Hace ya unos cuantos años, cuando se acercaba el verano, los cuarteles acantonados en nuestra tierra recibían las instrucciones correspondientes a la reivindicación española del territorio vasco. Lo hacían, como no podía ser de otra manera, valiéndose de una vieja ley quizás sin escribir, no lo recuerdo. Quien manda impone. Y sabemos que, entonces y […]
Hace ya unos cuantos años, cuando se acercaba el verano, los cuarteles acantonados en nuestra tierra recibían las instrucciones correspondientes a la reivindicación española del territorio vasco. Lo hacían, como no podía ser de otra manera, valiéndose de una vieja ley quizás sin escribir, no lo recuerdo. Quien manda impone. Y sabemos que, entonces y ahora, los que mandan desde la metrópoli son portadores del virus de la intransigencia.
En aquella ocasión, la defensa española pasaba por no permitir que la enseña tricolor vasca, a pesar de ser oficialmente reconocida tras pasar, como recordamos, por el cadáver de Fraga, ondease en los ayuntamientos de la CAV y de Navarra. La Guardia Civil defendió con saña la rojigualda hispana y hasta la Ertzaintza se animó en Bilbao a romper las fiestas antes que dejar que la ikurriña tuviera un espacio digno. En fin… dicen que son cosas del pasado y que ahora estamos en la fase de la reconciliación y, por eso, no hay que ahondar en lo que nos separa, sino en lo que nos une. Me cuesta encontrarlo, después de que incluso el poco lustre de una bandera española en Donostia sea origen de una queja vehemente del Ministerio del Interior que amenaza con una marcha verde a la que será capital cultural europea en 2016.
Al verano de 2012 ha llegado una nueva guerra. No es la de las banderas. No se preocupen los aludidos antes. Esta vez no tiene que ver con los símbolos, sino con las basuras, los residuos. Y en esta ocasión, los protagonistas de la intransigencia no son cuarteleros, sino representantes, dicen, de la voluntad popular. Bienvenidos pues al lecho democrático del debate, de la guerra dialéctica. Sin pólvora de por medio, ni cargas policiales.
Los símbolos, sabemos, producen ganancias. Las basuras también. Uno de los imperios más sólidos de España, precisamente, se produjo con la gestión de las basuras, el de las dos Klopowitz, ambas marquesas, por cierto. Los residuos nucleares huyen del Primer Mundo hacia el llamado Tercero, a cambio de oro y piedras preciosas. También fueron sonadas aquellas batallas de los años 70 en contra de los vertederos, controlados e incontrolados, de nuestros anillos urbanos.
En los últimos tiempos, sin embargo, la cultura del reciclaje ha ido ganando terreno. A la velocidad que generamos basura, dicen los peritos, el mundo será un estercolero en unas décadas. Un diagnóstico definitivo. Los plásticos nos invaden, como pájaros de Hitchcock. La ceniza de la basura incinerada sustituirá al abono natural y, junto a la lluvia ácida, acelerará el final. El homo sapiens será historia en un medio dominado por escarabajos, cucarachas y carroñeros.
No hace falta poseer un doctorado en matemáticas, ni tener un primo sabio como Rajoy para atisbar que sin un cambio de rumbo el planeta se desmorona. Nuestra tierra no va a ser la excepción, por mucha fe que tengamos en las raíces, por mucha garantía de autenticidad del preindoerupeismo del euskara, por muchos mimbres revolucionarios o identitarios que posean nuestras cestas.
En distinta medida, tanto unos como otros, incluso esos con los que debemos reconciliarnos, la percepción es general. Stop. Hay que parar la maquinaria de destrucción y, sobre todo, la de generar basura infinitamente. Los depósitos, terrestres o atmosféricos, son limitados. La catástrofe la percibirán nuestros hijos, los nietos como mucho.
De acuerdo. La cuestión, sin embargo, es el cuándo. La Unión Europea ha puesto el año 2020 como frontera. Para dentro de 8 años, toda la basura deberá ser reciclable y, para ese año, asimismo, las incineradoras deberán pasar a las salas de los museos industriales. Hay que comenzar, en consecuencia, con la recogida selectiva de la basura. Para luego poderla reciclar. La rectificación ya está en marcha en Europa. Entre nosotros, Baiona cerró su incineradora en 2005.
Sin embargo, los planes de futuro, la reordenación del territorio y la salvación del planeta tienen enfrente a los especuladores. Venderán pescado radioactivo de Fukushima en los pueblos de la costa de Indonesia, frenarán las indemnizaciones de Bophal para aumentar, a pesar de la masacre, sus ingresos, y serán capaces de ocultar el informe de los expertos sobre el paso de la nube radioactiva de Chernóbil por Euskal Herria para proteger sus intereses en Iberdrola.
