A pesar de los optimistas augurios de muchos dirigentes políticos y expertos electorales que señalaban que tanto la derecha como los decadentes partidos de la vieja Concertación lograrían recuperar protagonismo en el escenario electoral, lo que finalmente ocurrió es que ambos pilares del duopolio que ha administrado el modelo neoliberal heredado de la dictadura cosecharon una estrepitosa derrota en las urnas.
Ni los pronósticos basados en las encuestas, ni la ostensible ventaja que daba a la derecha la gran proliferación de listas opositoras, sobre todo de candidatos independientes, ni la baja concurrencia a las urnas, sobre todo en las comunas que mayoritariamente habitan los sectores sociales más empobrecidos, nada de eso pudo impedir el descalabro electoral que sufrieron las coaliciones que han cogobernado el país desde 1990. Y esto se vio reflejado no solo en el resultado de la elección de convencionales sino también en la votación de las municipales y de Gobernadores Regionales.
El claro y contundente repudio que les manifestó la ciudadanía en las urnas a los partidos que han protagonizado la llamada «democracia de los acuerdos» da cuenta de un cambio significativo que se ha operado en la conciencia colectiva de la gran mayoría de la población. Este cambio deriva tanto de su progresivo desencanto ante tanta promesa incumplida como de su creciente indignación por los atropellos y abusos que ocurren a diario con la activa complicidad y displicente indiferencia de la casta política. Ese desencanto e indignación, electoralmente expresados ahora por medio de la parte políticamente activa de la ciudadanía, no hace más que confirmar que efectivamente “Chile despertó” con la extraordinaria rebelión popular de octubre de 2019. Esa formidable movilización social, así como el avasallador resultado del plebiscito de 2020 ratificado ahora en esta elección, dan clara cuenta del mayoritario deseo de cambios gatillado por el generalizado y explosivo descontento social existente en el Chile de hoy.
Con un caudal electoral que apenas se empina por sobre el 20% de los votos, la derecha dura quedó lejos de obtener el anhelado tercio de convencionales a que aspiraba y que confiaba alcanzar al presentarse sus partidos unidos a la elección. Parapetada tras la regla de los dos tercios que, con la anuencia de los demás firmantes del llamado «acuerdo por la paz», le había impuesto a la Convención para maniatar su labor, esperaba tranquila poder bloquear allí cualquier intento de cambios profundos del marco constitucional que rige al país. Es decir, la derecha esperaba poder sujetar la labor de la Convención a esa lógica binominal según la cual un tercio vale lo mismo que dos. Y para intentar dar cierto barniz de legitimidad a ese vergonzoso amarre, los voceros de la derecha han sostenido muy sueltos de cuerpo que esa regla de quorum supramayoritario habría sido aprobada por la ciudadanía al concurrir a votar en el plebiscito del 25 de octubre. ¡Como si ella hubiese sido consultada sobre este punto!
Lo cierto ahora es que los partidos de la derecha, por sí solos al menos, no tendrán el poder de veto a que aspiraban y que consideraban seguro para poder limitar sustancialmente el alcance de los cambios a que aspira la ciudadanía. Y aun con el apoyo de algunos de los convencionales independientes, de pueblos originarios y de la vieja Concertación no les será fácil lograrlo dada la composición que finalmente tendrá este organismo. A ello hay que agregar la fuerte derrota que sufrió también la derecha a manos de las corrientes que se hallan más a la izquierda del espectro político institucional en varios de los municipios más emblemáticos del país que por largo tiempo habían sido parte de sus principales bastiones. Tal es el caso de las municipalidades de Viña del Mar, Ñuñoa y particularmente de Santiago. También la derrota de la derecha resultó ser aplastante en comunas como Maipú y Valdivia. Por último cabe observar que tampoco resultó efectivo el gran financiamiento de las campañas que hicieron los grandes empresarios.
