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La derecha tiene un Plan

Fuentes: Rebelión

La derecha tiene un Plan (I) No hay duda de que el declive de la democracia y la erosión progresiva del sistema de derechos son cuestiones fundamentales para una política de izquierdas hacia el siglo XXI. La crisis ha acelerado ese proceso en muy poco tiempo, hasta el punto que hoy trabajar en política ha […]

La derecha tiene un Plan (I)

No hay duda de que el declive de la democracia y la erosión progresiva del sistema de derechos son cuestiones fundamentales para una política de izquierdas hacia el siglo XXI. La crisis ha acelerado ese proceso en muy poco tiempo, hasta el punto que hoy trabajar en política ha dejado de ser un oficio prestigioso. No son pocos los que ahora opinan que la política es, intrínsecamente, una actividad enfermiza, contaminada por la mentira, la corrupción y el poder sin escrúpulos. Lo grave es que muchos de quienes la perciben de esa manera no lo hacían así hasta muy recientemente, y aunque a veces lo hagan de manera sesgada y exagerada, es porque encuentran a su alrededor razones de peso para distanciarse de ella. En todo caso, es ya preocupante la expansión creciente de una ideología difusa, mezcla de anticapitalismo retórico y patrioterismo rampante, que sitúa en la orilla de enfrente al sistema democrático y a sus representantes, con independencia de sus responsabilidades y filiación política. Con la agudización de la crisis, el negativismo político ha pasado a ser una referencia al alza que ha acabado por convertirse en un nuevo sentido común de sectores empobrecidos de la población, particularmente furiosos con la «política» y los «políticos», sobre los que se proyectan con especial virulencia las estrategias de comunicación de los medios conservadores. Una de causas más destacadas de esta desafección social es la similitud de planteamientos entre la derecha y la izquierda tradicional (léase, socialdemocracia) en cuestiones decisivas (privatizaciones, desregulaciones, mercado de trabajo, políticas económicas y monetarias, defensa, política exterior y europea), que ha devenido en los últimos años en una unidad de pensamiento, sobre todo en lo económico, difuminando sus diferencias en el tratamiento de la crisis. De ese modo, se tiende a afianzar la idea de que la izquierda política no ofrece alternativas válidas y que los ámbitos de decisiones políticas ya no residen en las asambleas electivas (ayuntamientos y parlamentos) sino en las estructuras piramidales en las que se refugia la aristocracia gubernamental y funcionarial europea. Ello conduce inevitablemente a que mucha gente piense que la política es privativa de quienes la ejercen sin escrúpulos y que la democracia es un derecho inútil pulverizado por una casta de privilegiados.

Cuarenta años de Dictadura dejan secuelas irreversibles en la visión y en el lenguaje de la política. A ello se le une el imperio del «todo vale» de los años dorados del crecimiento inmobiliario ilimitado, síntoma inequívoco del predominio del relativismo moral en la vida pública y del olvido programado de nuestro pasado reciente. Varias promociones de jóvenes cambiaron la escuela por trabajos precarios sin cualificación alguna (pero con ganancias rápidas), lo que, acompañado por cifras escandalosas de fracaso escolar y bajo nivel educativo, facilitó su vulnerabilidad a las manifestaciones más extremas y groseras de la cultura de masas. A la vez, un aumento considerable de sus rentas les produjo el espejismo de formar parte de una categoría social superior desligada de la clase obrera. Este fenómeno no fue privativo de los jóvenes trabajadores. Antes bien, el impacto difuso de las rentas derivadas del ladrillo sobre la conciencia de los trabajadores también fue demoledor. La consecuencia ha sido que un amplio sector de la juventud y de la clase obrera se consideró ajeno al movimiento histórico de clase, convirtiéndose en masa de maniobra potencial del populismo y de la demagogia. Véase las abrumadoras mayorías conservadoras desde mediados de los 90.

Sin duda, estas dinámicas han contribuido a justificar la descalificación de la memoria histórica como fuente de conocimiento y reparación de las víctimas, pero, también, en tanto instrumento de previsión de futuro. La estrategia parece clara: laminar las fuentes de legitimidad de las fuerzas de progreso, como paso previo a su inevitable condena y a la rehabilitación de los valores sacralizados de la Dictadura. Es la hora de la despolitización como nueva conducta social de referencia y de la resignación como actitud moral deseable.

