La desaparición de José Miguel Varas en 2011 significó, y sigue significando, la pérdida de una gran presencia cultural en nuestro país. Escritor sobresaliente, que con toda justicia recibió el Premio Nacional de Literatura años antes de morir , fue además un testigo y observador agudo de más de medio siglo de vida nacional, en […]
La desaparición de José Miguel Varas en 2011 significó, y sigue significando, la pérdida de una gran presencia cultural en nuestro país. Escritor sobresaliente, que con toda justicia recibió el Premio Nacional de Literatura años antes de morir , fue además un testigo y observador agudo de más de medio siglo de vida nacional, en los mejores y peores momentos de nuestro acontecer. Si su trabajo inicial como locutor y programador radial lo mantuvo al pie de la noticia y al calor de la actualidad ( la radio cumplía entonces un rol esencial en la formación del ciudadano), su actividad posterior como periodista y como director de El Siglo, uno de los principales órganos de la izquierda chilena , le permitió ampliar y profundizar el arte de informar, orientando y educando políticamentre a gran número de lectores. En años del gobierno de Allende llegará a ser jefe del departamento de prensa de Televisión Nacional y, por breve tiempo, miembro del Consejo Directivo. Dentro de su país y fuera de él, sobretodo en el largo período de exilio que le tocó vivir, estuvo siempre pendiente de la represión que arreciaba en su patria y de los embriones mínimos de organización que surgían para combatirla. Como director de » Escucha Chile» en Radio Moscú y fundador y colaborador constante de Araucaria de Chile, quizás la publicación político-cultural más difundida del exilio, su lealtad y su servicio al país continuaron sin interrupción. Parco, sobrio ( en el buen sentido de la palabra), renuente en general a las luces de la publicidad – algo «quitado de bulla», como a él le gustaba decir – se supo ganar el respeto y afecto de colegas y compañeros de lucha, e incluso de gente situada al otro lado del mapa ideológico. Su ausencia, hoy, es parte de toda una generación, una generación que por su edad y por sus valores retuvo en vilo la herida abierta por la guerra civil española, siguió de cerca las vicisitudes del conflicto mundial, sufrió y criticó los efectos de la guerra fría en el continente, vio alzarse en Cuba un horizonte de libertad, para asisitir muy pronto a las catástrofes políticas y humanas del Cono Sur y a la lucha de liberación en Centroamérica. Al despuntar el nuevo milenio, en el momento en que Varas fallece, las cosas fluctuaban entre el color rosa del crecimiento económico y una honda desigualdad social que teñía todo de un amargo «color de hormiga» — expresión que emplea y le es cara en su Chacón.
Termino estas líneas introductorias recomendando la lectura del prólogo a la reedición de Chacón ( LOM, 1998), que ofrece lo que es a mi modo de ver el mejor retrato personal y profesional de Varas. Lo firma su colega, compañero y amigo, el periodista Luis Alberto Mansilla.
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En su trayecto de novelista, Varas cruza de punta a cabo la cronología de nuestra narrativa contemporánea tocándose a veces, en momentos particulares, con expresiones, movimientos y líneas estéticas que emergían en el orbe hispanoamericano e ibérico. Su obra, que se despliega tempranamente a partir de 1946, coincide y es prácticamente simultánea a la llamada Generación del 50. A esta se la ha visto con razón como un factor de renovación en la prosa y en las concepciones narrativas del siglo pasado. Con ella, una novela como Sucede, de 1950, presenta una relación paralela y divergente a la vez: paralela, porque también se da allí una fuerte voluntad de innovación en la forma novelesca; divergente, por cuanto el proyecto crítico e ideológico que la anima va en un sentido del todo contrapuesto. En Lafourcade, líder reconocido del grupo, y en Edwards, incluso en Giaconi ( a todas luces el más original y genuino de la nueva pléyade), el foco reside en el individuo y en sus ritos de paso, en la familia, en los círculos estrechos de amistad y sociabilidad, y en temas de preocupación religiosa o espiritual; en Varas, por el contrario, ya en este momento inicial de su novelística la mirada se dirige al país, a la situación política nacional o internacional, a la desproporción candente entre dueños y desposeídos. Son dos Chile muy diversos, diametralmente opuestos, los que están representados en estas líneas narrativas: un Chile que pronto orbitará, políticamente hablando, hacia el campo demócrata-cristiano, y un Chile popular, abscóndito, cuyos grupos y dirigentes principales son objeto de persecución y de cárcel en esos mismos años. De esto ultimo, y de sus experiencias juveniles en esa época, Varas da un vibrante testimonio en el epílogo a su libro Los sueños del pintor.