Por su parte, contrariando todas sus expectativas, los obsecuentes y corruptos partidos de la ex Concertación obtuvieron un resultado que ni siquiera en sus más pesimistas estimaciones se habían imaginado. Sus votaciones sumadas, incluyendo esta vez a los liberales y al PRO, no alcanzan a llegar siquiera al 15% de los votos distritales válidamente emitidos. El partido más votado en la “lista del apruebo”, el PS, ni siquiera llega a un escuálido 5% de ellos, el PPD al 3% y el PR al 2%. Por su parte, el otrora poderoso PDC, con solo un 3,65% de los votos, apenas logró elegir de entre aquellos que aspiraban a obtener un cupo en la Convención a solo uno de sus militantes: el presidente del partido. En el camino quedaron varias de las figuras más emblemáticas de sus pasados gobiernos: René Cortázar, Jorge Correa, Carlos Ominami, Mariana Aylwin, Clemente Pérez, etc. En suma, toda esa coalición que tanto alarde hizo de sus presuntos “éxitos” de alcance y significación histórica, recibió esta vez un contundente repudio de la ciudadanía.
Resulta interesante comparar los resultados de la votación de convencionales con la de concejales municipales ya que en esta última no se permitió conformar listas de independientes y la presencia de candidaturas de este carácter fue mínima. El elector se vio así, salvo excepciones, compelido a marcar una preferencia de signo partidario. Al hacerlo, se constata que la pérdida de votos que sufren los partidos en la elección de convencionales a causa de la presencia de las candidaturas independientes y de pueblos indígenas es del orden de los 2 millones 500 mil votos. En este cuadro, los partidos políticos que se vieron más claramente afectados son los pertenecientes a la ex Concertación –agrupados ahora junto a dos grupos menores en la lista del Apruebo– quienes experimentan una merma de casi 1 millón 200 mil votos. La derecha por su parte pierde poco más de 800 mil votos y los partidos de izquierda agrupados principalmente en la lista del Apruebo dignidad poco más de 500 mil votos.
La gran votación obtenida por las listas de independientes, a pesar de que su gran dispersión jugaba en contra de un mayor número de convencionales electos, es también una expresión de que la desconfianza ciudadana en la corrupta y obsecuente casta política del duopolio sigue siendo muy elevada. La mayor parte de la población no le perdona sus altos grados de corrupción, las obscenas prebendas que se ha creado para sí misma, su irritante nepotismo y su marcado desinterés por los problemas que aquejan a las grandes mayorías, al tiempo que se muestran sumamente obsecuentes ante los intereses del reducido pero poderoso grupo de grandes empresarios que controlan el país. Y el resultado electoral, al evidenciarlo de manera indesmentible, da cuenta con ello de una correlación de fuerzas que en la ciudadanía es hoy ampliamente favorable para continuar avanzando en dirección a un cambio político efectivo que a lo menos permita dejar atrás las políticas económicas neoliberales y su actual blindaje institucional.
No obstante, es claro que el enorme potencial de la movilización social que cobró forma en la rebelión popular de octubre de 2019 no logró reflejarse con toda su fuerza sobre el escenario electoral, dada la gran dispersión de las listas que buscaron expresarlo. Ello no es sino una manifestación más de que la principal debilidad que acompaña a la movilización social es la inexistencia de un sujeto político en que ella logre reconocerse plenamente. En una importante medida esa movilización ha sido la de un repudio generalizado y transversal a la casta política y una profunda desconfianza en los partidos políticos como canales de expresión de sus demandas. La conformación de las listas de independientes da cuenta ya de un cierto nivel de avance, aunque aun primario, en la organización política de ese potencial, predominando en general las iniciativas de carácter territorial (como la lista del pueblo) por sobre otras más vinculadas a los movimientos y demandas sociales específicas (educación, previsión, feministas, etc.)
Por otra parte, un sector importante de los independientes responde, a pesar del discurso progresista que esgrimieron durante la campaña, a sectores que mantienen nexos con el gran empresariado, por lo que es dudoso que estén dispuestos a ir demasiado lejos por un camino acorde con transformaciones sociales efectivas que la gran mayoría anhela. Hay que considerar que incluso un parte de las corrientes que se reclaman de izquierda mantienen posiciones ambiguas a este respecto tomando como ejemplo de sus objetivos a los sistemas de protección social existentes en Europa occidental, sembrando así ilusiones de corte socialdemócrata. Son pocos los que plantean clara y abiertamente la necesidad de que el país recupere el pleno control de sus riquezas naturales, limitando su atención a las reivindicaciones en materia de educación, salud y previsión, ambientalistas, de género y diversidad sexual, de pueblos originarios, etc. El discurso de estos grupos puede ser entonces antineoliberal pero está lejos de ser anticapitalista.
