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Entrevista a Christine Dephy

La fabricación del «otro» por parte del poder

Fuentes: http://Migrations et sociétés

Publicada en Migrations et sociétés, vol. 23, n° 133, enero-febrero de 2011. Traducido del francés por Beatriz Morales Bastos para Boltxe kolektiboa.

Catherine Delcroix: ¿puedes explicar qué ocultan los dominantes detrás del hecho de destacar constantemente la cuestión de la diferencia y por qué quieren hablar en vez de aquellos a quienes ellos denominan los «otros»?

Christine Delphy: Lo que siempre me ha chocado desde hace años son todos estos autores, incluidas las personas que son claramente de derecha, como Dominique Schnapper, y que predican la aceptación de los «otros», del «otro», sin decir nunca quién es ni por qué es «otro». Y también el hecho de que todo el mundo parece saber quién es el «otro» y, por lo tanto, quién es el «mismo».

Conozco bien esta cuestión del «otro» porque yo soy una «otra». La mujer es una «otra», es la gran «otra». No se la puede comprender… Pero, ¿quién es este «se» que no puede comprenderla? Para sí misma la mujer no es una «otra».

Por lo tanto, el «otro» es alguien que no tiene derecho a la palabra, mientras que «otros diferentes de los otros» hablan de los «otros», pero nunca se nombran. A estos últimos los llamo los «unos». Los «unos» son aquellos que tienen el poder de designar quién es el «otro». Hay «otros» porque hay «unos». Estos «unos» están «detrás de los otros» en el sentido de que están ocultos, pero los «unos» están primero, los «unos» son aquellos que crean a los «otros». Después se plantean preguntas sobre estos «otros» y, sobre todo: ¿hay que aceptarlos?

¿Por qué hablan en vez de los «otros»? Esto no tiene ningún misterio: hablan en vez de los «otros» simplemente porque ellos han hecho a los «otros». No dejan de hablar de la «diferencia» de los «otros» y, por lo tanto, de recrearse ellos mismos constantemente como «unos». Ellos son quienes detentan la palabra, tienen derecho a nombrar la sociedad, a dividirla en grupos de los que ellos son el grupo dominante. Y esto se manifiesta por medio de su poder de crear a los «otros» y, a la vez, de crearse ellos mismos como «unos», como «no otros».

C. Delcroix : ¿Qué consecuencias tiene para aquellos a los que se denomina «otros»? ¿La manera como los «unos» designan a los «otros» tienen consecuencias, por ejemplo, para luchar contra la precariedad?

Ch. Delphy : Si nos situamos a ese nivel del discurso, a estas personas que padecen la discriminación se las llama al mismo tiempo «otros»: estos dos hechos van unidos en la cabeza de los «unos» y también en la de los «otros», a los que se repite constantemente que se les trata de manera diferente porque son diferentes y que debido a su alteridad padecen el tratamiento que padecen. Se les dice: «es porque sois otros». Las personas que son los otros interiorizan esta explicación.

No tienen poder: no tienen el poder de nombrar, no tienen el poder de devolver la apelación de «otros» a los «unos», ni siquiera tienen el poder de nombrarse a sí mismos. Su nombre se lo dan los «unos». Hasta el día en que se rebelen un poco contra esto. Además, noto que las personas «racializadas», a las que se distingue de manera racista, se rebelan más fácilmente que las mujeres, que a cierto nivel siguen aceptando que ellas son «otras». ¿»Otras» en qué? Las feministas radicales dicen que un «diferente» implica un «referente». Y, ¿quién es el referente en este caso sino los hombres? ¿Por qué estarían en posición de ser el referente, de ser el modelo? Pero con mucha frecuencia las mujeres lo aceptan. Incluso algunas feministas aceptan que ellas son «diferentes» y se ponen a criticar esta diferencia: qué sería bueno o qué sería malo sin preguntarse por qué tienen que ser ellas quienes sean «diferentes».

C. Delcroix:
¿Puedes hablar también de la muy profunda alterización de los árabes y de los negros, a los que en la sociedad francesa presenta como responsables de la violencia sexista de forma unilateral[1]? ¿Cómo apareció esta oposición entre los sexistas y los antirracistas?

Ch. Delphy: La sociedad francesa en su conjunto, con la ayuda de una gran parte de las mujeres que se dicen feministas, ha logrado matar dos pájaros de un tiro: por una parte, acusar a toda una parte de la población de defectos innobles (no solo sería sexista, sino también homófoba y antisemita) y, por otra, absolver completamente de sexismo a la sociedad dominante. El resultado es que ya no se habla del sexismo general de nuestra sociedad, generalizando a todos los hombres. Por ejemplo, Élisabeth Badinter pretende que «entre los franceses de origen, ya sea en el judaísmo o el catolicismo, no se puede decir que haya una opresión de las mujeres»[2].

Ahora bien, cuando creamos el movimiento feminista en 1970 no estábamos pensando en el sexismo de los árabes. Como todos los trabajadores inmigrantes, trataban de hacerse olvidar y nosotros, como blancas, no teníamos prácticamente ninguna relación con ellos. Se pensaba en el sexismo de nuestros padres, de nuestros hermanos, de nuestros compañeros. ¡Y de pronto nos enteramos de que no hay opresión de la mujer «entre las francesas de origen»! Se vieron varias manifestaciones contra la violencia ejercida contra cuatro mujeres: las cuatro tenían nombre árabes. Poco tiempo después se publicó la Encuesta Nacional sobre la Violencia de las Mujeres en Francia (ENVEFF, por sus siglas en francés)[3]. Y hoy se hacen recuentos cada año; cada semana dos o tres mujeres mueren a manos de su marido o compañero. Pero, ¿dónde se menciona en estas manifestaciones a las Monique, a las francesas asesinadas por sus compañeros blancos como ellas?

¿Una Gofrane o una Shérazade muerta a manos de un tipo que se llama Ahmed o Sofiane está más muerta que una Monique o una Marie muerta a manos de un tipo que se llama Pierre o Bertrand? Toda esta campaña, desde 2003, sobre el sexismo de los árabes y de los negros tiene dos efectos, ambos desastrosos, sobre la sociedad francesa. En primer lugar, el discurso sobre la violencia específica y extraordinaria de los descendientes de los inmigrantes africanos coexiste con el discurso (al tiempo que lo contradice) sobre la necesidad de acabar con las discriminaciones racistas. Se acusa a las víctimas de las discriminaciones racistas de tener «rabia» y, en definitiva, se dice que «estas personas» no son meritorias: son sexistas, antisemitas, homófobas. Entonces, ¿son dignas de ser defendidas contra las discriminaciones? ¿O, por el contrario, merecen que se desconfíe de ellas y que se les niegue el empleo, la vivienda, la promoción? La coexistencia de estos dos discursos no puede durar sin que gane uno de los dos. Y está claro cuál gana, el racismo.