Durante el decenio siguiente, el de los sesenta, en que tal vez haya que situar el real punto de partida de la obra literaria, Varas va a ahondar – en sus relatos, en sus cuentos – la exploración del mundo popular y marginal. Ahora, un tratamiento cuidadoso y sensible de la oralidad adquiere relieve prominente. El habla chilena, el habla campesina, las variedades de la jerga urbana, etc. enriquecen la gama dialectal de sus personajes, que se retratan en dichos, en sus dejos lingüísticos, en el diálogo y, más que nada, en el arte de la pausa y de elocuentes silencios. Ellos darán origen, a menudo, a historias de risas y de lágrimas, que muestran por un lado su deuda con una gran tradición de realismo social proveniente de Manuel Rojas, González Vera y Alberto Romero, y por otro su afinidad con autores coetáneos como Alfonso Alcalde, Sergio Villegas, Poli Délano y acaso con los ejercicios cuentísticos a que se entregó ocasionalmente Enrique Lihn. ( Recuérdese su impactante Agua de arroz). Por otra parte, en aspectos de la modalidad constructiva del relato y en la manera de plasmar la relación entre ambiente y personajes, hay más de una convergencia con expresiones que surgían simultáneamente istorias de risas y de algrimashistoriash en México, en Colombia o en el Perú. A pesar de la inmensa diferencia con el universo humano y con los tics literarios del primer Vargas Llosa, hay ciertos detalles significativos que los conectan y emparientan. No hay que olvidar que uno de los cuentos de Los jefes (1959) – la colección inicial de relatos del peruano – se publica en el suplemento literario de El Siglo, probablemente cuando Varas era director del suplemento dominical. ( Varas mpieza a trabajar en El Siglo en 1954 y asume como director en 1962). Estos cruces hispanoamericanos no eran insólitos en la época. Un caso resonante y de mayor envergadura lo constituirá el dúo La muerte de Artemio Cruz y el Alejandro Cruz de El lugar sin límites, textos que se suceden entre 1962 y 1967. No se trata de influencias mutuas ni aun menos de sentido único en una u otra dirección. Es que, en el contexto del decenio, se da una mirada o perspectiva común, compartida, en la mayor parte de los escritores latinoamericanos. Intelectuales por excelencia, les interesa conocer, estudiar, explorar la realidad que los rodea y de que forman parte. Unos intentan escribir la novela total de su país, sea México o el Perú y en ella caben ciudades, instituciones , regiones periféricas – las tierras bajas del Golfo o la Amazonia y las aldeas andinas; otro explora la gente que existe en el campo, en caletas de pescadores aisladas de la mano de Dios o en el mundo suburbano y de los barrios pobres. Así, en este momento de la obra de Varas, se establece una triple conexión con la mejor tradición realista, con la eclosión de una nueva temática subproletaria y, transversalmente, con proyectos que animan en común el área continental. Este ingreso del escritor en el campo hegemónico de las ciencias sociales es lo que, con brillo y solidez, en un libro de veras excepcional, mostró José Alberto Portugal en relación con el caso Arguedas ( Las novelas de José María Arguedas. Una incursión en lo inarticulado. Lima, 2007. Es, sin duda, uno de los aportes más significativos hecho por los estudios literarios de Hispanoamérica en lo que va del siglo).