Un fenómeno que no se puede pasar por alto es el ya crónico ausentismo electoral. En el curso del domingo 16 se temió que la baja participación electoral le permitiría a la derecha obtener una importante ventaja ya que los mayores porcentajes de participación se registraban en las comunas ricas. Si bien ello no sucedió, el ausentismo fue efectivamente muy elevado, llegando casi al 60% del padrón electoral; un 10% menos que en el plebiscito del 25 de octubre pasado. De poco más de 14 millones 900 mil personas con derecho a sufragio concurrieron a las urnas solo casi 6 millones y medio, restándose de hacerlo casi 8 millones y medio. En el padrón correspondiente a los integrantes de los pueblos indígenas la participación llegó apenas al 23%, lo que significa que casi 950 mil personas que podían votar para determinar los cupos que les fueron reservados no lo hicieron, sea porque no concurrieron a las urnas o bien porque prefirieron votar por algún postulante de sus respectivos distritos.
Se ha señalado que el alto nivel de ausentismo obedeció en parte a situaciones contingentes tales como los temores asociados a la pandemia, las dificultades creadas por la falta de movilización hacia lugares absurdamente alejados de los lugares de residencia de los votantes y aun la simultaneidad de cuatro elecciones de alcances no del todo claros para muchos. Pero es evidente que en su mayor parte este fenómeno responde a la desafección ya crónica de una parte significativa de la población con respecto al sistema político y sus integrantes. Si bien esto da cuenta de un fenómeno que es necesario observar con cuidado, en lo inmediato es razonable suponer que un mayor nivel de participación no habría arrojado un resultado electoral significativamente diferente. De hecho, una elección es una gran encuesta de opinión con una muestra que por su tamaño resulta ser bastante representativa del universo. Por lo tanto, ella indica bien lo que al menos existe ya en potencia y que será necesario luego transformar en realidad.
En consecuencia, lo que el resultado de esta elección muestra en una perspectiva de más largo plazo es la existencia aun de una gran reserva de fuerzas sociales que se hallan como nunca potencialmente movilizables en función de sus demandas sociales específicas. Sin embargo, no es para nada claro, más allá de la existencia de algunas corrientes anticapitalistas que llaman a no participar en las elecciones, que una eventual activación política de esa gran proporción de la población que se ha mantenido al margen de esta contienda logre necesariamente llegar a movilizarse bajo el influjo de fuerzas anticapitalistas. Como resultado de nuevas e inevitables frustraciones y de la ausencia de un liderazgo revolucionario arraigado en las masas no se puede descartar a priori que ese potencial de lucha pudiese llegar a dar sostén a “populismos” de corte fascistoide como ya ha ocurrido en varios de los casos más recientes de la experiencia política de América latina. Todo dependerá de la capacidad que exhiban los revolucionarios para ofrecer a las masas una perspectiva de lucha justa y clara, que resulte ante ellas tan legítima como viable.
La crisis política que vive el país es una expresión del gran descontento ciudadano acumulado en las tres décadas de vigencia de la llamada «democracia de los acuerdos». Los principales protagonistas de ese descontento han sido las jóvenes generaciones que no se muestran dispuestas, como ocurrió con sus mayores, a aceptar las continuas y abusivas imposiciones de los poderes fácticos que imperan en el país. Ellas han podido constatar la gran disonancia existente entre los discursos grandilocuentes y la práctica desvergonzadamente corrupta de la mayor parte de la casta política, que fija un piso de salarios de hambre para la población trabajadora mientras se niega a rebajar los propios excesivamente altos. Esas jóvenes generaciones no se tragan el idílico cuadro de éxito con que los medios controlados por la elite empresarial presentan al modelo económico neoliberal vigente, pero que en la realidad solo resulta paradisíaco para los grandes inversionistas al tiempo que constituye un infierno cotidiano para la inmensa mayoría.
Pero sería miope pasar por alto que el trasfondo de esta crisis política está dado por las contradicciones de clase que surcan de un extremo a otro la sociedad chilena, articulando el sistema económico y social vigente y configurando las relaciones de poder que imperan en el país. La realidad de este sistema impone de manera inevitable como criterio de racionalidad económica la valorización del capital por sobre la valorización de la vida, es decir, prioriza, por sobre cualquier otra consideración, la voracidad insaciable del capital, dictando así su pauta a las decisiones políticas. Un criterio de racionalidad económica que descarga todo el peso de los costos sobre las espaldas del pueblo trabajador a la vez que reserva los beneficios a una minoría cada vez más rica y poderosa. Un criterio de racionalidad económica que se justifica con una visión ideológica que se propaga incansablemente a través de los medios de comunicación masivos, buscando lavar el cerebro de las personas para convertir sus contenidos en verdades de sentido común.
