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La guerra civil en Colombia (II)

Fuentes: Rebelión

«Hoy, más que nunca, se necesita osadía en el pensamiento y lealtad a la identidad critica, como premisas indispensables de la impostergable batalla de ideas que debe abrir los caminos hacia el futuro». II Amenazar una protesta civil – campesina y agraria – con la represión de 50.000 soldados es un acto de guerra. Lo […]

«Hoy, más que nunca, se necesita osadía en el pensamiento y lealtad a la identidad critica, como premisas indispensables de la impostergable batalla de ideas que debe abrir los caminos hacia el futuro».

II

Amenazar una protesta civil – campesina y agraria – con la represión de 50.000 soldados es un acto de guerra. Lo hizo la clase dominante colombiana el 30 de agosto de 2013. No es el primero que se ejecuta en Colombia ni será el último. Se recuerda siempre con dolor la masacre de los trabajadores bananeros protagonizada por el ejército el 6 de diciembre de 1928. Fue relatada por Gabriel García Márquez en «Cien años de soledad» y motivo de vibrantes debates en el Congreso de la República por parte de Jorge Eliécer Gaitán, quien también escribió un libro sobre el tema.

En el siglo pasado (XX) se pueden reseñar infinidad de hechos similares. El 9 de abril de 1948 el presidente Mariano Ospina Pérez lanzó al ejército para reprimir el alzamiento del pueblo bogotano frente al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán al que se habían sumado numerosos cuerpos policiales. El 21 de abril de 1970 Carlos Lleras Restrepo utilizó el toque de queda y movilizó a las fuerzas armadas a nivel nacional para contener a las masas populares que se aprestaban a levantarse en protesta contra el fraude en las elecciones del 19 de abril que le arrebató el triunfo al general Gustavo Rojas Pinilla.

Lo mismo ocurrió durante el Paro Cívico Nacional del 14 de septiembre de 1977. El alcalde de Bogotá Bernardo Gaitán Mahecha declaró el toque de queda y el presidente Alfonso López Michelsen ordenó la intervención del ejército para arremeter contra los obreros huelguistas y habitantes de barrio protestantes que bloqueaban importantes vías de la capital, quienes se enfrentaron a las fuerzas armadas por más de 36 horas.

Dentro de esa misma dinámica de reprimir las protestas civiles pacíficas con las fuerzas del ejército están las Marchas Cocaleras de 1996 en los departamentos de Guaviare, Meta, Caquetá y Putumayo. El gobierno liberal de Ernesto Samper Pizano le dio un tratamiento de guerra a esas movilizaciones sociales que se enfrentaron masivamente a la política de fumigación de cultivos de coca, lo que se constituyó en antecedente del Plan Colombia que el poder estadounidense le impuso a la Nación durante el gobierno de Andrés Pastrana.

Al lado de estos sucesos protuberantes y manifiestos en el tratamiento bélico de la protesta social en Colombia, existe en el tiempo y el espacio una práctica silenciosa, licenciosa, oscura, permanente, soterrada, oculta y escabrosa de reprimir sistemática y violentamente la organización popular. Esa práctica criminal le sirvió de aprendizaje a los estrategas militares estadounidenses para formular la teoría de la «seguridad nacional» y para diseñar toda clase de métodos de «guerra sucia» en los conflictos de baja intensidad.

Un ejemplo clásico es el trato dado a la rebelión indígena encabezada por Manuel Quintín Lame en la segunda década del siglo XX. Es una muestra fehaciente de cómo la oligarquía colombiana tenía una formación de vieja data en la represión de la protesta y el reclamo social. Rodear, controlar, asfixiar, desesperar y provocar a los dirigentes populares para obligarlos a la insurrección armada, ha sido la tradición de toda una vida de las clases dominantes colombianas. Así lo hicieron con el dirigente indígena caucano. Una vez se produjo el levantamiento justificaron la arremetida violenta contra las comunidades organizadas y derrotaron por la fuerza esos intentos de reivindicación social, política, cultural y territorial de parte de esos pueblos originarios.

Ya desde antes del asesinato de Gaitán esa práctica era utilizada en diferentes regiones en donde los campesinos se organizaban para reclamar el acceso a la tierra o los jornaleros agrícolas exigían mejoras salariales. Zonas como el Norte del Tolima, Cundinamarca, Norte del Valle, Quindío, Santander y otras, fueron azotadas y asoladas por grupos armados apoyados por la policía para perseguir líderes y provocar alzamientos que servían para ubicar focos de resistencia y exterminarlos de raíz. Ese método se mantuvo y se hizo más agresivo y sofisticado durante la violencia de los años 50s del siglo XX, que tuvo como punto culminante la agresión en 1964 contra los campesinos organizados en auto-defensas en Marquetalia, Riochiquito, Guayabero y El Pato mediante el denominado «Plan LASSO» (Latin American Security Operation) a cargo de varios batallones del ejército dirigidos por militares gringos.

Esa pericia represiva se perfeccionó en las últimas cuatro décadas a partir de los años 70s del siglo XX. La persecución sistemática, el acoso psicológico, la infiltración de agentes provocadores, la segmentación de la comunidad y el uso de la intriga, la desaparición física, el asesinato selectivo, la tierra arrasada, la masacre colectiva, el montaje de atentados para justificar cacerías humanas, la utilización de toda clase de grupos paramilitares, la acción directa de la fuerza represiva oficial, el uso de la delincuencia común, se convirtieron en un conjunto de métodos y una refinada técnica de amedrentamiento y terror para paralizar a las comunidades, desplazarlas, dividirlas, contenerlas y reducir su capacidad de resistencia.