En segundo lugar, no solo gana el racismo, también gana el sexismo. En efecto, además de reforzar el racismo, el discurso sobre el extraordinario sexismo del negros y los árabes refuerza el sexismo haciendo aparecer el sexismo «ordinario» de los blancos como muy poca cosa y, finalmente, como extinguido o en vías de extinción. Ahora bien, acusando a los negros y a los árabes de ser los únicos sexistas y, en particular, pretendiendo que el pañuelo o el velo son los únicos símbolos patriarcales, mientras que los tacones, el maquillaje, la cirugía estética están exentos de sexismo, provocan de forma completamente previsible una reacción de defensa.

E igual que la acción inicial, esta reacción es extrema. Por ejemplo, presenta el pañuelo como un «simple trozo de tela», lo que evidentemente no es, del mismo modo que los zapatos de tacón de aguja no son un «simple calzado». Y es que la ropa, toda la ropa, dice algo e incluso muchas cosas. La ropa tiene género: significa, entre otras cosas, la jerarquía entre hombres y mujeres. Y la ropa de las mujeres, ya se trate de los tacones, con la reducción de la movilidad y de la comodidad que implican, o del velo integral (niqab), que también limita la movilidad y la comodidad, dicen claramente que para complacer a los hombres las mujeres tienen que ponerse «voluntariamente» en situaciones en las se marca su inferioridad estatutaria a la vez por el sentido (que comprende todo el mundo) de la ropa y por las consecuencias concretas que esta implica (como la incapacidad de correr y, por tanto, la vulnerabilidad), consecuencias que, además, forman parte de su sentido.

Desgraciadamente, en vez de hacer una crítica feminista del conjunto de esta ropa, de lo que significa -ya sea preservar un pudor que no se exige a los hombres (el velo) o la disponibilidad sexual, que tampoco se les exige (la ropa «sexy»)-, de las consecuencias que tiene sobre la comodidad, la salud y la movilidad, muchas feministas han llegado a denunciar como sexista solamente la ropa no occidental, como el pañuelo o el velo, mientras que banalizan como «bonita» sus equivalentes occidentales. Además, dan su apoyo a los políticos que la prohíben.

Ahora bien, estas prohibiciones falsean necesariamente la discusión. Y es que no se debería prohibir ninguna ropa. En cambio, la crítica feminista debería ser libre. Pero solo se puede criticar las connotaciones de género de una ropa si esto no implica un ataque a la libertad de vestirse como se quiera (sabiendo que incluso esta libertad legal está enmarcada por la noción de «orden público» y que en el plano sociológico «como se quiera» está determinado socialmente). Ahora bien, se vuelve indefendible desde el momento en que, por una parte, esta crítica solo se aplica a cierta ropa y, por otra, se presenta como la justificación de un castigo. Del mismo modo, puesto que el sexismo de los árabes y de los negros se presenta como el único sexismo existente, la reacción a estas acusaciones es negar la existencia de todo sexismo, lo que es absurdo, aunque comprensible desde el momento en que esta acusación se utiliza de manera discriminatoria y con fines discriminatorios. Ahora bien, lo mismo que con la ropa, una mayoría de feministas ha aceptado que los políticos se presenten como defensores de la mujer, aunque nunca hayan tomado en serio el feminismo ni entendido una sola de las reivindicaciones feministas. Además, esta mayoría de feministas ha aceptado apoyar, al menos tácitamente, esta discriminación entre hombres blancos y hombres «de color». Por consiguiente, esta ala de las feministas ha aceptado la tesis antes mencionada de Élisabeth Badinter al tiempo que pretendían obtener una ley contra la violencia. Esta demanda nunca había sido muy audible, pero se ha vuelto completamente incomprensible. ¿De qué violencia se trata? Además, el mayor reproche que se le puede hacer a este ala del feminismo es haber perdido la ocasión que se le ofrecía en bandeja de denunciar a estos personajes políticos, del signo que fuera, por su indiferencia y su falta de acción, prueba de su sexismo militante.

El resultado de ello es no solo una justificación de la discriminación racista, sino también una importante regresión en la lucha contra el sexismo: la Francia blanca se ha sentido purgada de su sexismo que, de este modo, ha exiliado e internado en el departamento parisino de Seine-Saint-Denis[4]. Ya no había necesidad de hablar de las mujeres o de los hombres, se podía hablar solamente de los musulmanes y del pañuelo en el que se había concentrado todo el mal. Ante una acusación que en realidad era una operación de exorcismo, las poblaciones atacadas, incluyendo tanto a hombres como mujeres, solo podían negar el conjunto del procedimiento. Sin embargo, el poder ha conseguido dividirlos suscitando unos organismos como «Ni putas ni sumisas», un pequeño grupo de mujeres cuya versión del feminismo era poder vestirse de forma «femenina» como las mujeres blancas y a las que se subvencionó generosamente y a las que destacaron tanto la izquierda como la derecha.

Ahí es donde estamos hoy en día. Una sola operación ha hecho progresar el racismo al tiempo que vuelve invisible el sexismo: el de los blanco, porque el sexismo «no existe entre ellos», y el de los negros y árabes, porque es indudablemente racista convertirlos en los chivos expiatorios.

No se ha podido decir la verdad y, sin embargo, es simple: el conjunto de las culturas[5] que hoy se pueden identificar en el suelo europeo son culturas que se basan en unas estructuras sociales y unas ideologías patriarcales, y que engendran unos comportamientos individuales sexistas.

Algunas personas piensan que los árabes y los negros son más sexistas que los blancos, pero cuantificar el sexismo de un país para compararlo con el de otro, a fortiori comparar dos provincias o incluso dos tipos de población exigiría poner a punto definiciones de sexismo: ¿se habla, por ejemplo, del grado de libertad de las mujeres, de su grado de independencia económica o del «machismo» que se percibe de los hombres, o incluso, de todo ello a la vez? No hay un acuerdo sobre la definición de sexismo y, por lo tanto, menos aún sobre los métodos que permitirían cuantificarlo. Mientras que seamos incapaces de cuantificar el sexismo de un grupo o de una nación hay que asumir que dentro del propio país, donde las grandes estructuras patriarcales, económicas y legales son por definición las mismas, no pueden ser grandes las variaciones ideológicas y de comportamiento individual. Hay que asumir que los negros y los árabes no son menos sexistas que los demás, pero, en consecuencia, también hay que admitir que no lo son más.