Cuando vuelve el escritor al país, en 1988, su narrativa dará un fuerte giro de timón. Aparte las narraciones «eslavas» del exilio – rusas, checas – , que se concretan más bien en cuentos y formas breves, su gran tríptico de las últimas décadas compartirá temas y preocupaciones que se ofrecen también, y se dan sobre todo, en la narrativa española. La literatura posfranquista y las letras nacionales no guardan desde luego el paralelismo que suele señalarse en el plano político, como vías similares para entrar en democracia; pero, en lo que toca a Varas, es visible la afinidad que novelas como El correo de Bagdad o Milico exhiben con, por ejemplo, El dueño del secreto, de Antonio Muñoz Molina, o con Galíndez, la notable narración de Vásquez Montalbán. Idéntico rastreo de las huellas de una juventud bajo la dictadura en un caso, reflexión político- moral de igual profundidad en el otro. Esto significa que el intelectual que vio instalarse la dictadura, que pudo sobrevivirla, que vuelve al país a contemplar sus desechos, se inclina ante la sociedad con el mismo recogimiento, con la misma actitud ética, y con igual mezcla de certeza e incertidumbres. Es el momento de sacar las cuentas, del gran balance humano y colectivo, la utopía de una justicia que nunca sobrevendrá.( Véase ahora el magistral libro de Luis Martín Cabrera, Radical Justice, 2012, que habla «justamente» de esto). Con todas sus evidentes diferencias, hay entre estos tres autores un temple común, una maduración que es producto de una madurez en vivo, es decir, al filo de lo mortal. Dicho pleonásticamente, crecimiento concreto – pues concreto viene de cum crescere. Demás está decir que este sincronismo se produce independientemente en cada uno de ellos; no creo que se hayan leído entre sí, aunque es posible que Varas – lector ávido como era – haya dado en algún momento con uno que otro texto de Vásquez Montalbán. A este último le mencioné a Varas en 1997 cuando pasó por San Diego; no lo conocía. Personalmente tampoco recuerdo que en nuestras conversaciones – escasas, es cierto – Varas haya hecho referencia a su colega castellano-catalán.
La genealogía del corpus literario de Varas es compleja y diversificada. En apariencia, es fácil poner etiquetas a sus obras: Sucede es un relato vanguardista o experimental, La novela de Galvarino y Elena es novela política, El correo de Bagdad es claramente un texto de clave internacional. Lo cierto es que esta aparente simplicidad resulta más bien engañosa. Si uno observa más de cerca, resalta la nervadura múltiple de cada una de esas obras, la variedad de sus fuentes, los géneros y formas narrativas que se imbrican y entrelazan. Todos ellos son textos híbridos, sui generis si se quiere, mostrándose a la postre inclasificables. Sin mencionar Chacón y Los sueños del pintor, pertenecientes a registros y categorías distintos, los demás textos exhiben, sin ocultarlos, los subgéneros y entidades narrativas que los sustentan y que conforman su estratigrafía. Proyecto vanguardista y estrategia a lo Dos Passos se acoplan en Sucede, en una rara combinación que anticipa asombrosamente los collages que pondrá en práctica Cortázar veinte y tantos años después, en Libro de Manuel; el paradigma folclórico, a través de una conseja o parábola campesina, se instala en el corazón picaresco de Porái; el relato de viajes se une a la novela ideológica y a la experiencia socialista del mundo en El correo…, a la vez que la novela de arte o de artista, casi siempre ambientada en la bohemia del siglo antepasado, se enmarca ahora en un paisaje de política internacional y de brutal dictadura. En este sentido, toda la producción de Varas – formas amplias y menores, inclusive su cuentística – representa un incesante laboratorio de invención, sobriamente original, calladamente original, en que formatos comunes y habituales dejan entrever a contraluz una