El ‘síndrome de la Moncloa’, esa extraña enfermedad que convierte a un tipo normal -mediocre incluso- en un estadista marciano, ha venido a eclipsar otra patología que tiene rasgos de epidemia y que afecta a los jueces y fiscales de la Audiencia Nacional. Los síntomas de esta afección son comunes en todos los pacientes: engreimiento […]
El ‘síndrome de la Moncloa’, esa extraña enfermedad que convierte a un tipo normal -mediocre incluso- en un estadista marciano, ha venido a eclipsar otra patología que tiene rasgos de epidemia y que afecta a los jueces y fiscales de la Audiencia Nacional. Los síntomas de esta afección son comunes en todos los pacientes: engreimiento desmedido o endiosamiento, prepotencia, ofuscación y sectarismo. Personas serias y respetables se convierten de la noche a la mañana en jueces estrella o en fiscales indomables, en ‘Hydes’ del Código Penal que no atienden a razones. Eduardo Fungairiño , expuesto durante más de 25 años al virus, era un enfermo crónico. Conde-Pumpido ha hecho más que destituirle; le ha aplicado un tratamiento de choque.
Algo pasa en ese edificio para que todos nuestros héroes de la toga hayan terminado en urgencias. La historia de la casa es rica en anécdotas. A Moreiras , el extravagante juez de Delitos Monetarios, la cercanía de Mario Conde le perturbaba: para evitar males mayores, se le mandó al destierro con la excusa de que había vulnerado el secreto del sumario en una entrevista a un periódico; Ruiz-Polanco fue suspendido por un año y expulsado de la Audiencia porque, entre otras cuestiones, la desatención con la que llevaba el juzgado y las dilaciones de sus procedimientos habían ocasionado excarcelaciones de etarras; a Gómez de Liaño se lo llevó por delante Garzón y una condena por prevaricación; Bueren , el juez preferido de Mayor Oreja cuando era ministro del Interior, decidió marcharse por su propio pie a un bufete de abogados por razones que bien podría explicar Liaño, su sustituto en el juzgado; Garzón se fue primero para ser ministro, volvió, saldó cuentas y ahora se nos ha ido a los Estados Unidos a hacer un master…
Con los fiscales ha ocurrido tres cuartas de lo mismo. Ignacio Gordillo se quedó sin ser teniente fiscal después de haber sido sancionado por permitir que sus alumnos en prácticas le elaboraran dictámenes y tuvieran acceso a los sumarios. ¿Para qué están los becarios? No fue el único expedientado. La ‘crisis de los fiscales’ pasó por encima de María Dolores Vázquez de Prado, a la que, junto a Fungairiño, se acusaba de ocultar las pruebas que exculpaban a un etarra de la comisión de un delito. Finalmente, no fue trasladada por este hecho sino por ser arisca y deslenguada con sus señorías. Pedro Rubira también fue escarmentado. A Aranda , el jefe de todos ellos en la Audiencia y del que hasta los bedeles hacían mangas y capirotes, se le dio el pasaporte por falta de autoridad.
Nadie discute los méritos de estos servidores públicos ni los peligros a los que hayan podido exponerse por su participación en sumarios contra ETA -no más que los que han arrostrado otros funcionarios peor pagados y desprotegidos-. Pero no es menos cierto que desde el asesinato de la fiscal Carmen Ruiz Tagle en 1989, ellos mismos han alimentado su leyenda. Convencidos de que la historia les había llamado a liberar a la sociedad española del terrorismo, se han situado por encima de bien y del mal, han hecho de su capa un sayo y se han presentado ante la opinión pública como superhéroes de película a los que debemos estar eternamente agradecidos.
Posiblemente, el mal se encuentre en la propia concepción de la Audiencia Nacional, un órgano de raíces franquistas, en el que resulta difícil no encontrar similitudes con el infausto Tribunal de Orden Público o con su antecesor inmediato, el Tribunal Central de lo Penal. Jurídicamente, la Audiencia hace trizas el principio del juez natural o el de la competencia por razón del lugar en el que se cometió el delito. Justificado en principio por la necesidad de evitar a los jueces locales, como los del País Vasco, la presión que podía suponer instruir y juzgar los delitos de terrorismo, hace tiempo que perdió su razón de ser. Iluminados con grandes focos, las acciones de un puñado de jueces y fiscales, sobre los que han recaído invariablemente los asuntos de mayor trascendencia social, se han seguido como números de circo. El más difícil todavía les ha dado fama y les ha transformado en estrellas altivas y caprichosas.
Los dioses de este Olimpo son vanidosos. Ha habido momentos en los que las actuaciones de la Audiencia parecían meditadas para ocupar mayor espacio en las portadas de los periódicos y en las tertulias de radio. La envidia prendió pronto en este parnaso de togas y birretes, hasta el punto que los inquebrantables defensores de la ley terminaron por no dirigirse la palabra. Los conjurados contra el mal son ahora enemigos irreconciliables.
Fungairiño es una más de estas ilustres deidades. Escuchando a algunos dirigentes del PP cabría pensar que el papel de la Policía y la Guardia Civil en la detención de terroristas de ETA ha sido accesorio y que sólo gracias a nuestro infatigable fiscal los asesinos pagan por sus crímenes en la cárcel. Admirando lo mucho que sabe este hombre sobre la banda y su extraordinaria memoria para recordar el alias del colaborador más insignificante, no está de más recordar que su nombramiento obedeció al capricho del anterior fiscal general del Estado, Jesús Cardenal, contra la opinión unánime de toda la carrera. Su relevo se ha demorado más de lo necesario.
Al margen de los motivos esgrimidos ahora por Conde-Pumpido para su destitución -dejación de funciones y desobediencia al superior jerárquico-, a Fungairiño se le habían consentido comportamientos impropios en una democracia. Una cosa es discutir la jurisdicción de la Audiencia Nacional para juzgar crímenes en Argentina o en Chile y otra muy distinta justificar gratuitamente ambas dictaduras; una cosa es defender el secreto de sumario del 11-M y otra hacer burla de los representantes del pueblo en la comisión parlamentaria que lo investiga.
La altanería con la que presumió de su supuesta ignorancia acerca de los atentados, el desprecio con el que explicó que su contacto con la realidad se circunscribía a los documentales de la BBC, hubieran merecido su depuración fulminante. Fungairiño aparentaba ser alguien demasiado ocupado como para perder el tiempo compareciendo ante el Parlamento. En realidad, estaba enfermo de egolatría.