El diez de mayo de 1933 los estudiantes de la Universidad Humboldt, de Berlín, saquearon su biblioteca y condujeron centenares de libros a la Plaza de la Ópera, donde procedieron a incendiarlos. Eran obras de Thomas Mann, Einstein, Heine, Marx, H.G.Wells, Brecht, Feuchtwanger, Hemingway y Remarque, entre otros muchos. Un total de veinte mil libros […]
El diez de mayo de 1933 los estudiantes de la Universidad Humboldt, de Berlín, saquearon su biblioteca y condujeron centenares de libros a la Plaza de la Ópera, donde procedieron a incendiarlos. Eran obras de Thomas Mann, Einstein, Heine, Marx, H.G.Wells, Brecht, Feuchtwanger, Hemingway y Remarque, entre otros muchos. Un total de veinte mil libros fueron arrojados a la pira esa noche, pero en las semanas siguientes la purga en bibliotecas y los incendios continuaron por toda Alemania. Joseph Goebbels declaraba: «El futuro ciudadano alemán no será hombre de libros sino hombre de carácter». Y mientras ardía la quema siniestra frente a la Ópera, Goebbels pronunciaba un discurso en el que afirmaba:»Mientras los académicos se han aislado gradualmente de la vida, la joven Alemania se está preparando… Por esa razón hacemos bien entregando el sucio espíritu del pasado a las llamas… Las viejas mentiras han caído al fuego, pero las nuevas surgirán de esas llamas anidando en nuestros corazones…» Los miembros de la Asociación de Estudiantes de Alemania gritaban sus consignas: «Contra la decadencia y la degeneración moral», «Por la decencia de las costumbres de la familia», «Contra la lucha de clases y el materialismo», «Por la comunidad del pueblo y una vida ideal».
En el Congreso del Partido Nacional Socialista Alemán, efectuado en Nuremberg en 1935, su dirigente máximo Adolfo Hitler declaró: «La misión del arte no es acercarse a la podredumbre ni describir al ser humano en estado de putrefacción». A partir de entonces, y alegando la decadencia moral del arte de vanguardia, numerosas obras fueron incautadas en museos y colecciones privadas. Con ellas se organizó una exposición de «arte degenerado» en Munich, en julio de 1937, (antes de destruirlos), con cuadros de Braque, Chagall, de Chirico, Gauguin, Van Gogh, Kandinsky, Leger, Matisse, Mondrian, Roualt, Vlaminck y Picasso. Las obras fueron clasificadas en salones que llevaban rótulos que definían sus «transgresiones»: el campesinado alemán visto por los judíos, insultos a la maternidad germánica, burlas a Dios.
Se proclama como «arte degenerado» todo el período del dada, el cubismo, el expresionismo, el fauvismo y el surrealismo. Joseph Goebbels declara sobre los artistas prohibidos, el 26 de noviembre de 1937: «Son representantes seniles a quienes no puede tomarse en serio y forman parte de un período de monstruosas creaciones intelectuales». Con esos truenos en el horizonte el destino del arte de avance, de la literatura liberal, de la libre emisión del pensamiento, se ve torvamente amenazado. El triunfo del fascismo implicaría el auge de la censura, de la diatriba de Estado, de las expresiones mediocres de un realismo edulcorado.
La deplorable experiencia de la Unión Soviética sirve de escarmiento para evitar experiencias similares. Lenin no comprendió a la vanguardia artística que se desarrollo al calor de una auténtica revolución, como la auspiciada por los bolcheviques. Los grandes cambios en la expresión artística protagonizados por Tatlin, Kandinsky, Malevitch, Lissitsky y Rodchenko no fueron aceptados. Modernismo y marxismo nunca se entendieron.
Las teorías del proletkult entendían la creación artística como un medio de difusión ideológica y agitación política. Gorky y Ehrenburg tuvieron serias contradicciones con el poder comunista. Bunin y Andreyev se exiliaron. Bulgakov y Bajtin fueron condenados al silencio. Mandelstam y Babel desaparecieron. Shostakovich vió su obra censurada.
Ningún escritor soviético sufrió tan intensamente las contradicciones entre el poder político y los desajustes de la utopía en marcha como Isaac Babel. «Caballería roja», su libro fundamental, salió publicado en 1925, tras su experiencia en el Primer Regimiento de cosacos del general Semyon Budyonny, al cual se incorporó en 1920. El juicio de Isaac Babel tuvo lugar el 26 de enero de 1940 en la oficina de Laurenti Beria, el sucesor de Yagoda. Duró veinte minutos. Por las actas, que ahora se conocen, se sabe que sus últimas palabras fueron: «No soy un espía. Nunca permití ninguna acción contra la Unión Soviética. Me acusé falsamente y me forzaron a acusar a otros. Solamente pido una cosa: ¡déjenme terminar mi trabajo!». A la una y media de la madrugada fue ejecutado. Hace cincuenta años el senador Joseph McCarthy creó una Comisión de Actividades Antiamericanas que desató una persecución feroz y una intolerancia generalizada. A aquél período desdichado se le conoció como el tiempo de la «cacería de brujas». Las investigaciones de McCarthy contra los liberales norteamericanos acusándolos de ser comunistas arruinaron reputaciones, destruyeron carreras, escindieron familias, provocaron suicidios. Muchos intelectuales, escritores y artistas fueron arrastrados a la infamante acusación de deslealtad y de realizar actividades «antiamericanas». Erigido en fiscal supremo de la nación, McCarthy acusó a 320 escritores, artistas y directores de Hollywood pero solamente diez de ellos han pasado a la historia por haber rehusado responder las preguntas de la inquisitorial comisión; el compositor Aaron Copland fue uno de los más verticales. Bertolt Brecht fue citado al Senado pero escapó de Estados Unidos al día siguiente de su comparecencia. El escritor Budd Schulberg, el actor Lee J. Cobb y el director Elia Kazan delataron a colegas envueltos en actividades izquierdistas.
La intolerancia nunca murió del todo y en tiempos más recientes Robert Redford, Jane Fonda, Gregory Peck, Vanessa Redgrave y Jack Lemmon han sufrido, en sus carreras, las consecuencias de sus simpatías políticas. De este período sombrío quedaron los nombres de quienes con valor moral y coraje cívico respondieron con una actitud vigorosa a los intentos de intimidación.