El discurso del PP y de Vox cada vez se acerca más a los tópicos que se han usado en otros países para freír a la izquierda en acusaciones de elitismo: “la izquierda caviar”, “la izquierda salmón ahumado”, “el comando bistec”…
Durante los últimos meses, son muchas las controversias políticas que han devenido en grotescos debates gastronómicos y culinarios. Se empieza hablando de disminuir el consumo de carne y desembocamos en los “imbatibles” chuletones de Pedro Sánchez. Se intentan regular los azúcares y el Partido Popular se fotografía posando entre berlinas de chocolate. Se abre la caja de la pobreza infantil y terminamos discutiendo sobre Telepizza. Cuestionamos la conspiranoia de una “invasión migratoria” y nos acaban hablando de “querer prohibir el jamón en los colegios”.
Detrás de estas extrañas “controversias culinarias” hay una larga historia trenzada entre la política y la comida. Una historia que une rituales, simbolismos, costumbres y hasta el paso de las estaciones con la expresión más básica del sentimiento nacional, la pertenencia de clase o la “distinción” del estatus. Una historia que hoy se expresa a través del cerco y asalto al Ministerio de Consumo, la fermentación de un anti-ecologismo de retórica “anti-elitista” y los intentos de la derecha para deslegitimar a la izquierda como una aristocracia de paladares aburguesados.
Tofu, pizzas y chuletón: ¿por qué discutimos de comida?
Es muy probable que en el futuro nos cueste razonar las “encarnizadas” embestidas contra el ministerio de Garzón o la caricatura infantil de la “izquierda tofu”. Es seguro que no conseguiremos encontrar sentido a qué hacía media derecha española poniendo toda “la carne en el asador” en estas batallas. No sabremos explicar por qué familias enteras se hicieron virales colocando a sus hijos a desvelar jamones tras la bandera rojigualda, o posando marciales ante él mientras sonaba la Marcha Real. Y es casi seguro que tampoco sepamos relatar tantas noticias, columnas y tuits que acabaron ilustrados con la silueta de España (¡y Portugal!) cincelada sobre un chuletón.
Sin embargo, la política y la comida tienen una trenzada historia común que se remonta a los mismos orígenes de las civilizaciones humanas. Comer, cocinar, ayunar o atiborrarse siempre han sido más que simples necesidades vitales. Y aunque cada vez son menos los ritos, tabúes o simbolismos místicos que envuelven nuestra relación con la comida (esa que tanto estudian antropólogos, arqueólogos e historiadores culinarios), nuestro apetito nunca ha dejado de ser un marcador de clase, un fácil recurso para la política y un enorme lienzo para la identidad. Qué comemos (y qué no) siempre ha sido utilizado para marcar políticamente a “los de aquí” y “los de fuera”, “los de arriba” y “los de abajo”, o de separar los “sanos” de los “contaminados”. Por eso la caricatura clasista de las masas trabajadoras siempre ha ido ligada a una caracterización de sus gustos como un residuo salvaje y animal, así como la xenofobia siempre ha proyectado sus peores aversiones contra los apetitos del extranjero.
Sin embargo, hoy las cosas parecen haber cambiado. Contra el peronismo, Macri celebraba que sus marchas se hacían “sin colectivos ni choripanes”; y Bolsonaro, contra Lula, de “no mover al pueblo con pan y mortadela”. Pero hoy, al menos en España, las derechas le dan la vuelta a la tortilla para impostar justo lo contrario, acusando a la izquierda de “delatarse” en un paladar anti-popular, reaccionario, extranjero y aburguesado; reivindicando para sí una idea gastronómica de lo popular cuestionable pero insistente.
Así, aunque los diputados del Partido Popular y Vox coman tartar, cigalas y solomillo en los restaurantes esnob que rodean al Congreso de los Diputados, su discurso se acerca cada vez más a los tópicos que, como explica Carlos Varela, se han utilizado en otros países para freír a la izquierda en acusaciones de elitismo. Es decir, a metáforas culinarias como la de la “izquierda caviar” (que inventó la derecha francesa contra Mitterand), “la izquierda salmón ahumado” (como dicen en Irlanda), o el “comando bistec” (como se dice en Filipinas). Un imaginativo arsenal que en muchos otros países se ha articulado a través de la bebida con conceptos como el de “izquierda champán”, muy popular en Inglaterra, o “la whisquierda” para Chile.
Claro está que el aumento desorbitado de la obesidad, y el empobrecimiento continuado de nuestra dieta con atracones hipercalóricos y alimentos ultraprocesados, tiene más que ver con la ansiedad que nos devora y las recetas económicas de la derecha que con “los gustos de la izquierda”. Pero descarrilar la conversación a una oposición idealizada entre las migas con chorizo y la hamburguesa de seitán sirve para camuflar todo eso. Como si la izquierda fuese una facción sectaria y condescendiente que odia “los gustos del pueblo pueblo” y quisiese censurarlos o “racionarlos”, y como si la derecha tuviese un paladar más afín al de las clases populares que la izquierda no pudiese tolerar.