Sé que esta aserción va en contra de la percepción que hay en la población, incluidos los sociólogos. Esta percepción es que los africanos en general son más sexistas que los «occidentales». Se trata de este a priori que se ejerce respecto a personas de origen africano, aunque ellas mismas hayan nacido y hayan sido educadas en Francia o en otro país occidental. Pero nosotros las miramos de una manera que en vez de buscar las similitudes entre ellas y los demás franceses, busca las diferencias: supone, busca y encuentra unas diferencias y las resalta en detrimento de las similitudes.

Estas diferencias pueden existir o ser fantasmales, o ambas cosas a la vez. Es algo conocido, puesto en evidencia por Letti Volpp [6], que el mismo comportamiento se atribuye en el caso de un hombre blanco a su psicología individual y en el caso de un hombre «de color» a su «cultura extranjera» o, más bien, supuestamente extranjera debido a la nacionalidad de sus padres o abuelos. Una vez que el sexismo se atribuye, vía un origen nacional o étnico «extranjero», a una cultura igualmente extranjera, se considera que el sexismo del individuo pertenece a esta cultura extranjera y se resalta más, se señala más que el sexismo originario de nuestra propia cultura, porque la cultura propia de una persona, aunque sea un sociólogo, tiende a ser naturalizada, a no ser vista como una cultura. En consecuencia, se tiene a minimizar e incluso a ignorar como elemento cultural el sexismo ordinario que forma parte de esta cultura.

Un ejemplo de esto es que el asesinato de mujeres árabes o musulmanas lapidadas o por medio del fuego a manos de hombres árabes o musulmanes nos parece más horrible que el asesinato de una mujer blanca a golpes a manos de un hombre blanco. Nunca aprobamos un asesinato, pero ciertos métodos (el fuego, las piedras) nos parecen más horribles que matar con las manos vacías porque este último método es corriente en Occidente. El resultado, la muerte, es el mismo, pero los jurados aplican unas penas mucho más duras a los asesinatos cometidos con métodos exóticos que a los asesinatos cometidos con las manos vacías. Implícitamente se considera que esta última técnica de asesinato es una reacción «humana», «espontánea», debida a un estado emocional que también es «humano» y «espontáneo»: golpear hasta matar (ya se trate de gestos o el estado emocional en el que tiene que estar el asesino para realizarlo) se considera «ordinario», «que le puede pasar a cualquiera», que forma parte de los extremos a los que la vida puede llevar a cualquier individuo, a los que le puede llevar la vida. Así, mientras sean «de origen [francés]» los asesinos de mujeres son considerados los protagonistas de un «drama pasional» si son amantes o maridos, o «monstruos» (locos) si son desconocidos, y siempre son considerados individuos. Si los asesinos no son «de origen» se les considera marionetas (intercambiables) movidas por las supersticiones arcaicas de su cultura. Con ellos no se necesita psicología, basta con decir: «son moros».

Roland Pfefferkorn:
A propósito del pañuelo o del velo, me gustaría que volvieras sobre cómo se han utilizado las comparaciones internacionales selectivas en la argumentación en relación a la situación francesa. Me parece claro que se desplazan las problemáticas y que, al mismo tiempo, este desplazamiento permite privilegiar lo emocional en muchas personas. ¿Puedes volver sobre este uso selectivo de las comparaciones internacionales?

Ch. Delphy: Hace poco hablaba con una periodista de la televisión del debate sobre la prohibición del velo en la escuela y del hecho de que esto penalizara a jóvenes francesas. Ella estaba de acuerdo, pero creía que esta prohibición podía ayudar… ¡a las iraníes! Cuando le pregunté en qué sentido, me respondió que podía «ser un signo». Pero, ¿un signo de qué y dirigido hacia qué? No se podía entender que ella quería decir que inscribiéndose dentro del mito nacional que ve a Francia como el faro y guía de las naciones. Dentro de este paradigma, en cuanto los franceses hacen algo, en el extranjero se dicen: «¡Ah, los franceses hacen esto! ¡Debe de ser interesante! ¿Y si hacemos lo mismo?». Pero los demás países no dicen eso, están dentro de su propio mito nacional, no en el nuestro, y no nos ven como un ejemplo.

Hay que meterse eso bien en la cabeza. Me parece triste que la gente tenga esta visión… que siga imaginando a Francia como un especie de faro que inunda con su luz a los demás países, porque es una ilusión. Y no es en absoluto así como se percibe a Francia, sobre todo en los países que fueron colonizados no hace mucho. No porque se prohíba el pañuelo en el suelo francés esto va a arreglar la situación en Argelia. Al contrario, en Argelia todo lo que es francofilia o incluso francófono se considera perteneciente al «Partido del extranjero» y Argelia haría más bien lo contrario de lo que hace Francia por principio. Creyéndonos un ejemplo, en nuestro sueño franco-francés, subestimamos completamente el resentimiento que sigue existiendo en África del Norte y en África a secas contra Francia, contra todas las potencias coloniales.

No queremos tener esto en cuenta, nos aferramos a nuestra versión del conflicto, una versión procolonialista, y nos negamos a ver este resentimiento.

De la misma manera no se quiere tener en cuenta lo que puede ocurrir a Francia. Oigo a muchas personas decir que la ley de 2004 que prohíbe el pañuelo en la escuela está muy bien: «Todo fue muy bien», queriendo decir con ello que las chicas se quitan el velo (y de las que no se lo quitan y no van a clase no se habla, es de mala educación). En efecto, ¿qué pueden hacer estas chicas? Se quitan el velo al entrar al establecimiento y se lo ponen al salir. Todo ha ido muy bien en el sentido de que no ha habido bombas en las escuelas. Pero, al fin y al cabo, hay que mirar más lejos: estas chicas van a la escuela y después al instituto durante siete años. Durante siete años de sus vidas se las humilla mañana y tarde (y en el intervalo) porque todas sus compañeras saben que llevan pañuelo y que están obligadas a quitárselo a la puerta del establecimiento. Se van a convertir en adultas. Los argelinos no han olvidado los 130 años de colonización ni los ocho años de guerra. ¿Van a olvidar estas chicas estos siete años de humillación? No lo creo.

Cuando se conviertan en adultas es cuando se verá lo que se ha hecho, se verá realmente el resultado de la ley. Se ha vuelto a crear otra separación, como si no hubiera ya bastantes. Se han empeorado las cosas. Y es que si llevan el velo es porque hay algo que no funciona y lo que no funciona es, para empezar, el racismo que padecen. Si no, no llevarían ese pañuelo, que no es un pañuelo magrebí. No es la continuación de una tradición o de una costumbre familiar. La mitad o más de sus padres, lejos de obligarlas a llevarlo, se oponen a ello. En las generaciones de los padres eso prácticamente no se hacía. Esa generación creía en la integración. Pero la generación siguiente ha visto el resultado de esta creencia: para la nueva generación no hay integración y a sus padres les han engañado como a chinos. Su forma de rebelarse es llevar el pañuelo. Si cuando ellas se rebelan contra un trato que consideran injusto se les responde por medio de un castigo que también es injusto, esto no va a arreglar las cosas. Se puede golpear a la gente en la cabeza y, cuando la levantan, volverla a golpear, pero hay que ser consciente de que es una conducta arriesgada. Es la de Francia hoy.

