Fue una lección la que dio a sus señorías aquella mujer rubia y ojerosa, Pilar Majón, en aquella mañana del 16 de diciembre de 2004, cuando les espetó a la cara: «¿De qué se reían señorías? ¿Qué jaleaban? ¿Qué vitoreaban?… Se está hablando de la muerte y de heridas de por vida padecidas por seres […]
Fue una lección la que dio a sus señorías aquella mujer rubia y ojerosa, Pilar Majón, en aquella mañana del 16 de diciembre de 2004, cuando les espetó a la cara: «¿De qué se reían señorías? ¿Qué jaleaban? ¿Qué vitoreaban?… Se está hablando de la muerte y de heridas de por vida padecidas por seres humanos. Que nuestro dolor centre sus conclusiones. Tienen la obligación de evitar otro atentado». Hablaba, en riguroso luto y con el bolso de mano, la madre de Daniel, su hijo de 20 años, víctima del 11-M en el tren del Pozo camino de la universidad de aquel jueves, luego de las 7, 30 de la mañana.
Aquel trágico 11 de marzo, en el que murieron 191 personas, era jueves y el 14 se celebraban elecciones generales. El gobierno de Aznar mintió descaradamente a la ciudadanía y acusó mendazmente a ETA de la matanza. Curiosamente quien entonces dijo con voz sonora que no había sido ETA y desenmascaró con contundencia la falacia hoy está en la cárcel y se llama Arnando Otegi. El gobierno español estaba ya avisado, participaba activamente en la guerra de Afganistán y fue promotor destacado de la guerra de Iraq. Y se amenazó desde allí con represalias a la chulería de aquí. Aquí hubo 191 muertos blancos pero allí hace tiempo que han pasado del millón los muertos y son innumerables los heridos, los tullidos, los lisiados, los torturados, los violados. Iraquíes o afganos, que tienen también madres ojerosas, que no son rubias, que son morenas y que sienten el dolor tanto -quizá más- que las rubias europeas. Casi a diario pasan de 100 los asesinados por nuestra guerra, por nuestras armas, por nuestros soldados, por nuestras bombas de racimo, los asesinatos financiados con nuestra pasta y nuestro negocio de dolor y muerte.
En esta guerra española en tierras libias, como comenta Rafael Poch, «puede que haya suerte y a Gadafi no se le ocurra -o no pueda- estrellar un avión contra una central nuclear francesa cercana o contra una española. O puede que no. Pero cuando uno lanza bombas contra otro país, se expone a que ese país responda de alguna manera. Hacer la guerra implica riesgos. El 11-S reveló una vulnerabilidad hasta en el mismo centro del imperio. El derecho de injerencia sería loable en un mundo regido por la benevolencia y las relaciones internacionales igualitarias. En el mundo de hoy tiene grandes probabilidades de ser un factor de abuso y poder de unas naciones o coaliciones de naciones sobre otras. Las fechorías de algunos son delito, las de otros no. La protección de vidas invocada por la ONU se convierte en pretexto para un cambio de régimen allí donde conviene, en Libia si, pero no en Baréin o Yemen, mucho menos en Israel. Disparar contra la población es casus belli en Bengazi, no en Sanaa, Manama y menos aun en Gaza».
Hoy de nuevo partidos y diputados aplauden y avalan con su voto en el Parlamento una guerra en Libia, que mata, lisia, tortura y tulle a soldados y civiles, a hombres, mujeres y niños. Y no olvidemos que también ellos lloran, sufren, sienten y mueren. Si España exporta guerra que no se queje si un día otros la importen. La guerra, lejos, es juego y espectáculo en la televisión de casa, pero puede trocarse también en muerte en casa y regocijo lejos.
¿De qué se ríen señorías? ¿Qué jalean? ¿Qué vitorean y avalan? ¿Acaso no se dan cuenta que se está aprobando muerte y guerra en el parlamento español?
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