Sobre la violencia simbólica sobre el cuerpo femenino
Los anuncios de turrón deberían incluir después una leyenda que dijera algo así: «Las autoridades turronarias advierten de que las mujeres pueden sufrir consecuencias sociales muy graves si se pasan con la dosis recomendada. En este mundo, las gordas son despreciadas y ridiculizadas».
Al pan, pan y al vino, vino; pero sin pasarse, claro. Llegó enero y esa cuesta de la que todo el mundo habla parece estar pensada para que bajemos los kilos que nos sobran después del atracón de Navidad. Este tema, motivo de risas para muchos, puede llegar a convertirse en un problema de primer orden para otras: las que crecemos y vivimos con pánico a estar gordas y, por tanto, desplazadas en esta sociedad en la que la aceptación pasa por responder a unos cánones de belleza muy determinados.
La relación entre las mujeres y la comida no es ninguna broma. El cuerpo de las mujeres es un campo de batalla, pero, sobre todo, es una página en blanco sobre la que cualquiera puede opinar. Véase el vestido de Pedroche, que ya parece un clásico en esta época del año. Más allá de entrar, de nuevo, en el debate sobre si su aparición responde a una exigencia patriarcal o es el máximo exponente de la libertad de las mujeres, lo único que tengo claro en este asunto es que si lo lleva no es ni porque quiere ella ni porque quiere Atresmedia.
Cristina Pedroche se pone ese vestido para dar las campanadas porque cabe dentro y eso no lo podemos decir todas. Me resulta difícil hablar de la relación de las mujeres con sus cuerpos sin hablar de qué relación mantengo yo con el mío. Es, desde luego, compleja y dolorosa. Si hago un balance de mi vida, no puedo más que reconocer que me he sentido mejor -quizá, incluso, más feliz- durante las épocas en las que he estado más delgada.
Podría aludir a la salud física y decir que me sentía mejor porque no me costaba tanto subir las escaleras, pero lo cierto es que si estoy delgada me siento más atractiva y, eso, me hace sentir bien. Más poderosa, más empoderada, más preparada para gustar, para gustarme y para gustar a otras.
Tanto estudiar sobre teorías feministas y, ahora, a estas alturas, tengo que confesar que me gusto más cuando estoy delgada y que siento placer al ir a la zapatería a que me hagan más agujeros en mis cinturones. Hace años que una corriente importante del feminismo viene denunciando la gordofobia que sufrimos como sociedad.
Mentiría si dijera que no está también dentro de mí. Mi relación con la comida es tan triste y dolorosa que, por ejemplo, evito comer delante de mujeres por las que siento atracción sexual. ¿Os parece una chorrada? Lo es. Lo asumo. No voy a defenderme, sólo lo enuncio para, entre otras cosas, poder perdonarme.
¿Qué pasa dentro de mí para que actúe así? Supongo que tiene que ver con muchísimos factores, algunos que reconozco y otros que ni siquiera huelo de lejos. Despojarse de los miedos que no son sólo nuestros sino que responden a la forma en la que nos han educado y nos han permitido acercarnos al mundo no puede ser un trabajo individual.
La relación de amor-odio que tenemos todas nosotras con nuestro cuerpo es una guerra social, por más que cada cual la libremos con nosotras mismas.
Iguales, iguales
Los modelos de belleza a los que está sometida nuestra felicidad cada vez están más globalizados. La industria de la moda parece querer hacer evidente la teoría de «los iguales y las idénticas» de Celia Amorós, en la que la filósofa explica cómo socialmente los hombres crecen creyendo que, entre ellos son y pueden tratarse de igual a igual, mientras nosotras aprendemos que nuestro objetivo es ser idénticas, no ser nada más que mujeres. Y nada menos.
Así, en la construcción de este mundo inhabitable, con tantas desigualdades, observamos atónitas cómo los modelos de belleza cada vez son más globalizados. Recuerdo cómo muchas de las mujeres que he conocido en mis viajes al Sahara viven obsesionadas por evitar que les de la luz del sol y se maquillan compulsivamente para no permitir que sus pieles tomen el tono que se les corresponde.
En los anuncios publicitarios de América Latina, las mujeres que aparecen son blancas, altas y delgadas porque así es cómo se entiende el éxito.
Aquí y allá, a un lado y al otro del mundo, en sociedades en las que la igualdad formal es casi ya una victoria y en otras en las que aún queda mucho que llover para que esto ocurra, nuestros cuerpos siguen siendo lugares sobre los que se puede opinar, que se pueden violentar y cuestionar sin nuestro consentimiento; y sobre nuestros cuerpos seguimos nosotras también construyéndonos para ser aceptadas quizá sin ser conscientes de que el ideal de mujer que se nos impone es tan irreal como los propios Reyes Magos.
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