armazón multifacética, ajustada con precisión para producir un efecto estético y emocional unitario. Sin excesos, parcamente, este escritor crea una singular artesanía narrativa que constituye hoy por hoy un capítulo esencial de nuestras letras contemporáneas. Más aún, en su oleaje final, ella alcanza a sumarse a lo que autores de la valía de Carlos Cerda ( fallecido), Patricio Manns, Germán Marín y muy especialmente Carlos Franz están haciendo hoy en el formidable salto cualitativo que ha dado la narrativa nacional. El último, con la honda rabia de Santiago cero (1989), la vasta y admirable elegía de El desierto (2005) y el extraordinario «octaedro» que constituye La prisionera (2007), y pese a visibles disimilutudes estéticas, muestra una afinidad de fondo con el propósito central de Varas: la confrontación con la tragedia del país, el réquiem por el fracaso de una nación. ( Dicho sea de paso, en su casa de Miguel Claro, Varas me estimuló una vez a leer a Franz. » Es de lo mejor que se está escribiendo» recuerdo que me dijo. Tenía plena razón. Creo que por la fecha aun no se había publicado la segunda novela del autor, El lugar donde estuvo el paraíso, 1996, que es la que prefiero. Y mi admiración incondicional va para La prisionera, una de las más notables colecciones de cuentos que ha producido la literatura chilena en el transcurso de su historia). En este aspecto señero de su dimensión cultural, Varas no perdía contacto con lo nuevo, con lo reciente, manifestando atención y simpatía generosa por las contribuciones que venían a iluminar el horizonte. Prueba de ello – entre varios ejemplos posibles – es la presentación que hizo del opus 1 de Eduardo Trabucco, Rutas circulares ( Catalonia, 2009), valorando con perspicacia el interés de la obra como retrato y testimonio de toda una generación juvenil . Concluía sus palabras con este juicio positivo, buen espaldarazo al novel escritor: » En síntesis: una novela viva, juvenil, amena, llena de acción. Una opera prima de sorprendente calidad». De seguro, a Varas le habría encantado saber que el autor presentado por él anuncia ya, este mismo año, su opus 3.
Entre las sorpresas que trae esta Narrativa Completa, hay una, la de El viaje, consistente en la publicación de un texto inédito de Varas. Al parecer, y aunque se la feche en 1970, es una obra que el autor estuvo retrabajando hasta sus últimos días. Respetando el puesto cronológico que se le asigna en la bibliografía, quizás sea útil tomarlo como punto de inflexión en su trayectoria narrativa.
El viaje describe el retorno de un muchacho pobre al lugar de su infancia, debido a la muerte de su padre. Para eso se desplaza desde Santiago hasta San Rosendo, la legendaria estación donde se hacían los trasbordos en la red ferroviaria del sur. Todo ocurre tren adentro, en medio de monólogos y recuerdos de Justo, junto al grupo de gente del pueblo que viaja en los vagones: un vendedor ambulante, un ciego que canta valses y canciones de moda, etc. Los estímulos actuales remueven el tiempo y la consciencia del personaje, reconduciéndolo al mundo de una niñez triste, desamparada, semejante a la que el autor describirá en muchos de sus cuentos. Hay un esfuerzo del escritor por sumergirse en las experiencias y en la sensibilidad, tan difíciles de captar, de un niño marginal, primero campesino, luego suburbano. Hijo de una madre trabajadora y de un marinero que vuelve enfermo al pueblo, Justo no es parte de ningún triángulo edípico, pues este se resuelve en circunstancias bien concretas de miseria y humillación. Su vida es apenas un sobrevivir, casi siempre un subvivir. Según su costumbre, Varas narra todo esto sin falsa compasión, con ternura que fluye envuelta en una mezcla risueña y dolorosa:
» Justo empieza a hipar de risa, mientras lo mira y deja de llorar. Riendo y llorando se queda dormido de súbito, como una piedra» ( p. 336).
En esto, en su visión y defensa de la infancia desvalida, Varas se une a un alto grupo de escritores que propalaron idéntico mensaje de denuncia: se une a Lillo, a Mistral, a Rojas y a muchos más. Contra Gide y su dictum esteticista, la mejor literatura y las buenas intenciones van aquí de la mano, apoyándose mutuamente. Tratan ambas de desempedrar uno de los peores rincones del infierno social. Anarquismo de cuño cristiano o anarquismo a secas, jesucristismo tenaz en la mujer, moral comunista en nuestro autor, estas diversas posiciones éticas se hacen unánimes para condenar – más allá de cualquier ingenuidad moral – el trato que una economía, una sociedad, el Estado supuestamente «nacional» dan a la porción más débil de sus hijos.
En otro párrafo, ya es posible contemplar enterizo el universo del autor. Observando a un vendedor que hace piruetas para atraer a sus clientes, piensa el joven protagonista:
» Trescientos al bolsillo calcula Justo. Han de ganar bueno en esto, pensar que uno trabaja y trabaja por las puras arvejas . Pero este también trabaja, si es que la labia es trabajo. Bueno, pero aliviado: unos pases por allá, una mariguancia por estos lados, palabreo, palabreo, y ya está el pollo en la olla» ( p. 307).
Frase, párrafo, fraseología proverbial, dejo expresivo, gesto y sintaxis de la enunciación, todo está ya aquí. Es el Varas de los años sesenta, que prolonga y continúa lo que había iniciado magistralmente en Porái.
Una observación final sobre el nuevo texto de Varas que nos es dable conocer por primera vez. Se refiere al título. Sucede, la novela pionera de mediados de siglo, lleva un título de significación temporal. Ahora bien, tanto Porái como El viaje recalcan sobre todo las fuerzas de espacialización que se hacen cada vez más relevantes. El primero es casi un deíctico, el segundo remite al doble espacio del tren y del medio exterior. El cambio quizás condense un proceso psicológico, harto comprensible, en que el sujeto traspasa el ámbito de su conciencia interna en que se reflejaba el curso del mundo para abrirse a un territorio real, propio, el de su país – un país que aunque presente y a menudo mencionado en la narración inaugural, le era aun ajeno, distante, inaprenhensible. » Porái» es ahora una designación de rincones, de comarcas y parajes aledaños de Chile, como «el viaje» es un recorrido concreto entre la capital y una estación del sur. Si hubiera alguna duda de que el real Varas comienza efectivamente con estos nuevos textos, este podría ser un indicio de verificación adicional. Un ambiente que en adelante le será ( y nos será) familiar, una nueva geografía emergen ahora, para constituir el terreno de elección de la mayoría de sus cuentos y de algunas novelas posteriores. En ese par de novelas breves, situadas al inicio y al fin de la década, descansará como en dos firmes y finos pilares la contrucción novelesca del autor. ( Alguien me alerta que el término técnico «nouvelle» resulta ya afectado, incluso pedante; habrá que evitarlo como a la urticaria).
Es bastante claro, entonces, que 1970 fija una línea divisoria en la producción narrativa de Varas – en su novelística, no en la serie numerosa de sus cuentos, cuya distribución es más entrecruzada. Hay, por lo tanto, un antes de esa fecha, en que predomina el tipo de relato breve que acabo de describir; y hay sobre todo un después que, junto a una obra miscelánea no menos significativa, da origen a un trío de textos mayores, que ha extendido de modo decisivo la reputación de autor. Se trata, como es sabido, de El correo de Bagdad (1994), que mereció una pronta reedición en 2002, La novela de Galvarino y Elena (1995), y Milico, de 2007. El asunto de estas obras cubre por lo menos medio siglo de historia política y social de Chile, concentrándose en acontecimientos y fenómenos determinantes de la vida nacional más reciente. En su cronología objetiva, la primera – novela política y social por excelencia – destaca la participación de una pareja de militantes de base desde los años veinte en adelante, culminando durante el período de la Unidad Popular y sus secuelas de dictadura y seudodemocracia; la segunda, mucho más ambiciosa y de estructura complejísima, es la biografía ficticia de un pintor mapuche que conoce la dictadura iraquí en los sesenta, la Checoeslovaquia socialista coetánea y que termina sumándose a la lucha de liberación que emprendía el pueblo kurdo; finalmente, Milico, a través del retrato de un oficial del Ejército y de su contradictoria situación dentro de la institución, elabora un sondeo a fondo de la casta militar, tanto desde el interior de su consciencia de grupo como desde la gravitación externa que ha tenido en la vida del país. La represión en que se ve involucrado el militar no es la feroz que todos hemos conocido, sino la anterior, un poco menos feroz, que otros también conocieron.
La novela de Galvarino… es una obra que, por alguna razón, no ha provocado una reacción adecuada de parte del público. Yo mismo, cuando la leí por primera vez ( había salido a luz poco antes), no la supe apreciar suficientemente. Es, de hecho, uno de los textos con mayor sentido de chilenidad que se ha escrito en los últimos años. » Chilenidad»: «palabra a mi entender famosa / si no fuera tan infame…», a la que siempre se debe tomar con pinzas. Pese a ello, en la novela de Varas adquiere una significación real, no externa sino auténtica y esencial. En su retrato del hombre del norte, hijo de herrero y de mineros, y de una mujer intensamente dedicada a tareas de organización social; en la vida errante de ambos a través de la patria, hay no solo la encarnación viviente de luchadores sociales desde abajo ( la expresión es de Varas, él mismo la subraya), sino la recostrucción de todo un ethos laboral, político y humano, que Varas describe comunicándonos sus voces, con seriedad y con alegría, nunca con ironía, y con la » gran tristeza» que invade el final de la novela, cuando la parte del mundo en que ellos creían se ve derrumbada. Quedan poyectos para la mujer, más concretos y delimitados, menos universales sin duda: centros de madres, juntas de vecinos… Lo local se impone a mares hacia el fin de siglo. Si El correo de Bagdad termina en un clima de destrucción de las ilusiones e ideales colectivos, este relato un año posterior recompone un poco el ánimo y equilibra, digamos, » la moral».
Es cosa de cortesía no hablar en un prólogo de todo o de mucho. Para evitarlo, sugiero al lector que dé un vistazo a las páginas iniciales de El correo de Bagdad y luego mire el capítulo final. Ojalá haya leído la novela previamente. Hallará, en todo caso, en las primeras una broma digna de provocar una carcajada homérica, ya que no borgeana. En la curiosa mazamorra idiomática con que se comunica el profesor judío-checo – un sefardí bien dosificado, con entreveros romances – se puede leer: » ‘ Vida es perra y nosotros estamos sus cachorros’, va diciendo proverbio de checas tierras». La paremiología, axila viva de la narrativa universal, reducida aquí a esta dicción absurda, se enriquece más allá de la sapiencia y la ignorancia, desencadenando el simple y precioso estallido de lo cómico. Al final, cuando retorna el narrador al país en 1990, abraza a su madre, casi enteramente desdentada, y se pregunta si podrá entregarle el turrón de Alicante que le ha traído de regalo. El capítulo acumula las ruinas de un proyecto colectivo en que se ha creído y que está deshecho: restos del muro de Berlín, raudamente comercializados por la Bundesrepublik; gruesa literatura del Partido que yace en rincones polvorientos, etc. La mínima comunicación humana con la humilde compañera que cuida la sede se presenta a una luz ambigua, en mi opinion adrede, y la misma odisea del protagonista mapuche luchando entre los kurdos toma un aire de irrealidad, de pura ficción. (Obviamente, no sé si mi lectura es correcta, o es que ha pasado demasiado tiempo entre 1994 y 2013). Vale la pena, sí, señalar que este extraño nexo mapuche-kurdo es de invención simultánea al Quinto Centenario, cuya única virtud fue quizás poner en el tapete la situación de los pueblos indígenas y de las minorías nacionales. El año preciso en que sale a luz El correo… ocurre el levantamiento de Chiapas, cuyos efectos de irrradiación tocan lo regional ( la frontera sur de México), lo nacional ( lucha por la democracia en el país), alcanzando lo continental ( movimiento aborigen panamericano) e incluso lo global ( resistencia a las políticas neoliberales). Hablando de otros tiempos y de otros mundos, la novela engrana perfectamente con el presente histórico ya cerca del 2000.
