La conversación comienza siendo vulgar, pero, de a poco, en tanto que el paciente quiere meter el tema que le importa y no colgarse de las ramas de la política, se transforma en una disimulada y contenida charla que amenaza con llegar a la discusión. El profesional le dice a la asistente que le saque […]
La conversación comienza siendo vulgar, pero, de a poco, en tanto que el paciente quiere meter el tema que le importa y no colgarse de las ramas de la política, se transforma en una disimulada y contenida charla que amenaza con llegar a la discusión. El profesional le dice a la asistente que le saque una radiografía. La radiografía muestra un desajuste. El paciente, en inferioridad de condiciones ya que debe mantener la boca muy abierta, apenas si puede permitirse alguna suave interjección, un espasmódico quejido para manifestar su aceptación o negación con lo que dice el profesional. Este, favorecido en su papel activo al introducir los dedos en la boca del otro para ajustar los tornillitos del implante, aprovecha la ventaja y expone sus conceptos políticos de manera contundente acompañados por salpicaduras salivales debido a la ausencia del necesario y respetuoso barbijo.
Critica la película de Michael Moore, a Maradona, a Bush, a Quebracho, a Castells, a Kirchner, al huracán «Francis», critica como si él fuera una referencia moral incuestionable. Es un discurso anárquico que ejecuta con habilidad para evitar caer en el punto que realmente le importa al paciente, punto planteado antes de sentarlo para revisarle, controlar dice él, el desajuste de un artístico trabajo que llevó años. «Porque usted no me va a negar que ahora tiene la boca mejor que cuando vino. Estas cosas ya las hablamos. Siempre le dije que su boca era muy especial. Por no atenderse a tiempo usted cambió su mordida durante años y por eso es que nota el cambio.» Cuando el paciente intenta una réplica el profesional vuelve a meter los dedos. «Abra más, más, todo lo que pueda.» El paciente percibe que de tanto abrirla boca se le ha acalambrado, y emite un ah largo y angustiante que el profesional ignora y sólo le pide a la asistente que le ponga más crema en los labios. En realidad, el prolongado y lastimoso ah del paciente no se contiene únicamente en el dolor, sino, además, en la revisión de los tratados que ambos convinieron oportunamente y que el paciente, recién ahora, ve vulnerados, a saber: «¿Por qué ahora me entero de que habría que hacer dos implantes más para que la prótesis esté más segura? ¿Por qué no se hizo de entrada en lugar de agarrar la prótesis en las muelas del juicio? ¿Por qué no se hicieron coronas en los caninos, que siempre se despegan? ¿Por qué después de haber pagado el dineral que pagué pensando que iba a quedar cero kilómetro, ahora me entero de que mejor sería hacer algo más y encima se me aflojan los tornillitos? ¿Para ser un paciente cautivo, un inquilino que paga expensas ad eternum?…»
Este es el punto que el paciente quiere hablar con el profesional, pero éste, extremadamente expeditivo, porque siempre está apurado, siempre le falta el tiempo, siempre tiene muchos pacientes en espera, se las ingenia para eludir el punto, terminar el trabajo, repetir «esas cosas ya las hablamos», con lo que deja al paciente no sólo sin saber de qué hablaron sino como un pelotudo, tal la pulcra aserción de Arslanian. Ya en el escritorio de la secretaria, el profesional le sugiere tomar turno para hacerle una placa dental para dormir porque es «muy-muy importante, sabe», le da la mano diciéndole que en la próxima seguirán analizando el futuro del país, y se va. La secretaria le dice es tanto. El no puede creer lo que debe pagar. Ella le aclara: «Le cambió los tornillos y por ser usted le cobra media-consulta». El, azorado, no habla de garantía porque teme hacer más el ridículo. Con bronca, da el dinero. Ella lo guarda en el cajón y espera que él se levante. El sigue sentado. «Ah, usted necesita factura, ¿no?» El está por explicarle los beneficios que una factura brinda al país pero sólo atina un sí. Ella argumenta que se le acabaron, que la semana que viene cuando él vuelva se la dará. El dice que la semana que viene pagará. Sin fingir el fastidio, ella abre el cajón y devuelve el dinero, volviéndolo a contar. Se levanta. El profesional está hablando con otro paciente. Critica a los piqueteros.
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El escritor argentino Enrique Medina es autor, entre otras, de las novelas Las tumbas, Sólo ángeles, Las muecas del miedo y El escritor, el amor y la muerte.