Hay quien piensa que la culpa de todo ello es que la izquierda se lo sirve en bandeja. Es lo que dio a entender el presidente Sánchez al desautorizar a Garzón con eso de la “imbatibilidad” del chuletón. Y es lo que abiertamente defiende el candidato del Partido Comunista francés cuando se desmarca de sus rivales ecologistas diciendo que la cultura de su país está en “un buen vino y una buena carne” y no en la “vida sosa de quinoa y tofu”. Pero haciendo tan buenas migas con el discurso de las derechas sólo contribuyen a amasar estigmas más fuertes y a hornearlos al calor de la polémica. ¿Para revertir la caricatura, no sería más útil salir de ese marco?
“Horror en el supermercado”: la extrema derecha, las sopas de murciélago y las granjas de insectos
La segunda razón por la que política y comida se acaban entrelazando es más profunda: jugar con la comida no sólo sirve para separar “propios” de “ajenos”, sino para demonizar los gustos del otro y su forma de “saciarse” como algo “contaminante”, “obsceno” o eminentemente “peligroso”. La entradilla perfecta para sembrar la sospecha generalizada sobre quién es, qué quiere o que nos separa de él. Una forma de marcar en profundidad nuestras diferencias tan alienante como efectiva.
Gatos en los rollitos de primavera, perros en la cazuela, mercados empantanados… el racismo contra el pueblo chino y sus diáspora inmigrantes ha vivido muy de cerca las consecuencias de ese discurso. No sólo en la propaganda racista en torno a la imaginaria “sopa de murciélago” –que, a golpe de titular y meme, acabó leyéndolo como el “pecado original” de la pandemia– sino durante décadas de prejuiciosas elucubraciones, leyendas urbanas y cuentos para no dormir. Los ecos de un discurso xenófobo, cocinado al color del colonialismo, donde “los otros” siempre tienen un apetito voraz e insaciable y un gusto degradante o repulsivo.
Hoy, para los apologistas de la España imperial, la cosa ya no va de defenderse de “taínos caníbales” danzando entre calderos de carne humana, pero sí de enfrentar a una supuesta amenaza “globalista”. Un contubernio de las “nuevas clerecías” de una izquierda “pijoprogre y urbanita” que, junto a los “grandes oligarcas sin patria” estarían promoviendo la carne in vitro, la dieta a base de insectos y la “cuaresma vegana” de “la religión del cambio climático” . Una, “vegetiranía”, como la llama Jiménez Losantos, que estarían forjando “los multimillonarios americanos que financian a toda la izquierda ideológica del mundo” (en palabras de Francisco Marhuenda).
Hoy nos parece un conjunto de desvaríos al calor de la campaña para las elecciones castellano-leonesas. Sin embargo, esta gimnástica del escándalo culinario, esta aventura “gastropolítica”, lleva entrenándose durante años en el discurso de las nuevas derechas y todo apunta a que estará “hasta en la sopa”. Las tendencia nos dice que la obsesión neurótica con futuras “dietas a base de insectos” y “carnes in vitro” parece ser al anti-ecologismo lo que el espectro “castro-chavista” al discurso contra la izquierda.
Salvini, el más foodie de toda la “internacional reaccionaria”, lleva años eligiendo sus ingredientes poniendo a pequeños productores, ganaderos y agricultores contra la Unión Europea y la izquierda a cada ocasión que encuentra a su paso. No sólo acusándolos de querer “aguar el vino”, “hacernos comer una dieta de algas y larvas” o “arruinar los café latte” con “leche falsa de guisantes amarillos”, sino llegando a conspirar con planes para “prohibir la pizza italiana” y convertir sus selfies comidistas en una marca personal. Un intento de convertirse en templario de la “dieta mediterránea” usando como ariete político la identidad gastronómica de los italianos.
Hablar de “hamburguesas de césped”, “harinas de grillos y tarántulas” o “izquierdas caviar”, “vegetiranos” o “tofu-progres” estará cada vez más en el menú del día de la política española. Abascal seguirá gritando en los mítines que van a “¡(…) a seguir comiendo jamón, digan lo que digan los animalistas o los islamistas!”; Ortega Smith seguirá perjurando que el independentismo amenaza “(…) con prohibir primero los toros y después la tortilla de patata”;y Buxadé seguirá cabalgando contra los postes de McDonalds como “gigantes del globalismo”.
¿Qué han de hacer las izquierdas la próxima vez que Díaz Ayuso les acuse de querer “prohibir los phoskitos a cambio de que se puedan fumar porros”?¿Que han de hacer cuando Teodoro García Igea vuelva a deleitarnos con sus parrilladas contra Garzón?Esa pregunta es más complicada, y la campaña del Partido Popular en Castilla y León, con sus lemas de “Más ganadería, menos comunismo” van a poner esta cuestión de nuevo sobre la mesa. Quizás, entonces, sea hora de desaprender eso de que “con la comida no se juega”. Hora de oponer, frente a la caricatura derechista de las “noches de MDMA y poliamor” y las “mañanas de tofu y aguacate”, una imagen alternativa de las recetas neoliberales y sus “dietas milagro”. Una reivindicación de los lazos comunitarios que aspiramos a defender a través de la identidad gastronómica que los expresa. Porque el “banquete neoliberal” se parece más a la hamburguesa plasticosa con la que engrasamos un maratón de Netflix que a una comida en familia. Porque en los tiempos de la celeridad, remover un puchero a fuego lento es casi un acto de resistencia.
Iago Moreno es sociólogo por la Universidad de Cambrigde. Experto en extrema derecha.
Fuente: https://ctxt.es/es/20220101/Firmas/38539/gastropolitica-izquierda-caviar-derecha-vox-iago-moreno.htm