En realidad, en esta obra decididamente excepcional, Varas parece entregarse al mayor tour de force narrativo de toda su carrera de escritor. Las variables que maneja son complejas y numerosas, de modo que la ecuación literaria que las integra adquiere ese perfil que solo llegan a poseer los textos clásicos. Estos, más allá de hechos y palabras que pronto se desvanecen en la mayoría de las novelas, fijan un territorio, captan una época, ahondan en personajes y situaciones que se graban para no olvidarse. Su misma cohesión determina una dilatación de sentido que les da vigencia y resonancia. Comprimido, concentrado en extremo, alcanza un maximum de apertura y proyección: tal es su pulsación formal y temática. Lo étnico ( mapuche, judío, checo, iraquí), lo geográfico ( Chile, Checoeslovaquia, Viena, Mesopotamia), lo ideológico en sus varios registros, el extraordinario juego lingüístico que le significó al autor estudiar modalidades diversas del sefardí, lo artístico ( pintura en su traducción verbal), etc., todos ellos son factores que se modulan con rara persuasión, con inmenso poder imaginativo. El lector ríe, sonríe, se entristece, juzga, aprende ( la literatura es también conocimiento, aunque a veces se lo olvide). Novela epistolar en gran medida – por las cartas que escribe Huerqueo desde Iraq a su pariente en Checoeslovaquia, y por la correspondencia de este a El Siglo – ella enriquece la gran tradición del género, cruza tiempos y épocas diferentes, creando un friso vivo de situaciones y acontecimientos que han marcado nuestra historia. La carta de amor, la carta discipular, dan lugar a la carta crítica del viajero en tierras extrañas, tan representativa del momento de la Ilustración. Huerqueo no es el persa de Montesquieu o el chino de Goldsmith, pero puede ser un mapuche que observa con asombro lo que ocurre en Checoeslovaquia y con horror lo que ve en Iraq. » …Llevan el nombre de cartas – había escrito Cadalso en la introducción a las suyas – que suponen escritas en este o en aquel país por viageros naturales de reynos no solo distantes, sino opuestos en religion, clima y gobierno». ! Nunca mejor dicho!
Al ir terminando esta presentación, noto que habría sido necesario dedicar algunos párrafos a los textos heterogéneos incluídos en esta Narrativa. Me refiero por supuesto a Chacón, Neruda clandestino y Los sueños del pintor. De los dos primeros he hablado varias veces, y sobre el segundo he escrito con bastante extensión, así que no quiero repetirme. Baste indicar que ellos representan dos valiosos testimonios complementarios, uno sobre un gran dirigente de los trabajadores chilenos, otro sobre la génesis y formación del libro mayor de las letras latinoamericanas del siglo xx, el Canto General de Neruda.