De ahí que ha llegado un punto en el que la distancia entre el apoliticismo y el antipoliticismo militante tienda a borrarse y confluyan en las filas ultramontanas del nacionalismo patrio, tan entregado como siempre al verbo florido y al ripio desmayado de la poesía cuartelera. Para los que no recuerden, no quieran recordar o no tengan edad para ello, hubo un día no demasiado lejano en que la maquinaria propagandística del Régimen franquista se inspiraba en la condena y exterminio de los partidos y de las instituciones democráticas como la mejor manera de avalar la insurrección golpista encabezada por Franco contra la República.

El éxito de este discurso está a la vista. Cada día es más evidente que la derecha pretende emancipar al Estado de su sustancia garantista y de derechos, incluido de las (supuestas) servidumbres de «los nacionalismos periféricos», y que su proyecto de retorno al centralismo encuentra acomodo en los dogmas y tradiciones de la España nacional-católica. En contrapartida, ello estimula las reclamaciones de independencia nacional y de creación de nuevos estados en Catalunya y Euskadi. Existe por tanto una innegable conexión entre la creciente fascistización del discurso político y la defensa dogmática de la centralidad orgánica del Estado, al amparo del artículo 2 de la CE, con la oleada de recortes públicos y la supresión de derechos en toda su extensión.

El neofascismo que viene (II)

La originalidad de este viejísimo, y a la vez novísimo modo de conservadurismo, estriba en su sentido a (o anti) historicista en el ejercicio de una voluntad de poder (u oposición) sin ataduras, es decir, en una revisión radical del pasado que le permitiría reencontrarse con doctrinas y valores no sólo preconstitucionales y prerepublicanos sino preilustrados, en aparente confrontación con el moderno sistema público de derechos. A simple vista parece una vuelta al pasado pero no lo es, pues la refundación nacional-católica del Estado y de la sociedad hoy en marcha, que desembocaría en comportamientos autoritarios cada día más intensos, tiene una finalidad estrictamente moderna: promover políticas de des-socialización de la esfera pública e incrementar las dependencias y servidumbres del mundo del trabajo a la dictadura de un mercado liberado de la política, pero que busca, en cambio, sacralizarse expresándose paradójicamente a través de ella, pervirtiéndola. Esta perspectiva renegaría del proyecto ideal de una Europa de los ciudadanos, a cambio de reforzar en términos de vasallaje la relación de los estados del Sur y Este europeo con un Centro-Norte germanizado. El casi absoluto triunfo electoral de A. Merkel acentuará esa tendencia.

Es necesario insistir en que la derecha, más allá de las improvisaciones, de los giros programáticos o de la ineptitud de sus dirigentes, tiene un Plan Estratégico de fondo que requiere, para llevarlo a cabo, disponer de una herramienta singular, coherente con sus tradiciones: el reagrupamiento de todas las fuerzas conservadoras, desde la derecha liberal a las «nacionales» y ultracatólicas, herederas del viejo Espíritu de Cruzada y de Reconquista de la Patria en peligro. En ese nuevo bloque social regresivo, el sustrato fascista ha ganado influencia, pasando de tener un carácter más o menos residual a ser la corriente que contamina los comportamientos del gobierno, comunidades y municipios del PP, y a un sector muy amplio de sus votantes y afiliados.

En plena revisión del pasado, los particulares antagonismos del fascismo no han hecho sino actualizarse, de manera que el esquema de criminalización de sus oponentes, ahora bajo nuevas denominaciones, sigue en vigor: 15 M, las Mareas, las Plataformas de Afectados por las Hipotecas, las reivindicaciones, las organizaciones sindicales, los movimientos sociales alternativos, sustituyen en el imaginario conservador al viejo fantasma comunista, socialista, laico y republicano; y donde antes se cantaban, banderas al viento, los valores eternos de la Patria, ahora es la defensa casposa de la España-Nación frente a los enemigos independentistas.