R. Pfefferkorn: En relación a estas chicas excluidas de la escuela a las que se niega el derecho a la educación, la prohibición del pañuelo no es en absoluto una medida feminista. La mitad de las chicas excluidas en Francia lo han sido en Alsacia y en Mosela, es decir, en tres departamentos no laicos. Ahora bien, en Alsacia y en Mosela hay curas, rabinos y pastores que dan clases de religión en el seno de los establecimientos escolares públicos, que participan en los consejos escolares, incluso en los establecimientos en los que se ha excluido a chicas[7]. La contradicción es aquí particularmente grotesca. Además, en Francia nunca ha habido una campaña pública a favor del laicismo en estos tres departamentos…

Ch. Delphy:
Nos enfrentamos aquí a una situación paradigmática. Está claro que el motor de las campañas en contra del pañuelo no es en absoluto una oposición a la religión en general, el motor es el racismo. No se está en contra de la religión porque todas las demás religiones no solo se toleran sino que se favorecen en Alsacia-Mosela, y en Guayana, en el seno de la escuela pública en detrimento de los no creyentes que, tanto chicos como chicas, tienen que encontrar excusas para no sufrir las clases de religión. En realidad es una religión precisa, el islam, la que es atacada o rechazada por unas personas que afirman que no pueden soportar ninguna religión. Sin embargo, se ve que tienen una gran tolerancia por las religiones cristianas. De hecho, las han integrado como elementos culturales y ya no las ven como religiones con la connotación peyorativa que ellos dan a este término. Como si la cultura fuera una cosa y la religión otra. Ahora bien, la religión forma parte de la cultura y es absurdo querer excluirla de ella. La religión no es sino uno de los aspectos de una cultura que es sexista de cabo a rabo. Pero quitemos la religión de la cultura -por ejemplo, entre los «decristianizados» franceses, la mayoría de las personas en Francia-, ¿se encuentra menos sexismo? En absoluto. Además, ¿se encuentra menos cristianismo entre los ateos? Parece una cuestión absurda y, sin embargo…

Los laicos a ultranza[8] viven en un país católico, pretenden que para ellos el catolicismo no es sino una serie de iglesias, góticas o románicas, solamente unos monumentos cuyo interés es meramente estético para ellos, pero, al mismo tiempo, niegan que el catolicismo sea uno de los pilares del conjunto de su cultura. Además, se declaran opuestos a cualquier espíritu religioso y partidarios de una separación absoluta entre el dominio político y la religión. Sin embargo, esta postura es contraria a la ley de 1905 que estipula que las Iglesias no deben intervenir en el debate político en virtud del cargo, pero que no impide que las personas tengan sus convicciones. Muchos políticos actuales, como François Bayrou o Christine Boutin, se dicen abiertamente católicos y declaran alto y fuerte que sus convicciones religiosas informan su moral y su política. Además, ¿cómo podría ser de otro modo? ¿Acaso podrían dejar su convicciones a la puerta del Parlamento? Y, ¿por qué tendrían que hacerlo? Pero tanto nuestros intelectuales como muchos otros políticos cristianos parecen ignorar a los musulmanes y temer que introduzcan sus convicciones en la vida política. Ahora bien, seguro que cuando los musulmanes creyentes entren en la vida política no tendrán ninguna razón para dejar sus creencias a la puerta. Que los musulmanes, como los católicos y los protestantes, tengan derecho a sus creencias y las expreses, sea donde sea: en eso consiste la libertad de conciencia que garantizan nuestras Constituciones y nuestros convenios internacionales. Las Iglesias están excluidas del funcionamiento político, no las conciencias. Los diputados que estaban en contra del aborto (en Francia, en 1974) votaron en contra y nadie dijo que fuera ilegítimo porque está opinión estuviera vinculada a sus convicciones religiosas.

Por volver a los hiperlaicos, que pretenden que en la vida pública hay que hacer como si las religiones no existieran, muy curiosamente se pasan la vida no solo estudiando el islam, sino explicándoselo a los musulmanes. Los grandes «especialistas» del islam que son Bernard-Henri Lévy y Caroline Fourest rivalizan en citas de hadits[9] y de suras[10], y se convierten en exégetas del Corán. Explican, como también hacía el primer ministro [francés, François Fillon], que el pañuelo o el niqab «no son obligaciones religiosas para los musulmanes».

Nos encontramos así sumidos en plena confusión e incluso en la esquizofrenia. Estos denigradores de los musulmanes pretenden rechazar todas las religiones, la religión, y, a la vez… buscar la «verdadera» religión, ¡la cual sería aceptable!

El Estado, por ejemplo, se empeña en fabricar un «islam de Francia» y quien lo define es el primer ministro excluyendo el niqab de este islam. Pero esto es completamente contradictorio con la ley de 1905 y con la libertad de conciencia y de culto. Las personas tienen derecho a creer lo que ellas quieran y, por consiguiente, desde el punto de vista del Estado no existe «buena» ni «mala» interpretación del islam (o de la astrología). Y es que la ley de 1905 pone en pie de igualdad todas las creencias, la astrología y el voltairismo, el budismo y el ateísmo. La astrología tiene más adeptos en Francia, y en otros lugares, que cualquier otra fe: Ronald Reagan por ejemplo, cuando era presidente de Estados Unidos nunca tomaba una decisión importante mientras ciertos signos del zodiaco no estuvieran en las buenas casas (no comprendo qué quiere decir esto, pero Reagan sí lo comprendía). Simplemente, el Estado no tiene que intervenir en las cuestiones religiosas, en las convicciones individuales: esta es una de las libertades fundamentales. Pero los franceses son incapaces de vivir esta libertad, que se la han otorgado en teoría: les parece demasiado grande. Este rechazo de la libertad es lo que vemos manos a la obra en esta contradicción que muestra a ateos confirmados sumiéndose en el Corán para reinterpretarlo ante miles de teólogos musulmanes, pretendiendo conocer el islam mejor que ellos. ¡Incurren en el ridículo en nombre de la separación entre Iglesia y Estado! He aquí a personas que no soportan la libertad de conciencia y que querrían volver a los periodos anteriores en los que el Estado dictaba a las personas lo que había que pensar.

C. Delcroix: ¿Qué lugar ocupa el Movimiento de los Indígenas de la República en este proceso? ¿Puede desempeñar un papel en la lucha contra la precariedad en la sociedad francesa?

