuestras esposas, nuestras madres, nuestras hermanas y nuestras hijas». No un mejor lugar para «nosotros», sino un mejor lugar para las mujeres emparentadas con los hombres, que somos nosotros.

Todos los vendedores de telemarketing que llaman a mi casa me llaman «señora Churchwell», pues asumen que si una mujer paga los gastos de un hogar debe de estar casada. Me da un enorme, aunque malsano placer, decirles que me llamen doctora Churchwell.

Sin embargo, también doy anualmente un curso llamado Literatura de mujeres estadunidenses: cada año se inscriben unas 20 mujeres y uno o dos valientes hombres que contribuyen mucho a las conversaciones, que no siempre son sobre mujeres. Y cada año lucho contra la desesperación que se me cuela lentamente, ante el hecho de que un curso así siga siendo necesario. También me invade la sensación molesta de que estoy durmiendo con el enemigo.

Pero la alternativa es todavía peor: que sin cursos como el mío y sin premios como el Orange, quienes no son mujeres vuelvan a olvidar del todo que las mujeres existen.

*La autora es catedrática de Estudios sobre Estados Unidos en la Universidad de East Anglia.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca