«Somos la primera descendencia que no ha podido picar en la mina, pero que ha presenciado con orgullo y rabia decenas de encierros por un salario digno y un futuro real»
Vengo de una tierra llena de vida y de cicatrices. A vista de pájaro es muy fácil perderse entre los robles enfermos, los castaños y las encinas. Tan pronto como adoras los ocres en otoño y los verdes en primavera, aprendes también a asimilar el contraste que ofrecen los cementerios del negro carbón. O lo que queda de él. Mi tierra, El Bierzo, tiene aún por cerrar una gran herida, la que ha arrastrado a toda una comarca y a toda una generación.
Desde esta pequeña zona situada en León, hace años calentamos los hogares de media España (aunque eso ya no se recuerda). Es casi imposible no sentirse arraigado a una industria que ha dado de comer a toda una región y gracias a la cual pueblos enteros han podido edificarse. A pesar de lo que ladran algunas voces urbanas (“es una energía sucia”), ¿importa el ecologismo cuando no se dan alternativas de futuro? En El Bierzo respiramos el carbón durante más de un siglo y con ello se degradó la riqueza de nuestras tierras, pero también los pulmones de muchos. Fue un pacto con el diablo, aunque eso se supo tiempo después.
Disfrutamos de la buenaventura y algunos vivieron a todo trapo con nuestro particular oro negro, algo que se esfumó tan pronto como el interés de los especuladores cambió de bando y, de la noche a la mañana, a todos ellos les entró la sensatez y el buen hacer. De repente el medioambiente pasó a primer plano y en este momento conocimos lo que significaba la pasividad política. Una provincia más que de la que sacan hasta las últimas migajas y que se deja de lado: la España vaciada.
Ahora, con cierta perspectiva desde el fin que vocearon durante años (y con el resentimiento propio del perdedor), vemos cómo se nos abandonó sin ninguna opción. Casas sin pan, CO2 en el aire y dinero en dos bolsillos. A los más jóvenes, que nos topamos con las últimas bocanadas de esta industria, nos aseguraron que estar lejos de nuestra tierra era “progreso”. Se equivocaron.
El fin de la minería parió una generación perdida, la que ha tenido que marcarse un futuro a marchas forzadas. Aquella a la que prometieron una vida más próspera que la de sus padres, pero que aún baila entre la nostalgia y la falsa fortuna de la Gran Ciudad. Somos la primera descendencia que no ha podido picar en la mina, pero que ha presenciado con orgullo y rabia decenas de encierros por un salario digno y un futuro real. Una auténtica lucha obrera de las que ya no quedan, con un final firmado contra el que era difícil pelear y con efectos colaterales.
Mientras se habla de falta de sensibilidad de los jóvenes y de cómo la tecnología ciega, se olvidan de que también sufrimos con nuestra tierra abandonada. Queremos verla de nuevo renaciendo verde, aun conviviendo con las heridas negras. Porque mientras reivindicamos la importancia de lo rural, vemos cómo la comarca se convierte en un simple patio de recreo de los ociosos donde “respirar aire puro”. Nosotros, la generación perdida del carbón, no queremos más Españas vaciadas ni Españas de usar y tirar, queremos pueblos con alternativas reales.
A la par que unos dejan de lado el valor de la tierra y ensalzan la del asfalto, desde lejos apreciamos la riqueza cultural de la tradición, de la cercanía y de la naturaleza (tan nuestra). Y es que a veces, siempre que podemos, encontramos hueco para entonar orgullosos el “Santa Bárbara bendita”, patrona de los mineros. El himno que también sentimos, el de los valientes que vivieron y murieron por el carbón, el himno de una tierra caduca de corazón negro. Una que pellizca de generación en generación y de la que han querido que nos olvidemos.
Fuente: https://www.lamarea.com/2020/02/26/la-generacion-perdida-del-carbon/