Ch. Delphy: El Movimiento de los Indígenas de la República es muy importante en este momento de la historia francesa y de la lucha contra el racismo, que es diferente de la lucha contra la precariedad. Y es que la lucha contra la precariedad concierne a todo el mundo, mientras que la lucha contra la discriminación solo concierne a las personas discriminadas[11]. Este movimiento es importante porque es una de las reacciones a la ley en contra de que se lleve el pañuelo en la escuela. Es una reacción de lucha y de radicalización. Y eso es lo que hay que comprender: ahora, a cada represión, la protesta contra la desigualdad y el racismo adoptará unas formas más radicales y más decididas. Este movimiento ha renunciado a fundirse con los grandes movimientos reformistas (y blancos) de lucha contra el racismo, que ven el racismo en primer lugar, si no únicamente, como la ideología de las personas racistas y no como un sistema que indudablemente engloba estas actitudes, pero también, y sobre todo, tanto unos mecanismos de discriminación como los efectos de estos mecanismos y de las actitudes racistas en contra de otras personas. El Movimiento de los Indígenas de la República ve el racismo como un sistema y su forma de lucha no es una comunicación moral en dirección de la sociedad blanca, del estilo «el racismo no está bien», sino un mensaje de denuncia y una llamada a la autoorganización, mensaje destinado a los indígenas «sociológicos» : a los descendientes de inmigrantes surgidos de la colonización.

Evidentemente, este tipo de organización es la única que puede hacer mover las cosas. Las organizaciones del tipo Liga de Derechos Humanos (LDH) o Movimiento contra el Racismo y por la Amistad entre los Pueblos (MRAP), que están controlados por blancos, se niegan a ver el carácter sistémico de la discriminación racial. Una de las pruebas de ello es la manera como hablamos de «lepenización», ¡como si antes de Le Pen no existiera el racismo! No solo existían las «ideas» racistas, sino que, sobre todo, existía la organización racista de la sociedad. Le Pen no tenía (y sigue sin tenerlo) el poder de crear esta organización.

Hablar de «lepenización» es reducir el racismo a unas «ideas». También es lo que han hecho los más conocidos sociólogos y psicólogos especialistas en racismo: para ellos el racismo es un conjunto de ideas y lo que según ellos es importante es clasificar estás ideas según… otras ideas: según sean de tipo «biologista» o de tipo «culturalista», etc. Se interesaban solo por las personas que profesaban opiniones racistas en entrevistas. No estudiaban a las víctimas del racismo. Además, para ellos no está claro que estas víctimas existan como víctimas puesto que ellos no estudiaban la discriminación racista, estudio que les parecía demasiado complicado: consideraban que era a «la Administración» a quien le correspondía proporcionarles datos al respecto. ¡Como si «la Administración» tuviera datos sobre la discriminación! Su principal preocupación era entender a los racistas y lo hacían con mucha empatía, encontrando explicaciones que se parecían extrañamente a circunstancias atenuantes: encontramos así teorías que presentan como inevitable que proletarios blancos amenazados por una movilidad descendiente la tomen con los proletarios «de color»[12]. De este modo, esta «teoría» naturaliza prácticamente el racismo (de los blancos), además de que se desdeñan los actos racistas y se ignora a las víctimas.

Esta naturalización se vuelve a encontrar en el rechazo general, incluso entre los intelectuales progresistas, a reconocer la especificidad de la organización racista y sexista de la sociedad, de lo que denomino el sistema de castas, racistas o de género. Estos intelectuales consideran que no hay un problema específico, afirman que nos encontramos ante un «simple» problema de clases sociales. En efecto, las clases sociales existen y la mayoría de las personas «castadas» están en la clase inferior: este es el objetivo o, en todo caso, el efecto principal del sistema de castas. Sin embargo, estos mismos intelectuales carecen de explicación para el hecho de que las mujeres, los negros y los árabes estén no solo en la clase inferior sino además en el estrato inferior de esta clase. Y de hecho carecen de explicación porque consideran que no hay necesidad de explicación.

Emmanuel Todd sostenía la siguiente postura en un programa de la televisión: según él, el problema de los «jóvenes de banlieue» es un problema de clase, en resumen, negros y blancos están paralelamente oprimidos por el capitalismo. Y unos minutos después, añadía: «Y, por supuesto, los negros y los árabes se encuentran abajo». Pero, ¿es un problema espontáneo? ¿Acaso estas personas caen, de forma casi física, en el fondo de una clase, como si tuvieran una mayor densidad corporal? ¿El hecho de que siempre sean personas «de color» (y mujeres) quienes están en la base de las clases que ya son inferiores no requiere una explicación sociológica? ¿No se trata de un fenómeno social? Ahora bien, si no es social, entonces es un fenómeno natural: estas personas poseerían unas características que les predispondrían a «caer», a estar abajo. Y, evidentemente, estos intelectuales no se preguntan por qué los blancos y los hombres subsisten en los estratos superiores de cada clase social. ¿Por qué tienen esta ventaja? ¿No serían, por casualidad, los organizadores? En una palabra, ¿no existiría otro sistema que se combina con el sistema de clases? Por consiguiente, se hace frente a unos presupuestos naturalistas que están tan arraigados, incluso entre los intelectuales, que no se expresan. Emmanuel Todd, por ejemplo, ni siquiera es consciente de contradecirse con dos minutos de intervalo: primero las personas racializadas no tenían «un problema específico» y dos minutos después «caían, por supuesto, al fondo».

También en el campo de la práctica militante de las asociaciones antirracistas se privilegiaba el discurso en relación a los actos. Todavía hoy estas grandes asociaciones, controladas por blancos, cuando inician procesos, lo más frecuente es que lo hagan contra palabras racistas, no contra actos racistas. En este dominio se marca la excepcionalidad francesa: en Estados Unidos se pone el acento contrario, la palabra es más libre, pero se persigue la discriminación de hecho.

Así, hasta el momento tanto la teoría como la práctica antirracistas han resultado ser inútiles o contraproducentes, por no hablar de los grandes timos históricos, como «Touche pas à mon pote» [No toques a mi amigo, nota de la traducción], por medio de los cuales los movimientos de revuelta como la famosa Marcha por la Igualdad de 1983 (que se rebautizó con familiaridad e inexactitud «Marcha de los beurs[13]»), que fueron recuperados y transformados en movimientos culturales y, de este modo, fueron esterilizados por la clase dirigente política. Y esto sigue hoy, como demuestra el ejemplo de Fadela Amara entre otros.

La amargura de las ciudadanas y ciudadanos franceses nacidos en Francia de padres que eran sujetos del Imperio francés en África es inmensa y la población blanca, incluida la población universitaria, la subestima enormemente[14].

No hay más que leer los últimos libros del sociólogo Saïd Bouamama, que no ha dejado de militar nunca desde la Marcha por la Igualdad. En La France: autopsie d’un mythe national, publicado en 2008, se dirige a todo el mundo aunque sobre todo a los blancos, y explica con paciencia y pedagogía que no, el embrión de la Francia de hoy no estaba contenido en el pueblo galo de Astérix; que sí, tiene múltiples orígenes, antes incluso de ser invadida por los blacks y los beurs; que el aporte que hacen estos no es más desdeñable que el de los bretones, el de los corsos y de todas las culturas que constituyen la cultura «nacional»; que nuestro país no es más único que otros puesto que cada país es único[15]. En resumen, retoma como sociólogo el trabajo de los historiadores y, sobre todo, de Suzanne Citron[16], y trata de desactivar las bombas contenidas en el nuevo nacionalismo francés.

En Nique la France, devoir d’insolence, un libro colectivo de la Zona de Expresión Popular (ZEP), Saïd Bouamama escribió la mayor parte del texto del análisis, que es el mismo. Pero el tono del libro, que aparece desde la introducción que merecería la pena citar por completo, es completamente diferente. Es un llamamiento al reagrupamiento: los individuos racializados ya no se dejan culpabilizar por la acusación de comunitarismo; reivindican su comunidad como lugar confortable en el que una persona no es despreciada, un lugar de vuelta a los orígenes, con unas personas que viven las mismas cosas, un lugar de contacto con los orígenes, de los que ya no se avergüenzan, y un lugar de lucha contra una comunidad de destino: la opresión[17]. También es una declaración de ruptura contra una «comunidad blanca» que no ha dejado de traicionarlos aislándolos, adoptándolos a cuenta gotas, hablando por ellos, definiendo por ellos el racismo que padecen, decidiendo por ellos su forma de aparecer, de luchar, de pensar, de ser. Ruptura con la «comunidad blanca», pero también y sobre todo ruptura con el sentimiento interiorizado de su inferioridad, ruptura con la resignación de no estar nunca «dentro de la norma», ruptura con la paciencia, ruptura con la humildad, ruptura con la aceptación de ser menos. En esta toma de conciencia de lo que tanto los movimientos antirracistas como los partidos han exigido a las personas racializadas y en la ruptura con el consentimiento de estas cosas es donde hay que ver la importancia del Movimiento de los Indígenas de la República y de todos los grupos que adoptan el mismo enfoque. A partir de ahora nada será como antes.

R. Pfefferkorn:
Al mismo tiempo, en Francia el mundo obrero se ha alimentado generosamente con la llegada de los emigrantes, gentes venidas de otras partes, sobre todo de las provincias: de las «provincias» europeas del otro lado de la frontera… después de las «provincias» colonizadas al otro lado del Mediterráneo. Pero los primeros eran europeos, sus caras eran europeas, no necesitaban este jabón especial para quitar la «marca» de la cara.

Ch. Delphy:
Ahí está toda la diferencia. Se recuerdan los pogromos antiitalianos del sur de Francia, los pogromos antipolacos del norte en el periodo de entreguerras. Pero a sus hijos no se les llama «inmigrantes de segunda, de tercera generación»… Nadie llama a Sarkozy «inmigrante de segunda generación», lo que sí entra dentro de la lógica que se aplica a los hijos de inmigrantes africanos. Solo para esta población, francesa u otra, aquella cuyos padres o abuelos vinieron de las antiguas colonias, el estatuto de emigrante se convierte en hereditario, lo que, debemos destacar, es completamente absurdo, puesto que por definición un inmigrante no ha nacido en Francia. Ahora bien, con esta inmigración postcolonial, el estatuto de colonizado o de excolonizado contamina a la generación de los hijos y también a la de los nietos. Esta es la razón por la que mantengo que hoy nos encontramos ante una situación y unos problemas que son situaciones y problemas de castas, de las castas que aquí, como en Estados Unidos, se viven y racionalizan de un modo racial. Esto se podría haber evitado, pero no se ha hecho aunque una parte de la inmigración magrebí se haya podido constituir en lo que unos autores llaman «la burguesía», lo que no impide que ella también padezca el racismo.

C. Delcroix:
Sin embargo, hay una progresión que se ignora con frecuencia, es lo que Claudine Attias-Donfut y François-Charles Wolff constataron en una encuesta muy reciente sobre las familias inmigrantes venidas de todos los continentes para vivir en Francia[18]. Los autores demuestran la fuerza del proyecto de los padres en el éxito escolar de los descendientes de inmigrantes, que es espectacular, lo mismo que la movilidad social de una generación a la otra, y ello sea cual sea el origen familiar. Se ignoran demasiado estos numerosos éxitos, ¿no es esta ignorancia una muestra del racismo ambiente? Racismo que, además, lleva a muchos jóvenes descendientes de inmigrantes a buscar mejores oportunidades bajo otros cielos.

Daniel Bertaux:
Como sociólogo de la movilidad social, veo todo el interés que hay en pensar simultáneamente en términos de clase y de castas. Las clases «en sí» están basadas en unos lugares, en una estructura que las relaciona entre ellas: lugar del capital, lugar del trabajo asalariado, lugar en el marco de la empresa, lugar de funcionario… Estos lugares preexisten en cierto modo a las personas, que vienen a ocuparlos por un tiempo o durante toda la vida. Las relaciones sociales «de clase» son unas relaciones absolutamente concretas entre unos lugares resultantes de una cierta manera de organizar la producción y el reparto del poder, de una cierta manera de organización social. Pero el fenómeno de las castas es algo completamente diferente: son las personas las que están asociadas, de por vida y hereditariamente, a unas categorías creadas de la nada, unas categorías de percepción colectiva, más o menos duraderas. Como dice Colette Guillaumin: «La raza no es lo que crea el racismo, es el racismo lo que crea la raza»[19].

Ch. Delphy:
Desde luego. La clase no es hereditaria en sí misma, es un sistema de lugares; en efecto, si tú mismo eres «hijo de» o «hija de» tienes más posibilidades de entrar en una clase inferior, pero no tienes todas las posibilidades, no estás marcado de por vida. Mientras que si estás marcado o marcada por una casta, tienes casi todas las «posibilidades» de encontrarte en el mismo lugar que tus padres.

Y es a ese título que considero que el género también es un sistema de castas, porque es un sistema adscriptivo. Se te asigna ahí: como los negros o los árabes, las mujeres en nuestra sociedad van a ocupar la mayoría de los empleos infrapagados, constituyen la mayoría de los pobres y en cada sector de empleo o en cada profesión se van a encontrar en el tercio inferior.

C. Delcroix:
Siempre en relación con el Movimiento de los Indígenas de la República, me gustaría que me dijeras qué lugar ocupan y cuál podría ser su lugar para luchar contra el racismo, puesto que hay un sistema de castas que se instala, pero, al mismo tiempo, hay resistencias. Y creo que este movimiento, aunque no sea audible en la esfera pública, es en todo caso un movimiento muy «resistente».

Ch. Delphy:
Son personas que tomaron nota del fracaso de sus acciones desde 1983, desde la Marcha por la Igualdad. Cuando el Partido Socialista recuperó este movimiento para convertirlo en un movimiento culturalista, todo el mundo llevaba la manita amarilla con el lema «Touche pas à mon pote». Y después, la generación siguiente ya no cree en ello, en absoluto, y dice: «No, gracias, ya no queremos esta «igualdad». Ya no es posible, nos habéis rechazado». Y, sin embargo, están «integrados» en el sentido en el que a los franceses les gusta utilizar la palabra «integración»: ¿cómo no lo iban a estar, si han nacido en Francia? Sin embargo, se les rechaza. Han tomado acta de ello y comparan su situación no con la de sus padres, sino con la de sus abuelos que estaban sometidos al Código del Indígena[20]. Se les dice: «Ya no existe el Código del Indígena», ¡como si no lo supieran! Por supuesto, están al corriente, no lo dicen por ignorancia. Lo dicen por destacar, por poner en evidencia el carácter de casta de nuestra sociedad. La sociedad colonial argelina era un sistema de castas que ni siquiera trataba de ocultarse. Había los ciudadanos, los franceses «de origen europeo», y después, los «sujetos», los indígenas, que indudablemente eran nacionales franceses, pero no ciudadanos. Y comparan su situación actual con esta. No es idéntica: tienen derecho a voto, ya no hay toque de queda, pero es comparable.

C. Delcroix:
E incluso el toque de queda vuelve en seguida. En 2005 volvió muy rápido.

Ch. Delphy: Cada vez que hay rebeliones, las reacciones del Estado son reacciones coloniales: instaurar el toque de queda, castigar, suprimir los subsidios familiares, suprimir esto y aquello. Decir: «¡No tenéis derechos, tenéis deberes!», mientras que la situación real es la contraria, tienen deberes, más deberes que los otros, y menos derechos que los otros o, más bien, no se respetan sus derechos.

Se les trata como parásitos, como niños, como menores: «Lleváis el pañuelo pero no sabéis qué es bueno para vosotras. Nosotros lo sabemos». En 2004 una treintañera blanca me dijo respecto a esto: «Sí, es cierto que ahora parece un poco duro excluir a las chicas, pero quizá dentro de veinte años nos lo agradecerán». Y quien me lo decía es una feminista…

R. Pfefferkorn:
Es inadmisible negar el derecho a la educación.

Ch. Delphy: Esta mentalidad postcolonial, paternalista, considera que hay una parte de la población que no conserva la cabeza, que es menor de edad y a la que hay que hacerle las cosas porque ella «no sabe hacerlo». Incluso personas «de izquierda» le niegan completamente a esa parte de la población los principios de emancipación que esas mismas personas pretenden aplicar en una lucha supuestamente revolucionaria. Todo esto es espantoso porque lo afirman intelectuales que deberían sostener lo contrario. Cuando el Movimiento de los Indígenas de la República hizo todas esas acciones leí en unos blogs: «Los indígenas de Francia somos nosotros»[21] o «Son idiotas, no saben que ha desaparecido el Código del Indígena»[22]. Realmente los toman por los últimos de los cretinos. Y este será nuestro defecto: haber persistido en esta percepción de los otros y en esta actitud paternalista, creer que se sabe mejor que ellos qué es bueno para ellos y creer que solo comprenden por medio de la fuerza. Por último, esta actitud de no discutir nunca con ellos, de no tomar nunca en serio sus rebeliones y de considerar estas rebeliones o bien como errores o bien como delincuencia o incluso como motines. Nunca se intenta comprender contra qué se rebelan estas personas. Pero las personas no se rebela por nada, contra nada. Sin embargo, en Francia esto se comprende bastante bien: hay respeto por las personas que hacen huelga, por ejemplo, los usuarios respetan a los empleados de los ferrocarriles y de la empresa de transportes públicos de París. Muchas personas dicen hablando de los huelguistas: «¡los comprendemos!». Pero estas mismas personas se niegan a comprender a los descendientes de los antiguos colonizados, se niegan a ponerse en su lugar. Existe un abismo de casta que se traga y anula toda posibilidad de identificación y, por lo tanto, de empatía. Y este rechazo de la empatía no va a jugar a favor del país.

En la Comisión «burka» [sic][23], presidida por el diputado André Gérin y cuyo ponente era el diputado Éric Raoult, era lamentable ver tanto el desprecio que tenían los parlamentarios que la constituían por una parte de la población francesa como su ignorancia de las leyes que se supone que ellos hacen respetar, ¡empezando por la Constitución!

Los juristas a los que consultaron les decían: «Eso sí que no lo pueden hacer». «¡Ah!, ¿no? Y, ¿por qué?». «Pues bien, porque nuestra Constitución…». Los diputados abrían enormemente los ojos, como si nunca hubieran leído la Constitución. Los juristas continuaban: «Y de todos modos, el Tribunal de Estrasburgo [el Tribunal Europeo de Derechos Humanos] se lo va a retocar». «¡Ah!, pero, ¿y la voluntad del pueblo?», respondían los diputados. Consideraban que la voluntad del «pueblo» (¿de qué pueblo?) debía prevalecer sobre las convenciones internacionales ratificadas por sus predecesores que representaban… ¡al mismo pueblo! Y ponían como pretexto el racismo de este «pueblo», aun cuando los políticos han cultivado y fomentado intencionadamente este racismo por motivos electorales y nuestros diferentes gobiernos lo han tolerado desde hace cuarenta años.

El presidente del Tribunal Supremo les dijo que todas las personas que vivían en el territorio (incluidas, por lo tanto, las mujeres que llevan el velo integral, el famoso «burka») tenían libertades fundamentales. Había que ver la expresión de algunos de estos diputados miembros de la comisión al saber que incluso estas «personas» (para empezar, mujeres, y además mujeres a las que algunos tratan de «sacos de patatas») tienen libertades fundamentales. ¡Estaban completamente conmocionados, los pobres! Uno de ellos dijo: «Pero, ¿es que no se puede hablar de la dignidad de LA mujer?». Los juristas le respondieron que no, que no se puede definir la dignidad de una persona en lugar de una persona: cada persona es juez y amo de su propia dignidad. Esto tampoco lo entendían, que no pudieran imponer sus nociones, su justicia, su idea de la dignidad de nosotras, las mujeres y , por añadidura, unas «moras»… Esto les escandalizaba, chocaba con su concepción de sí mismos como guías y casi tutores de esta parte indigna de la población.