En su versión moderna, dicha estrategia pasa por construir paso a paso un Orden Social Nuevo, administrado por un Estado de Nueva Planta mediante el control exhaustivo de palancas decisivas (Escuela y Universidades, medios de comunicación, justicia, seguridad, defensa..), la ocupación del entramado asociativo e institucional de base (espacio antes reservado a la izquierda), el protagonismo de organizaciones y movimientos confesionales y la conformación de nuevas mayorías sociales angustiadas por el miedo y el escepticismo. Gramsci al revés, revisitado por Gil Robles.

Habría entonces que interpretar la escalada de atropellos no solo en su vertiente más cruel, más visible: el saqueo de las rentas populares en favor de los poderosos, sino como una parte fundamental del combate de la derecha contra la población, en su intento de someterla al dictado de los grandes poderes corporativos, lo que en caso de éxito les garantizaría su plena sumisión («la lucha de clases sigue existiendo, pero la mía la está ganando». W. Buffet, una de las primeras fortunas del mundo). Para ello, es indispensable descalificar al estado democrático, laico y descentralizado como un ente caro, desvertebrado y «enrojecido».

Qué duda cabe de que la derecha tiene una pedagogía social definida de la mano de una agenda política precisa. La derecha tiene, en definitiva, un Plan. Una hoja de ruta inalterable pese a la pérdida de 15 puntos en las encuestas, afianzada en el hecho de que la izquierda oficial se muestra incapaz de ofrecer una alternativa útil y creíble, con aspiraciones mayoritarias (con un 11 o 12% IU no está en condiciones de marcar el sorpasso, es decir, de presentarse como una alternativa suficiente). Esta agenda, por otra parte, es deudora de la ideología histórica conservadora (Menéndez Pelayo, entre otros), trufada con la belicosidad «frentista» de la antigua CEDA de Gil Robles y el nacional populismo Joséantoniano. Un ideario irredento que jamás toleró convivir con sus adversarios, ni desde el poder, descalificándolos, ni desde la oposición, negando carta de naturaleza a los gobiernos mayoritariamente refrendados en las urnas. Véase lo más reciente: la cuestionada victoria de Zapatero en 2004.

Su proclividad a la dictadura queda tamizada por la pervivencia, aún, de reglas democráticas a las que, sin embargo, degrada e instrumentaliza mediante el empleo de mecanismos autoritarios de ejercicio del poder y de usurpación del Estado. Esto, de momento. Por tanto, nada de concesiones, transacciones, pactos o negociaciones con otras fuerzas sociales o políticas que no sea sobre la aceptación de sus propuestas. Su predominio en todos los frentes, incluido el aparato de justicia y el tribunal constitucional, le permiten ejercer a placer una «dictadura invisible», sin apenas resistencia desde la izquierda parlamentaria.

¿Y la izquierda, tiene un Plan? (y III)

Si es claro que la derecha tiene un Plan, no lo es tanto en el caso de la izquierda. El Plan de la derecha incluye una ruta precisa que persigue la implantación duradera de un modelo de maltusianismo social, garantizado por un Estado de excepción permanente, bajo los auspicios de una Europa neoliberal que camina en la misma dirección autodestructiva: Tratado de Lisboa dixit, Merkel interpreta. Con las bendiciones de la Conferencia Episcopal, esa estrategia no admite contemporizar con los más desfavorecidos ni con sus representantes, tampoco se permite la debilidad de la compasión ni el consuelo a las víctimas. Ni una sola lágrima. Los dirigentes conservadores de cualquier escala, han sido aleccionados sobre el castigo merecido a que se han hecho acreedores las clases trabajadoras por su desordenado e irrefrenable apetito de consumir por encima de sus posibilidades (sic). El didactismo calvinista de Merkel, sobre la inevitable condena y expiación por sus pecados capitales de los países del Sur, es definitivo. No les importa los ingentes sufrimientos de millones de ciudadanos masacrados por sus decisiones, los suicidios, las depresiones, la vergüenza y la ira que sienten quienes ahora, después de años de duro trabajo, ven recortadas sus pensiones, están en el pozo del paro, acuden al banco de alimentos, pierden la vivienda o están amenazados de desahucio. Mientras disfrutan de generosas indemnizaciones, sueldos y pensiones, fruto del latrocinio a que han sometido a este país, entran a saco en las arcas del estado, de los municipios y comunidades autónomas, venden sospechosamente a precio de saldo el patrimonio público y viven felizmente entre risas en urbanizaciones cerradas, miles de jóvenes profesionales y científicos de dispersan en diáspora por el mundo en busca de trabajo, se suprimen becas, plazas de profesores, aulas, servicios hospitalarios y centros de salud, laboratorios de investigación, ayudas a la Dependencia; centenares de miles de niños padecen desnutrición y millones y millones de personas deambulan por las calles, derrotados, porque se les ha arrebatado sus sueños. Quién les reparará su dolor, quién les aliviará sus duelos, quién les compensará las noches de insomnio, quién la rabia y las humillaciones, quién los días, los meses y los años de infinita vergüenza y soledad? ¿Quién les restituirá su antigua condición de ciudadanos?