Esta capacidad criminal de la oligarquía colombiana no es casual. Es el acumulado histórico de un comportamiento que ha sido construido y trasmitido desde la misma conquista y colonización. Tiene raíces históricas – no justificables – en las condiciones mismas de la formación de los pueblos indígenas que habitaban este territorio, en la forma como se construyó la hegemonía colonial, en la fuerte resistencia desarrollada por pueblos indios nunca vencidos, en lo indómito del territorio y en las prácticas de control territorial que desarrollaron las elites invasoras, sus herederos criollos y la descendencia capitalista-terrateniente pro-imperial que se formó a partir del siglo XX.

Entender ese hilo histórico es fundamental para comprender la realidad de esta guerra civil. Identificar el comportamiento de las clases dominantes a lo largo de la vida colombiana es de máxima importancia para diseñar una estrategia que le permita a las clases subordinadas y oprimidas responder de una forma unificada, planificada y efectiva, y ante todo, ser conscientes de la naturaleza criminal de una elite social experta en hacerle creer al mundo y a nuestra misma población que es cristiana, democrática, respetuosa de la moral y de la ley.

Sólo si profundizamos en dilucidar ese carácter «homicida-solapado» podremos entender cómo ésta oligarquía ha podido desaparecer y derrotar a sus opositores desde siempre. Lograremos visualizar cómo ha utilizado la traición, la emboscada, la manipulación, cómo teje situaciones intrincadas para crear confusión y zozobra. Así lograron derrotar y asesinar a Antonio Nariño, a José María Cabal, a José María Carbonell y otros patriotas que tenían vínculos populares profundos y luchaban por transformaciones estructurales y sociales a favor de los pueblos. Así asesinaron a Antonio José de Sucre, atentaron contra el Libertador Simón Bolívar, lo aislaron y desmoralizaron hasta llevarlo a la tumba. De esa manera desterraron al General demócrata José María Melo (1854) y asesinaron al General liberal Avelino Rosas (1901), compañero de José Martí y Eloy Alfaro.

Si no entendemos la sistematicidad que ha alcanzado la oligarquía colombiana en la utilización de «todas las formas de lucha» para liquidar a quienes enfrentan su poder, no comprenderemos cómo esa clase dominante ha podido desaparecer a miles de opositores y, sin sonrojarse, sostener la mentira y apariencia de una falsa vocación democrática. Si no desenredamos esa trampa, habrán ocurrido en vano los asesinatos de Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Dumar Aljure, Guadalupe Salcedo, Camilo Torres, Jaime Bateman, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro, José Antequera, Teófilo Forero y tantos y tantos dirigentes populares, unos que se «enmontaron» y alzaron en armas convencidos de la justeza y validez de la rebelión y, otros – miles de hombres y mujeres -, que cayeron en la lucha civil, pacífica y civilista. Si no nos explicamos ese fenómeno estaremos ayudando con nuestra ignorancia a que esa oligarquía continúe engatusando impunemente no sólo a la comunidad internacional sino a nuestro propio pueblo.

En la última fase de violencia contra el pueblo se produce una verdadera confluencia de espíritus violentos y homicidas. Sectores descompuestos de la clase política penetrada por mafias narcotraficantes se unen con cúpulas regionales de terratenientes, campesinos ricos, militares corruptos y transnacionales (Chiquita Brands, Drummont, etc.) para montar el aparato paramilitar más tenebroso de que se tenga noticia. Su objetivo inmediato era atacar y contener la insurgencia guerrillera pero su meta estratégica era «refundar la nación» con una concepción neoliberal corporativista, latifundista y clerical. Desde la conformación del MAS (1981), aplican el recetario criminal aprendido y lo combinan con el más avanzado adiestramiento técnico sionista (israelí). Conforman verdaderos escuadrones de la muerte que asolan aldeas y campos colombianos aterrorizando, asesinando y desplazando a más de seis (6) millones de personas, especialmente campesinos (indígenas, afros y mestizos).

Ahora que estamos ad-portas de un nuevo proceso de Paz, de los tantos que las clases dominantes han utilizado para engañar – más que a los mismos insurgentes – a las amplias masas populares, es necesario dilucidar y desenmascarar el comportamiento histórico de quienes pueden darse el lujo de ejercer como la cúpula política y social más criminal del planeta, y a la vez, aparecer como una elite respetuosa de la democracia y gestora de paz.

En la actualidad estamos observando «en vivo» el tratamiento que soporta el Alcalde de Bogotá Gustavo Petro. Tenemos a la vista un ejemplo de esa práctica sistemática y compleja. Fue un alzado en armas, se desmovilizó y sometió a la legalidad existente, ha hecho una carrera política en civilidad pero su gran pecado es que se atrevió a desafiar el régimen neo-liberal. Hoy es vilipendiado, destituido, sin derechos políticos por 15 años, sancionado pecuniariamente y como él lo ha dicho: «Solo le falta el destierro o la muerte».

Muchos teóricos sociales y políticos especulan si en Colombia vivimos una guerra civil, «incivil» o un conflicto armado. Desde nuestro punto de vista lo importante es entender la esencia de la naturaleza criminal de la oligarquía colombiana para poder diseñar la forma de derrotarla y como afirmaba el desaparecido, perseguido y exiliado Gabo: «Darnos una segunda oportunidad sobre la tierra».

Esa idea será desarrollada en la tercera parte de «La guerra civil en Colombia III».

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.