Los grandes mitos de la ideología liberal se han visto rotundamente desmentidos por la realidad económica, social y política de las últimas décadas en Chile. La idea de una sociedad abierta, con iguales oportunidades para todos contrasta violentamente con la realidad de una extrema desigualdad económica y social y con una legalidad diseñada claramente en función del objetivo de preservar e incrementar esa desigualdad. La presunta armonía espontanea que generaría la libertad de los intercambios entre los intereses individuales y sociales se ve así ostensiblemente negada. El dulce mito de la soberanía del consumidor en un mercado supuestamente competitivo no pasa de ser una broma ante la persistente realidad de los oligopolios y las colusiones en materia de precios. Las alegadas virtudes de los equilibrios macroeconómicos operan sobre la base de ominosos y despiadados desequilibrios macrosociales. La sociedad toda se ve constantemente extorsionada por las abusivas exigencias que impone el gran capital.
Se trata, en suma, de las contradicciones inherentes al sistema capitalista bajo la modalidad en que ellas operan actualmente en las condiciones de un espacio económico periférico como el de Chile. Es cierto que esas contradicciones se han visto agudizadas hasta el extremo al vehiculizar ese afán de imposición total del capital que han representado las políticas neoliberales. Pero es indudable que también continuarán operando en la versión más moderada que representa una política de corte socialdemócrata, viéndose ésta impelida a desconocer o postergar parte importante de los derechos e intereses del pueblo trabajador. Por lo tanto, si el gran objetivo a que aspira la mayoría es la construcción de una economía realmente solidaria, articulada centralmente sobre el objetivo irrenunciable de la valorización de la vida, ello inevitablemente exige como condición ineludible proponerse y llevar a cabo la superación efectiva del sistema de explotación capitalista.
La valorización del capital como objetivo central que orienta e impulsa la actividad económica conlleva en cambio, necesariamente, insuperables condicionamientos que se manifiestan en todos los males que la población trabajadora del país aspira hoy a superar: desigualdad social aguda, creciente exclusión social, superexplotación del trabajo, destrucción ambiental, discriminaciones de todo género, etc. Y en un país de capitalismo periférico como lo es Chile, por efecto de la intensa competencia que impera en los mercados, conlleva además la presencia de barreras insuperables al desarrollo autónomo de sus capacidades productivas. De allí que el capitalismo mundial en sus áreas periféricas por lo general no ofrezca otra perspectiva que la de perpetuar un modelo productivo de carácter extractivista, con fuerte impacto sobre los ecosistemas y las condiciones laborales y salariales de los trabajadores y con una creciente pérdida de soberanía frente a las abusivas demandas de las grandes empresas del capital transnacional.
Si abordamos el examen de la situación política nacional desde la perspectiva del objetivo estratégico que hemos señalado, cabe preguntarse: la participación en estas elecciones y su resultado ¿contribuye a potenciar la movilización social o necesaria e inevitablemente la debilita? ¿Qué relación ella guarda con el desarrollo de los fenómenos de conciencia política de masas? No se necesita ser muy perspicaz para comprender que los resultados de esta elección no debilitan sino que fortalecen las perspectivas de la movilización popular. No cierran sino que abren buenas posibilidades de continuar manteniendo vivo el interés del pueblo trabajador por los principales cuestionamientos que ha levantado en contra de la realidad del Chile de hoy, con su pesada carga de injusticias, abusos y desigualdades, posibilitando aumentar así su nivel general de conciencia política sobre las reales causas de sus problemas y los cambios políticos y económicos que se necesitan para poder superarlos.