Que nuestros diputados, nuestros representantes (porque estos son nuestros representantes) puedan tener semejantes imágenes de las personas, de las leyes, de la dignidad, de «la» [sic] mujer, todo ello demuestra que los Indígenas de la República, Sadri Khiari, Houria Bouteldja, Saïd Bouamama y la ZEP no se equivocan: efectivamente, existe una continuidad entre hoy y la época colonial.

Un último ejemplo: me encuentro con un programa animado por Franz-Olivier Giesbert en el que uno de los invitados era el escritor Yasmina Khadra[24]. Evidentemente, uno de los temas era el «burka». Yasmina Khadra dijo: «Pero estas mujeres deben de tener sus razones. Antes de aprobar una ley quizá habría que dialogar con ellas». Franz-Olivier Giesbert responde: «¿Quiere usted decir que hay que ir a hablar con ellas y explicarles que no está bien?». He aquí lo que es el diálogo para él. Para él es inconcebible un verdadero diálogo con unas personas a las que se las considera «sacos de patatas». Está claro que mientras persista esta actitud no se llegará a nada o si no, a la guerra civil. Se ahonda el abismo entre personas como Franz-Olivier Giesbert, que sigue razonando como un colono, que está dispuesto a hablar de arriba a abajo a unos idiotas, pero no de igual a igual, y personas como los Indígenas, que ya no tienen paciencia y ya no aguantarán más un solo desaire sin replicar.

De momento, nos comemos nuestro pan blanco, sin juego de palabras[25]. O, más bien, nos lo hemos comido. Un día se le presentará la factura a la sociedad blanca y este día va a llegar muy rápido.

Notas:

[1] Nacira Guénif-Souilamas, Éric Macé: Les féministes et le garçon arabe, La Tour d’Aigues, Éd. de L’Aube, 2004, 106 páginas.

[2] Élisabeth Badinter: «La victimisation est aujourd’hui un outil politique et idéologique», L’Arche, n° 549-550, noviembre-diciembre 2003.

[3] Maryse Jaspard, Élizabeth Brown, Stéphanie Condon, Dominique Fougeyrollas-Schwebel, Annick Houel, Brigitte Lhomond, Florence Maillochon: Les violences envers les femmes en France: une enquête nationale, París, La Documentation française, 2003, 374 páginas.

[4] El departamento de Seine-Saint-Denis es un departamento de París en el que se concentra gran cantidad de población emigrante. (N. de la T.)

[5] Entiendo por «culturas» las prácticas y los discursos de las personas, reagrupadas objetiva o subjetivamente en función de su pertenencia de género, de clase, de raza, de sexualidad, de edad o de otros criterios.

[6] Letti Volpp: «Quand on rend la culture responsable de la mauvaise conduite», Nouvelles Questions Féministes, vol. 25, n° 3, 2006, pp. 14-31.

[7] Roland Pfefferkorn: «Alsace-Moselle: un statut scolaire non laïque», Revue des Sciences Sociales, Estrasburgo, n° 38, 2007, pp. 158-171.

[8] La autora emplea el término «laïcard», que designa, siempre con sentido peyorativo, o bien a una persona que defiende fuertemente el laicismo, sobre todo por una toma de postura antirreligiosa, o bien a una persona atea, por intolerancia religiosa. (N. de la T.)

[9] Un hadit es un breve relato en el que se recogen palabras del Profeta -dichos, hechos, asentimientos, etc. [N. de la T.]

[10] Sura o azora es el nombre que recibe cada uno de los 114 capítulos en los que se divide el Corán. [N. de la T.]

[11] Catherine Delcroix: «Entre volonté de s’en sortir et discrimination, une trajectoire éclairante», Nouvelles Questions Féministes, vol. 26, n° 3, 2007, pp. 82-100.

[12] Véase, entre otros, Michel Wievorka: La France raciste, París, Ed. du Seuil, 1992, 389 páginas.

[13] Beurs son los hijos de los inmigrantes magrebíes nacidos en Francia. La palabra también se refiere a todo aquello que sea de origen magrebí. (N. de la T.)

[14] Véase al respecto los últimos números de Raison Présente, el n° 174, «Racisme, race et sciences sociales» (coordinado por Juan Matas y Roland Pfefferkorn), aegundo trimestre de 2010; y el n° 175, «Le post-colonial après le post-colonial» (coordinado por Jean Meynier), tercer trimestre de 2010.

[15] Saïd Bouamama: La France: autopsie d’un mythe national, París, Ed. Larousse, 2008, 222 páginas.

[16] Suzanne Citron: Le mythe national: l’histoire de France en question, París, Les Éditions Ouvrières, 1989, 334 páginas; y Le mythe national: l’histoire de France revisitée, París, Ed. de l’Atelier, 2008, 351 páginas.

[17] Saïd Bouamama: Nique la France, devoir d’insolence, París, ZEP – Darna Éditions, 2010, 96 páginas.

[18] Claudine Attias-Donfut, François-Charles Wolff: Le destin des enfants d’immigrés: un désenchaînement des générations, París, Ed. Stock, 2009, 315 páginas.

[19] Colette Guillaumin: L’idéologie raciste, genèse et langage actuel, París, Ed. Gallimard, 2002 [primera edición 1972], 384 páginas.

[20] El «code de l’indigénat» era un régimen administrativo especial francés que se aplicaba a los indígenas de ciertas colonias. Se instauró en 1887 y se abolió formalmente en 1946, aunque en Argelia continuó vigente hasta su independencia, en 1962. (N. de la T.) / Olivier Le Cour Grandmaison: De l’indigénat. Anatomie d’un monstre juridique: le droit colonial en Algérie et dans l’empire français, París, Ed. Zones – La Découverte, 2010, 196 páginas.

[21] Blogs consultados en 2005 en reacción al Llamamiento de los Indígenas de la República [Appel des Indigènes de la République].

[22] Idem.

[23] Misión de información sobre la práctica de portar el velo integral en el territorio nacional, creada por la conferencia de presidentes el 23 de junio de 2009. Su objetivo es, como dice el título de la misión, el «velo integral», también llamado niqab, y en absoluto el burka, que es una vestimenta afgana.

[24] «Vous aurez le dernier mot, débat sur l’identité nationale», France 2, 15 de enero de 2010.

[25] En francés la expresión «manger son pain blanc», comer el pan blanco de uno, equivaldría en castellano a «pan para hoy, hambre para mañana». (N. de la T.)

Fuente de la traducción: http://www.matxingunea.org/dokumentua/la-fabricacion-del-otro-por-parte-del-poder/