El gobierno de Piñera se encuentra firmemente empeñado en sacar adelante su regresivo proyecto de reforma tributaria cuyo verdadero propósito es tornar aun mayor la ya enorme desigualdad en la distribución del ingreso después de impuestos que actualmente impera en el país. Un propósito que, obviamente, no puede ser reconocido abiertamente por la ostensible inmoralidad […]
El gobierno de Piñera se encuentra firmemente empeñado en sacar adelante su regresivo proyecto de reforma tributaria cuyo verdadero propósito es tornar aun mayor la ya enorme desigualdad en la distribución del ingreso después de impuestos que actualmente impera en el país. Un propósito que, obviamente, no puede ser reconocido abiertamente por la ostensible inmoralidad que supone y por la ya generalizada e indignada percepción ciudadana de ser constantemente víctima de la ley del embudo.
De allí que, de manera extremadamente hipócrita, los voceros del gobierno apelen a objetivos más loables para intentar justificar su proyecto. En esta línea su mayor énfasis consiste en aplicarle el calificativo de «pro crecimiento», al tiempo que, invocando la desmedrada situación de las PYMEs, aludan a la necesidad de «emparejar la cancha» para lograr una mayor «justicia tributaria». En todo esto confían en que la general ignorancia en torno al tema tributario les permitirá alcanzar sus objetivos sin mayores costos políticos.
El que a la reforma propuesta se la califique de «pro crecimiento» por el hecho de asegurar una mayor rentabilidad a la inversión de capital solo pone de relieve algo que en realidad debiese mover a escándalo, pero que en el Chile de hoy ha llegado a naturalizarse casi por completo: la enorme capacidad de extorsión sobre la mayoría de la población que el sistema económico vigente le reconoce como legítima al gran capital. ¡Nada de subirme demasiado los impuestos, el nivel de los salarios o las regulaciones! ¡O me garantizan privilegios cada vez mayores o me llevo el capital a otra parte y ustedes se joden!
En cuanto al logro de una mayor justicia tributaria el ministro de hacienda de Piñera ha señalado que eso es lo que se busca al proponer que se le aplique el IVA a los servicios digitales, ya que actualmente las compañías que los proveen no pagan impuestos mientras que sí lo hacen los pequeños almaceneros. Pero el ministro sabe perfectamente que el IVA no lo paga el que vende un bien o servicio final, sino que lo paga exclusivamente el consumidor. El productor, el distribuidor y el almacenero solo recaudan, en sus distintas fases, ese impuesto y lo traspasan luego al fisco. Por lo tanto, el ministro miente en forma deliberada.
La verdad es que los impuestos indirectos, como el IVA, que predominan claramente en el sistema tributario chileno, son fuertemente regresivos, porque terminan gravando en una mayor proporción a los ingresos percibidos por los sectores más pobres, que deben gastar la totalidad de los mismos en consumo. Para que el sistema tributario fuese progresivo, permitiendo que sea menos desigual la distribución del ingreso, tendría que apoyarse principalmente en impuestos directos, que graven con tasas crecientes, de acuerdo a sus montos, los ingresos y el patrimonio de las personas.
Y también es verdad que la carga tributaria nominal que soportan actualmente las empresas en Chile es comparativamente muy baja, y en términos reales solo simbólica, ya que opera en su mayor parte como crédito para los impuestos personales de sus dueños. Con la integración que pretende reinstaurar ahora el gobierno de Piñera las grandes empresas dejarían en la práctica de pagar sus ya muy bajos impuestos. No hay que olvidar que incluso en la actividad más rentable que existe en el país, la minería, las grandes empresas privadas ni siquiera pagan un royalty, como sí lo hacen en todos los demás países.
La verdad es que Chile es hoy un paraíso para los inversionistas y esa es la razón de las continuas alabanzas a su desempeño económico que recibe de ellos. Y un ingrediente clave de esto ha sido, sin duda, la anomalía que representa la integración tributaria que, por buenas razones, existe en muy pocos países del mundo. Legalmente, como sociedades anónimas o de responsabilidad limitada, las empresas son personas jurídicas distintas de sus dueños, precisamente para cautelar el patrimonio personal de éstos ante eventuales fracasos comerciales que pudiesen llevar a las empresas a la quiebra.
Por otra parte, hay que considerar que las empresas también se benefician enormemente del gasto fiscal que se traduce para ellas en un sinnúmero de servicios públicos que les proveen de un entorno adecuado para su funcionamiento: un ordenamiento legal y procesal acorde a sus necesidades, vigilancia policial, provisión y uso conexiones viales y portuarias requeridas, suministro regulado de energía, asistencia ante eventuales emergencias, etc.
Pero con la integración tributaria se pretende exactamente lo contrario: que las empresas y sus dueños sean considerados como una sola persona, liberando a las primeras de su deber de contribuir a financiar el gasto público. Y ello con el único fin de beneficiar aun más a nuestros pobres empresarios. Como ya señaló Aristóteles hace más de dos mil años, «la naturaleza de la codicia consiste precisamente en no tener límites» (Política 2:4).
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