A pesar de la enorme asimetría de poder material con que se desarrolla esta lucha, cuando se instala y masifica como ahora un clima de debate cívico que pone directamente en cuestión la ideología de la clase dominante, la intervención activa en ese cuestionamiento –premunidos de la incontestable fortaleza moral de los valores de la justicia– abre una posibilidad cierta de cambiar el estado de cosas existente. El resultado de la elección ha permitido constatar que el impulso a favor de un cambio profundo por una real democratización del sistema político y un cambio radical de orientación en el plano económico-social continúa vivo y que, a pesar de la forzada desmovilización que le fue impuesta por la pandemia, tampoco se ha debilitado. A pesar de todas las dificultades y trabas que ha debido encarar para ocupar un lugar protagónico en la escena política, ese impulso ha logrado plasmarse en un discurso claramente contrahegemónico, al menos con respecto a las políticas neoliberales aplicadas hasta ahora.
Ello reafirma, como una elemental constatación de realismo político, que si bien los espacios institucionales no son el campo preferencial de intervención de las grandes mayorías del pueblo, sí constituyen en cambio, por su incuestionable resonancia en el debate público, un importante espacio de confrontación discursiva y disputa política. Un espacio que, por ello mismo, no se puede ignorar ni dejar gratuitamente en manos de los representantes, voceros y servidores de la clase dominante, siendo esto clave para la maduración de la conciencia política y la acumulación de fuerzas que todo proceso de transformación social necesita para poder abrirse paso y prosperar. Para hacer posible una transformación real y profunda de la sociedad es necesario darse a la tarea de incidir en la conciencia de la inmensa mayoría y construir con ella una fuerza social y política capaz de lograr ese objetivo. Se trata, en suma, de transformar el descontento en una fuerza real y efectiva de transformación social.
El debate constitucional que se avecina tenderá por su propia naturaleza a estar fuertemente centrado en el diseño del sistema político-institucional, con sus procedimientos de generación de autoridades y toma de decisiones, sin llevar necesariamente a cuestionar en forma directa al sistema económico social vigente. Sin embargo, es claro que todo avance en la democratización del sistema político será siempre resistido por la clase dominante ante el temor de que en su seno se pueda llegar a cuestionar radicalmente su situación de privilegio. Es por ello que se afana persistentemente por mantener vigentes todo tipo de restricciones y artimañas para coartar el debate político y distorsionar la libre expresión de la voluntad popular. Y es por ello también que una lucha consecuente por la democracia solo está claramente en sintonía con los intereses y aspiraciones de justicia del pueblo trabajador. Esa es una puerta que al abrirse ayuda a crear las condiciones políticas necesarias para la superación del capitalismo.
El eje de la disputa política cuando ella invoca y se realiza bajo el manto protector de un proceso de real democratización está en la legitimidad de los mecanismos a través de los cuales se adoptan las decisiones y en la conveniencia de las propuestas que sobre esa base de legitimidad se formulan. El principio clave es que el único y real fundamento de un orden democrático radica en el efectivo ejercicio de la soberanía del pueblo. Esto significa que el orden legal es legítimo, y por tanto respetable, en la medida en que sea una genuina expresión de la voluntad popular. Lo democrático entonces es permitirle al pueblo expresar libre y soberanamente su voluntad, sin la espuria pretensión de coartarla con reglas y restricciones como las que continúan tratando de imponer al futuro trabajo de la Convención los firmantes del llamado acuerdo por la paz. Hay que impedir que el poder político instituido por el orden normativo pinochetista pretenda seguir dictando así los límites de lo posible, negándose a reconocer la soberanía del pueblo.
Más allá de lo meramente político-institucional están todas aquellas aspiraciones ciudadanas de justicia social que impulsaron la rebelión popular del 18 de octubre y que el actual entramado constitucional y político ha logrado mantener a raya por tantos años para beneficiar exclusivamente a esa exigua minoría rica y poderosa que mantiene en sus manos las verdaderas riendas del poder. Una vez conocido el resultado de la elección de convencionales se alzaron de inmediato voces que han buscado desmerecer el profundo anhelo de cambios expresado por la ciudadanía. Se descalifica esos anhelos como una mera expresión de voluntarismo, como si ellos estuviesen en irremediable contradicción con lo que es materialmente posible. Lo que se reputa posible, sensato y racional en tales discursos es lo que dictan los criterios de racionalidad con que opera el sistema de explotación capitalista en que vivimos y la clara pretensión de preservar incólume la continuidad del mismo.
