Recomiendo:
0

La Desilusión de Koestler

Fuentes: Rebelión

La corriente de la literatura politizada y el intelectual comprometido, características del siglo XX, tuvieron su apóstol en Jean Paul Sartre, pero ya antes del auge –desde 1945–, del existencialismo, tuvo importantes adherentes. La Guerra Civil Española dio lugar a una importante pléyade de intelectuales comprometidos que se reunieron en el famoso Congreso de Valencia […]

La corriente de la literatura politizada y el intelectual comprometido, características del siglo XX, tuvieron su apóstol en Jean Paul Sartre, pero ya antes del auge –desde 1945–, del existencialismo, tuvo importantes adherentes. La Guerra Civil Española dio lugar a una importante pléyade de intelectuales comprometidos que se reunieron en el famoso Congreso de Valencia en 1936. Mientras en España se luchaba por el porvenir de la humanidad, en Moscú se marchaba hacia un mecanicismo burocrático y deshumanizado.

Los procesos, que sirvieron para borrar toda oposición a Stalin, tuvieron de terrible fiscal a Andrei Vishinsky y su objetivo fue aniquilar a Bujarin y su grupo, dos años después de haber liquidado a Zinoviev. Fue esa purga política la que dio lugar a un libro, punto de partida de muchas rectificaciones: «Oscuridad al mediodía», de Arthur Koestler, traducido al español como «El cero y el infinito».  Judío húngaro, educado en Viena, Koestler poseía el cosmopolitismo de los centro-europeos. Se unió al partido comunista y permaneció siete años militando en él. Mientras de una parte los escritores progresistas se unían contra el capitalismo, que había dado tan pésimos resultados conduciendo al crac del 29; de la otra, Trotsky llegaba a la idea de que el comunismo ruso, tras subordinar todos los demás movimientos comunistas a sus propios intereses, se había convertido en una fuerza contrarrevolucionaria. Según Bujarin, Stalin era un maquinador absoluto para quien su verdadera preocupación era conservar el poder y lo subordinaba todo a ese fin, hasta la teoría marxista. Koestler fue un testigo privilegiado de esta desintegración del idealismo revolucionario.

El personaje central de su novela, Rubashov, se considera culpable de no haber comprendido a tiempo las necesidades de la razón de Estado ante la cual hay que supeditar la individualidad. Pero comprende que él y sus coetáneos han sido una generación sacrificada a la historia. Las energías de esta generación, declara, se han agotado en la revolución, Nos hemos desangrado y no queda nada de nosotros, solamente una masa de carne gimiente y apática destinada a la inmolación. Finalmente Rubashov capitula, manifiesta su lealtad al Número Uno y se declara culpable de haber puesto la idea de hombre por encima de la idea de humanidad. Peculiar crimen que mucho se repitió en aquellos tiempos de generoso altruismo y esperanzada creencia en la redención del mundo.

Rubashov pedía una mayor liberalización, una reforma democrática del partido pero llega a la conclusión que esas demandas, en la situación imperante, eran objetivamente contrarrevolucionarias. El bastión de la nueva era no podía ponerse en riesgo. Mientras tanto desaparecía el intento de liberar al ser humano de todas sus servidumbres. El partido ya no significaba el futuro del hombre sino más bien su sombrío pasado.

Fueron situaciones como la desilusión de André Gide, los casos de Koestler y Victor Serge, las arremetidas teóricas de Raymond Aaron y Merleau Ponty, las que fueron erosionando las posiciones del escritor comprometido (l’ecrivain engagée), tal como lo pretendía Sartre y condujeron a la literatura de aislamiento y vida interior, de contemplación íntima y renuncia a la comunicación.

Arthur Koestler fue un producto de la Guerra Fría. Tras haber fracasado en su intento de abrazar el hebraísmo, tras quedar profundamente decepcionado del comunismo, su única razón de ser, su tabla de salvamento, fue un anticomunismo estéril, manipulado por las fuerzas sombrías de la contrarrevolución mundial. Fue amigo del siniestro John Foster Dulles. Se convirtió en un vulgar agente de la CIA. Pero no hay que olvidar que a una acción corresponde su reacción. Si Koestler cayó en los abismos fue porque el estalinismo lo condenó a esos avernos. En la década de los treinta el escritor comprometido se convirtió en el modelo indispensable de los hombres de pensamiento. Escritores tan disímiles como Sherwood Anderson, Malraux, Dos Passos, Spender, H.G. Wells y Shaw fueron ardientes partidarios de la reforma social.

Con la desilusión de esos escritores se fue desvaneciendo la vertiente efusiva de los intelectuales identificados con las causas políticas. La Guerra Civil Española, el ascenso del fascismo y la Segunda Guerra Mundial actuaron como catalizadores y devolvieron la energía y la voluntad de alcanzar la justicia social. La identificación de la ética con el menester literario produjo una generación de abanderados de las causas que trascienden el destino individual. La realización personal fue abandonada por la trascendencia de lo colectivo.

El pasado siglo XX se caracterizó por el entusiasmo hacia la reforma social, quizás como ninguna otra época desde los tiempos de Lutero. Koestler la llamó «La era del anhelo». En medio de la algarabía de la globalización, y de la edad del Internet, hoy estamos más preocupados por comunicarnos que por reflexionar sobre el contenido de la comunicación.