Nos pasan la factura de todas las facturas, sin excluir desde luego a las solícitas clases medias, espejo de virtudes y sufrimientos, ahora también puente sobre aguas turbulentas; todo aderezado con un discurso cínico, a-clasista, de «sangre sudor y lágrimas» según vayan cayendo. Nos conminan a entregarnos como ovejitas memas a la teoría meteorológica de […]
Nos pasan la factura de todas las facturas, sin excluir desde luego a las solícitas clases medias, espejo de virtudes y sufrimientos, ahora también puente sobre aguas turbulentas; todo aderezado con un discurso cínico, a-clasista, de «sangre sudor y lágrimas» según vayan cayendo. Nos conminan a entregarnos como ovejitas memas a la teoría meteorológica de la economía, de acuerdo con la que nadie en realidad es responsable de nada, como no lo es de la gravitación universal o el mal tiempo. Por ejemplo: «Sucede que ahí vienen los duros pesando en las barrigas de cúmulos brillantes como galeones» o bien » Se acercan cielos vastos como bolsillos vacíos, todos traídos y llevados sobre el aliento de un dios inescrutable, en la palma de la mano de una voluntad ciega y olímpica.»
El estado se desentiende y delega el lastre y muchos corifeos lloran nuestra carencia endémica de economía productiva. Pero el estado burgués, como hizo siempre, está al quite para cuidar del capital cuando éste entra en sus tormentas cíclicas. Lo sabemos desde el s.XIX y no ha dejado de ser cierto: si no es él, ¿qué otro puede impedir que arda en el horno de su voracidad? Más aún hoy, cuando circuitos vitales del estado se hallan inextricablemente enredados con el cableado del capital.
Nuestra economía, ¿le guarda un odio crónico a la producción? ¿ o fue cercenada en sus veleidades productivas cuando éstas no entraban en los planes de las mega estructuras estatales (Unión Europea, etc.) en que nos fuimos integrando y en donde mandaban intereses claros, distintos y jerárquicos que adjudicaban zonas económicas y las cerraban, que obedecían a la plasticidad pasmosa del capital, a su querencia irrefrenable por deslocalizarse y perderse en la naturaleza y a su afán por apoderarse de las empresas públicas convenientemente saneadas? Gérard de Selys explicó en «Privé de Public» cómo desde los ochenta ministerios y Comisión Europea conspiraron sorda y fieramente para transmitir a manos privadas las empresas públicas venturosas: transportes, telecomunicaciones, etc.… Algunas para ser posteriormente vaciadas de su sentido de servicio o, con el tiempo, casi retiradas de circulación. Si odiamos inveteradamente la producción, ¿cómo se ha calculado que en Galicia la economía se hallaba en fuerte expansión en los sectores pesquero, agropecuaria e industrial en la segunda mitad de los setenta y desde los ochenta el tejido industrial empezó a ser desmantelado, la flota desguazada, la ganadería sufrió acotaciones y pavorosos dumpings y fue reducida la agricultura a niveles de autoconsumo ( nuestra tierra quedó » a monte»), obedeciendo píamente o a palos los designios de la división del trabajo que se dictaban desde el interés del mercado internacional y nos otorgaban las playas y el Jacobeo como oferta principal?
La diferenciación economía real- economía especulativa es muy falaz y propagandística; no vino un buen día el capital financiero, como si despertase del mundo de las ideas platónicas, e irrumpió histéricamente en el mundo inferior, sensible, de la economía productiva, porque ya era su principal tenedor. Y puesto que el capital financiero es el más químicamente puro, es el que mejor se desregla y enloquece, precipitándose en esos espantosos abismos del beneficio bajo el lema «Luego ya me habré ido, y tú también.» Marx dejó dicho que cuando el capital visualiza un 300% de ganancia ya no retrocede ante ningún crimen.
El estado no es inocente, y las estructuras sociopolíticas y sindicales subyacentes tampoco. El estado, más allá de las contradicciones que observemos entre aparatos e instituciones que poseen una autonomía relativa, manifiesta una unidad de poder interna propia, que es una unidad de poder de clase: el de la clase o fracción hegemónica. Aunque eso tenga lugar de forma compleja. De hecho, vemos cómo penaliza hoy a sus bases operativas sin tocarle un pelo de la chaqueta a los intereses de la clase o fracción hegemónica, y coloca así la imagen de hacerse cargo del desastre mediante una acción tipo abnegado Padre que la sufre el primero, afronta la incomprensión social y reparte cristianamente las cargas para la travesía del desierto.
En correspondencia con ello, aquella «crisis de las ideologías» de los ochenta, como suceso, sumergió el discurso anticapitalista de la izquierda en el pantano de la vergüenza, desmontó sus organizaciones y sus órganos de reflexión, envió sus media a un ostracismo desde donde como mucho se atrevieron a tartamudear para ponerle un pero a las bondades de la democracia, liquidó sus arietes de pensamiento y sus herramientas de acción. Entonces, ¿cómo defenderse, desordenados y temerosos, formulando los antagonismos en voz baja, mandando al sótano las nociones de la tradición revolucionaria, porque a la menor nos embocan coléricos con la manguera a presión del «libro negro del comunismo» incluso desde nuestros antiguos espacios, sin importar el grado de amargura y de toxicidad ambiental?
Perdidos en el tejemaneje de clases, constreñidos a callar la palabra «clase», no vaya a ser que carezca de sentido…, recuerdo a fines de los ochenta un artículo de Eduardo Galeano aparecido en El País; «Como un niño abandonado en la intemperie» se titulaba. Hablaba de empezar de nuevo. Han pasado veinte años y no hemos dejado de retroceder.
No importa, a trece de julio, de un extremo a otro de las diagonales españolas,las banderas post republicanas se niegan persistentemente a bajar de las palmeras, los balcones y los vértices geodésicos, que es lo que importa.
Xaquín Silva, Redes Escarlata
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