También hay quienes, desde la perspectiva contraria, parecen subestimar el potencial revolucionario que puede llegar a desarrollar la lucha por reformas que en sí mismas no trascienden los marcos del sistema (nacionalizaciones, un sistema tributario progresivo, la garantía de derechos sociales básicos en educación, salud y previsión, etc.). Pero lo que el impulso de ese tipo de luchas claramente permite, a condición de basarse en la movilización popular, es elevar los niveles de conciencia, organización y movilización de las amplias capas de la población interesadas en tales reformas, condición insoslayable de toda lucha revolucionaria. En rigor la movilización popular no responde jamás a un proyecto político global y claramente decantado sino siempre a las demandas específicas más sentidas y son éstas las portadoras de un potencial revolucionario en la medida en que no puedan ser cabalmente satisfechas en el marco del sistema y de las condiciones en que éste se desenvuelve.
Por otra parte hay que pensar los procesos revolucionarios no según un modelo determinado, fruto de algunas de las luchas pasadas. La propia experiencia indica que cada proceso revolucionario discurre por cauces enteramente originales. A lo más podemos extraer de tales experiencias ricas enseñanzas políticas que nos ayudarán a visualizar mejor los desafíos que enfrentamos. En consecuencia, debemos asumir el curso de las luchas como parte de una realidad social abierta y cada vez más compleja, en que la fuerza motriz de su dinamismo, en un sentido directo e inmediato, son siempre los cambios en los estados de conciencia colectiva de la población y no las formas específicas a través de las cuales dichos cambios se manifiestan. Lo clave será, en todos los casos, empujar la movilización popular hasta lograr que su fuerza logre plasmarse en transformaciones efectivas en las relaciones de poder político y militar y en nuevas normas e instituciones que las expresen.
Los desafíos que vienen ahora son de gran significación política. El más importante será sin duda el de lograr que la población siga de cerca el curso de la discusión en el seno de la Convención Constitucional y que se movilice con decisión para ayudar a liberarla de los amarres antidemocráticos que le impuso la desprestigiada casta política del duopolio de los 30 años. Esto significa demandar que ella pueda actuar como una Asamblea Constituyente plenamente soberana. Pero en el curso de los próximos meses el desarrollo de estos debates se va a realizar, también, en consonancia con las campañas correspondientes a la elección presidencial y parlamentaria de noviembre próximo, lo cual contribuirá a acrecentar el interés de la ciudadanía por las propuestas que formulen y el modo en que aborden los diversos problemas las diversas fuerzas políticas en lucha. En consecuencia, encaramos ahora un periodo político de gran trascendencia por las definiciones que se han de adoptar sobre el futuro del país.
Es del todo claro que la clase dominante, a pesar de la merma electoral de sus partidos, no ha perdido su poder y que, manteniendo el control de las palancas claves del mismo, intentará por todos los medios a su alcance revertir la desmedrada situación política en que se encuentra. En efecto, cuando hablamos del poder aludimos a la capacidad de una clase de imponer su voluntad sobre la población, capacidad que se funda, en última instancia, en el monopolio de la fuerza por los cuerpos armados del Estado. Por lo tanto, habrá que mantenerse alertas para evitar o contrarrestar cada uno de los golpes de quienes hoy lo detentan. Pero cabe advertir que aun la cohesionada obediencia de tales cuerpos armados ante los que detentan y ejercen el poder en una situación de agudo conflicto político depende de que también ellos reconozcan en estos a un mandato legítimo. Y esa obediencia se torna inevitablemente incierta cuando las demandas que la población levanta en contra de la autoridad pueden ser también acogidas por ellos como legítimas.
No obstante, el impulso transformador enfrentará además el riesgo de verse empantanado por la estrechez de miras y el espíritu conciliador que suelen manifestar algunas corrientes y liderazgos que se presumen de izquierda y que parecen conformarse con transformaciones puramente superficiales del sistema. Sería lamentable que finalmente ello ocurriera. Para evitarlo será imprescindible poner el acento en el reimpulso de las grandes movilizaciones de masas y en lograr una mayor articulación de sus expresiones más combativas, reinstalando primero con fuerza las demandas surgidas en respuesta a la represión de la movilización popular, exigiendo la liberación de los presos políticos de la revuelta, el castigo de los represores y la reparación a las víctimas de la violencia policial, aprestándonos a participar luego activamente, junto a los más amplios sectores de la población, en el debate político de fondo que deberá desarrollarse en el seno de la Convención.