Ante tales calamidades, ¿cuál es el plan de la izquierda política para salir del atolladero?

La percepción popular es que no existe. No se trata de proponer modelos declarativos (hay toneladas de documentos en los archivos y hemerotecas) sino de organizar y movilizar acciones, propuestas y medidas estructuradas en torno a un proyecto alternativo de salida a la crisis y, en coherencia, avanzar en la construcción de los instrumentos políticos necesarios para ello.

Y no existe porque en su estado actual, los partidos, incluidos los de la izquierda oficial, se han transformado en voraces maquinarias electorales cuya finalidad es la obtención de cuotas de poder al servicio de sus respectivos equipos dirigentes. Este poder no es solo político; también se extiende a los consejos de administración de las cajas, fundaciones, empresas públicas, participadas, privatizadas o entidades privadas, que facilitan la transferencia de activos políticos, activos amortizados o la recolocación de pasivos en caso de jubilación. La reconversión de los partidos en estructuras verticalizadas, anti democráticas, impermeables, dedicadas a costosísimas campañas que les permitan garantizar sus organigramas ante cualquier circunstancia, los ha llevado a ser organizaciones subalternas de otros poderes corporativos, marcadas bajo la influencia de todo tipo de operaciones oscuras.

Así que, hoy, no parece que el centro de las nuevas alternativas pase por esa izquierda, ni se dirima en sus ámbitos particulares. Son ahora los grandes movimientos del 15M, las Mareas, las plataformas, los sindicatos y organizaciones sociales de donde emergen las nuevas respuestas democráticas al neoliberalismo y de donde surgirán los jóvenes protagonistas de los futuros cambios.

Necesariamente, la derrota de la derecha en el frente electoral es absolutamente prioritaria. Pasa por la concreción de nuevos instrumentos que superen los enfoques sectarios de que los partidos son el centro del universo político, la madre de las soluciones de todas las batallas. Por más que aspiren a lograrlo y la inercia les haga creer en el don de la exclusividad, ya no disfrutan de una posición de dominio de la actividad la política. Hay vida antes y después de ellos, sin que eso signifique su inanidad, hecho que será inevitable, por otra parte, si no surgen corrientes internas democratizadoras y programáticamente unitarias y reformistas en el corto plazo, que aspiren a gobernarlos.

Han surgido nuevos sujetos sociales que reclaman un giro radical en el concepto, los métodos y en las formas de abordar las dinámicas políticas, pero también en los proyectos y la manera de elaborarlos y defenderlos. Estos nuevos sujetos ni caben ni se sienten identificados con el actual sistema de partidos en general ni con esta izquierda oficial en particular. Buscan nuevos instrumentos de mediación y representación que los superen y desearían transitar por caminos inéditos abiertos por ellos mismos: Construir Otra cosa distinta, supra y a partidaria, que sea el producto de la suma de muchos en una amplísima convergencia de largo aliento, en defensa de un programa común y democrático de mínimos al que estarían convocados, sin jerarquía ni cuotas de poder alguna, cuantas fuerzas políticas, sindicales, sociales, profesionales, culturales… lo desearan…. Defensa de lo público, democracia, derechos e igualdad, reforma de las instituciones del estado y de la constitución, sostenibilidad, empleo, I+D… Probablemente vale la pena intentarlo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.