«Es un reconocimiento al duro trabajo y a la muy importante iniciativa del presidente Santos», dijo la portavoz del Comité del Nobel de la Paz, cuando procedió a anunciar quien era el elegido de este año para esa distinción, cada vez más devaluada. El sistema sabe a quien premia y en qué momento lo hace. […]
«Es un reconocimiento al duro trabajo y a la muy importante iniciativa del presidente Santos», dijo la portavoz del Comité del Nobel de la Paz, cuando procedió a anunciar quien era el elegido de este año para esa distinción, cada vez más devaluada. El sistema sabe a quien premia y en qué momento lo hace. Como ocurriera con la designación, en anteriores períodos, de esos dos grandes ejecutores de la política de exterminio contra el pueblo palestino, llamados Shimon Peres y Rabin. O el mismo galardón que le entregaron a Barak Obama, para que pueda ampliar impunemente la guerra en Medio Oriente o mantener en funcionamiento la base de torturas de Guantánamo. Por más que se disfrace de lo que no es y que en este último tiempo haya hecho esfuerzos para cambiar de look y vestir de blanco a todo su gabinete, Santos tiene un largo recorrido como impulsor de las estrategias guerreristas del establecimiento colombiano. Compartió gobierno con Alvaro Uribe Velez y fue partícipe con este en la aplicación de políticas genocidas contra el pueblo colombiano. Desde el cargo de Ministro de Defensa, el ahora Premio Nobel dirigió las Fuerzas Armadas desde 2006 hasta ayer nomás (mayo de 2009) en tareas de «limpieza» y «tierra arrasada» contra los guerrilleros de las FARC y el ELN. Solo basta recordar su compromiso con regar el territorio con cadáveres de campesinos y campesinas a los que se conoció como «falsos positivos». Hombres y mujeres que ni siquiera pertenecian a la insurgencia pero que en su afán de extirpar las protestas reivindicativas y sembrar terror, el ejército los secuestraba, les ponía un uniforme verde oliva, les plantaba un arma y los asesinaba. Los medios del sistema hacían el resto identificandolos como «subversivos» o «integrantes de las bandas terroristas». Como en la época de la «conquista del Oeste» estadounidense, cuando los soldados cazaban como animales a los indios y luego de asesinarlos les cortaban una oreja para luego exhibirla y recibir recompensa, los uniformados del ejército de Santos fotografiaban los cadáveres de los «falsos positivos» y por cada uno de ellos había una compensación económica extra.
Otra perla en el curriculum sangriento de Santos es la «Operación Fénix» por la cual la fuerza aérea colombiana violó la soberanía ecuatoriana, y bombardeó a mansalva el campamento del comandante de las FARC Raúl Reyes en la zona de Sucumbíos. Se trataba de una operación conjunta con el asesoramiento del Mossad israelí y tareas de inteligencia de la CIA norteamericana, que fue ejecutada cuando los guerrilleros dormían y poco pudieron hacer para evitar las bombas mortíferas de varias toneladas y la operación posterior a cargo de helicópteros artillados que balearon a mansalva a los sobrevivientes. De esta manera, el ahora Nobel de la Paz y su colega Uribe Vélez, ambos halcones guerreristas, se sacaban de encima a uno de los hombres que precisamente estaban avanzando en la idea de abrir negociaciones entre las FARC y el Gobierno y para ello había hecho contactos internacionales que pudieran ayudar en esa tarea. No sólo murió Reyes en ese acto de barbarie sino que también masacraron a otros 22 guerrilleros. La matanza se extendió a algunos estudiantes mexicanos de la UNAM que visitaban el campamento fariano, mientras que otros quedaron gravemente heridos.
Tiempo después, cuando Santos llega al gobierno prosigue con la estrategia uribista de golpear antes que nada al Secretariado de las FARC, y es durante su gestión que son asesinados el Mono Jojoy y el máximo jefe fariano Alfonso Cano, contando en cada oportunidad con la ayuda de servicios israelíes y norteamericanos.
El paramilitarismo, también es un factor a tener en cuenta en la historia santista, ya que cuando gobernaba Uribe alcanzó su máximo nivel operacional, aterrorizando a punta de balas y motosierras a la población civil. Prevalecía el concepto, y Santos participaba del mismo, de «quitarle el agua al pez», masacrando sin piedad a grandes núcleos poblacionales, sobre todo campesinos, que pudieran constituirse en semillero de la guerrilla. Así decenas de miles de personas fueron ejecutadas por las Convivir, las Autodefensas de Colombia, o las Aguilas Negras, todos rótulos utilizados por el terrorismo paramilitar.
En conclusión: no caben dudas de que este Nobel de la Paz a Santos viene con premio agregado ya que le llega en un momento en que su imagen de «blanca palomita de la paz» se había chamuscado parcialmente después de los resultados negativos del plebiscito. Es entonces que urgía «darle una manito» que le permitiera seguir en carrera y poder presionar a las FARC para renegociar los acuerdos firmados después de pactar estos cambios sustanciales con su socio Alvaro Uribe Velez. Qué mejor que un Premio Nobel para que el presidente Santos se sienta reconfortado y con fuerza para mostrar a la opinión pública que resulta importante sumar al uribismo «a la paz». Los rasgos de hipocresía que aparecen casi siempre tras las bambalinas de estas distinciones internacionales son más que odiosos. Sirven para asegurar la impunidad de los violadores de todos los derechos humanos, los gratifican y blanquean socialmente. Más aún, les otorgan más poder para imponer sus criterios de «paz» a la contraparte, buscando que, como en este caso, sea la insurgencia la que esté obligada a aceptar cambios tramposos impuestos precisamente por quienes han hecho de la guerra una constante en la vida del pueblo colombiano.
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