Estos especuladores, los señores Burns de la comedia, no contemplan otra hipótesis que no sea otra que la de fabricar dinero. Consideran más rentable que Zabalgarbi (la incineradora vizcaina), a pesar de estar en la lista de las empresas más contaminantes de Europa, pague las multas, que recalificar su actividad. Consideran que las pinturas de Praileaitz son cosa de románticos trasnochados y que lo que importa es la cantera de Amenabar. Consideran que lo público es un negocio, como otro cualquiera.
Y así se han conformado en un lobby capaz de arrastrar al desastre a una sociedad completa. Un lobby que se ha filtrado en las instituciones a través de vaya usted a saber qué componendas. Poderoso caballero es don dinero. En 2005, los responsables socialistas guipuzcoanos, siguiendo la estela de otras federaciones, abogaron por no incinerar los residuos. Hoy, su propuesta es la contraria, paradójicamente cuando el tiempo apremia.
En 2007, cuando era elegido diputado general de Gipuzkoa, Markel Olano dejaba la decisión de parar la incineradora en manos de las mancomunidades: «Aceptaremos parar la incineradora». Hoy, su apuesta es inequívocamente a favor de continuar dejando en manos de los especuladores la gestión de los residuos. Y, para ello, se acerca al bloque unionista. Antes una España roja que rota. Antes una Euskal Herria española que de izquierdas o progresista. Dos caras, una moneda.
La incineración, al margen de su modelo, genera nuevas basuras, tóxicas, escorias, cenizas… a las que hay que encontrar destino. Una incineradora del modelo que los unionistas y autonomistas desean para Gipuzkoa necesitaría del doble de basura para funcionar, lo que provocaría, colmo de los colmos, que el territorio tuviera que comprar basura, importarla, para poder ponerla en marcha.
¿Qué locura es ésta? Hasta hoy, la basura, tanto la vasca como la española, tiene dueños. Parece mentira, pero así es. No los que se han desprendido de ella, sino los que la acopian para hacer negocio. Un negocio, por lo que nos dicen los balances, hasta ahora muy lucrativo. Por eso los lobbies, por eso el interés de aquellos que juegan a ser fácticos (entre ellos Vocento) en defensa del estado actual de las cosas.
Las cementeras, después de la recesión de su negocio hace ya una década, se están recolocando en la incineración. A pesar de que deben invertir en la reconversión, su apuesta ha sido total. Entre nosotros, el capital no tiene nada propio. Dos son hispanas a través de FCC (Lemoa y Olazti) y dos italianas por medio de Italcementi (Añorga y Arrigorriaga).
Los intermediaros vascos de estas empresas son grandes de España. Xabier Garmendia es la cabeza visible. En 2003 recibió la Medalla al Mérito Constitucional (español) junto a Savater, Rosa Díez, Ezquerra, Jon Juaristi, Mikel Buesa… los antiguos rojos convertidos a defensores de la patria española. Garmendia había sido parlamentario autonómico por Euskadiko Ezkerra.
Pero también viceconsejero de Industria del Gobierno vasco y luego de Medio Ambiente. ¿Medio Ambiente? Han leído bien. Garmendia fue asimismo consejero de Cementos Lemona, Cementos Rezola (Añorga) y ahora vicepresidente de la incineradora vizcaina Zabalgarbi. En los cursos de verano de la UPV, Garmendia llamó tontos a los que estaban en contra de la incineración, porque «en Euskadi hay poca formación científica por parte de la ciudadanía».
Cassinello presidente de la Asociación de la Transición española, Barrionuevo presidente de la Comisión Constitucional española, Guindos liderando Lehman Brothers cuando se hundió… Xabier Garmendia dando clases de medio ambiente. Nuevamente el colmo de los colmos.
Podemos ser probablemente tontos, si lo dice Garmendia. Solo los arrogantes desprecian a la sociedad. Pero no por engatusar a los grupos más corruptos en nuestro territorio (la lista de la corrupción es tan larga como aburrida) va a tener razón. No todo el mundo tiene precio. Somos muchos los que aún nos guiamos por la ética política. La razón está de nuestra parte. Hay que parar está locura de despilfarro. Y el reciclaje es una de las tareas más urgentes.
Iñaki Egaña es historiador
Fuente: http://www.gara.net/paperezkoa/20120623/348277/es/La-guerra-basuras