Los sueños del pintor es algo distinto. Surgido de una idea inicial de Alfonso Alcalde ( Varas lo reconoce con claridad en el epílogo), consiste en una serie de conversaciones y entrevistas a Julio Escámez durante su exilio en Costa Rica. El pintor, célebre por su talento como narrador oral ( a Neruda le encantaba hacerlo contar historias » a la manera del siglo xix»), habla de sus sueños y sus cuadros, en una suerte de biografía personal, de zonas del país y de su obsesión por los viajes. En ella, Varas vuelve a experimentar el difícil arte de reunir dos artes, pintura y narración, creando puentes de «traducción» entre una y otra, comentando «paisajes extraños, como de sueños», dándonos una increíble visión interior de la vida del sur y de las pellejerías del estudiante en la capital. Es, en cada una de sus páginas, un surtidor inagotable de historias. En otro respecto, las formidables páginas relativas a la Araucanía son, hoy día, de plena actualidad y tienen más vigencia que nunca. El libro, naturalmente, está a la espera de una consideración más detenida que haga justicia a sus muchos e indudables méritos.
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Conocí a Varas en casa de Joaquín Gutiérrez, que nos invitó a cenar, en compañía de Volodia Teitelboim, una tarde de mediados del 73. Había salido ya Historias de risas y de lágrimas, antología de » Quimantú para todos» que recoge algunos de sus cuentos y que selecciona también otros de Alfonso Alcalde, Nicolás Ferraro y Franklin Quevedo. Aunque el prólogo era mío, la nota introductoria a lo que correspondía a Varas la escribió el mismo Gutiérrez. Si mal no recuerdo, no se habló mucho de literatura en esa ocasión. El asunto principal fue la intentona de golpe que se había producido en junio de ese año, y que Carlos Prats, general en jefe del Ejército o ministro de defensa, había podido desarticular con eficacia. Más cerca – uno o dos días atrás – se había producido un incidente que tal vez pocos recuerden hoy. Una mujer de la clase alta había seguido el vehículo en que se desplazaba Prats por la costanera, haciéndole gestos obscenos y dirigiéndole gritos aun más obscenos. Prats hizo detener su vehículo y con gran calma conminó a su agresora a cesar en sus ofensas. Al día siguiente, en primera plana o en un lugar destacado de El Mercurio, aparecía una instantánea de la escena, con un titular que decía más o menos esto: » el General Prats insulta públicamente a una dama». La operación había sido perfectamente montada. El golpe de Estado en femenino, la elección precisa como blanco de una de las pocas autoridades militares que podía oponerse al golpe en marcha ( había que eliminar su prestigio, como eliminarían después, físicamente, a él y a su esposa, en el cobarde atentado de Buenos Aires), la participación siempre «objetiva» a que la prensa nos tiene acostumbrados, todo engranaba a la perfección. La vieja clase alta – en este caso, una vieja de la clase alta, de las tantas que vimos vociferando cristianamente para preservar la civilización en nuestro país – estaba otra vez allí, cual «señora de su querencia» o Quintrala fantasmal volviendo del pasado para aferrarse al rancio fundo colonial de la patria. Creo que todos captamos la significación del hecho, aunque no el alcance que adquiriría meses después.
Cuando se produjo el golpe militar, una persona que me es cercana y que aun vive tuvo que estar junto a Varas en un punto de Santiago. Ella me contó – y confío en su testimonio, porque la conozco bien – que estaban allí Rodrigo Rojas, dirigente del Partido, Carlos Toro, subdirector de Investigaciones, y el propio Varas. ( Más tarde se sumaría Bernardo Araya, dirigente syndical que sigue hoy desaparecido). Estuvieron clandestinos un par de días, quizás una o dos noches. Cada uno de ellos tenía un viejo pistolón, con que pretendían defenderse si es que fuerzas militares o policiales identificaban el refugio. Sabían lo que les esperaba en el caso de ser detenidos. Por fortuna, pudieron asilarse pronto, Varas en la Embajada de la República Federal de Alemania, salvándose así del cerco a que estaban sometidos.
Tiempo después, ya en democracia, le toqué el tema a Varas. Desvió la conversación imperceptiblemente, con discreción y cortesía, aunque creí entrever una leve sonrisa mental. Calló. No era su estilo ponerse charreteras de víctima ni laureles de heroísmo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.