El natural impacto causado por las atrocidades desarrolladas durante décadas por uno de los más connotados sacerdotes de nuestro país nos debe ayudar a desembarazarnos del profundo auto- engaño histórico en que hemos estado viviendo. Es cierto que todas las sociedades del mundo se ven en mayor o menor grado afectadas por el autoengaño, propiciado […]
El natural impacto causado por las atrocidades desarrolladas durante décadas por uno de los más connotados sacerdotes de nuestro país nos debe ayudar a desembarazarnos del profundo auto- engaño histórico en que hemos estado viviendo. Es cierto que todas las sociedades del mundo se ven en mayor o menor grado afectadas por el autoengaño, propiciado fundamentalmente por quienes disponen de un mayor poder y riquezas. Pero en Chile esto adquiere dimensiones monu- mentales.
En primer lugar, en el caso de nuestra Iglesia Católica. Así, son ya decenas los sacerdotes y obispos -¡y muchos de ellos tanto o más prestigiados que Renato Poblete!- que durante muchos años han desarrollado abominables formas de abusos sexuales o de poder; o los han encubierto -en la práctica- con su protección o negligencia. Además, la misma Iglesia que proclamaba una doctrina de justicia social, durante muchos años la ha soslayado en los medios de comunicación, en los colegios católicos y en las liturgias dominicales. Incluso, durante buena parte del siglo XX persiguió a los sacerdotes más caracterizados en su defensa y promoción. Así, fueron depuestos de sus car- gos, deportados del lugar o, incluso, «exiliados» del país, sacerdotes como el salesiano Valentín Panzarasa, el diocesano Oscar Larson, o los jesuitas Alberto Hurtado, Jorge Fernández Pradel y Ramón Angel Cifuentes. Especialmente grave fue el caso del jesuita Fernando Vives, exiliado a Argentina entre 1913 y 1915; y a España entre 1918 y 1931; y a quien a su muerte en 1935 el superior de la Compañía en Chile le quemó todos sus archivos. Y el del connotado jesuita antinazi, Josef Spieker, quien luego de una «estadía» en un campo de concentración alemán, la Compañía lo relegó a un total segundo plano en Puerto Montt, entre 1937 y 1950 (Ver mis Historias desconocidas de Chile, 2; Catalonia, pp. 163-9; y Eric Johnson.- El terror nazi. La Gestapo, los judíos y el pueblo alemán; Paidós, Barcelona, 2002; p. 252). Lo terrible de todo lo anterior no puede, por cierto, llevarnos a olvidar ni a minusvalorar la notable obra en defensa de los derechos humanos que efectuó gran parte de la Iglesia chilena bajo la dictadura. Por el contrario, aquel contexto autoritario nos debería llevar a valorarla mucho más.
Pero nuestro mayor autoengaño es respecto del conjunto de la historia de Chile. En primer lugar, creyendo que hemos disfrutado de una ejemplar democracia en casi toda nuestra historia republicana; en circunstancias que, salvo en el período 1958-73, las elecciones presidenciales y -sobre todo- las parlamentarias fueron completamente distorsionadas por los sistemas electorales existentes. Primero, hasta 1891, porque las elecciones fueron totalmente manejadas por un Poder Ejecutivo que para fines de imagen (¡del cual siempre hemos sido los chilenos de los mejores especialistas del mundo!) dejaba que algunos candidatos de la oposición alcanzasen a ser electos. Segundo, porque entre 1891 y 1958, las elecciones eran falseadas por fraudes electorales abiertos (hasta 1914), pero sobre todo por el cohecho y el acarreo de los inquilinos que propiciaba el sistema de cédulas electorales confeccionadas por cada partido, lo cual naturalmente favorecía a los partidos más conservadores. Y, finalmente, luego de 1990, con el sistema electoral binominal (que felizmente está en gran parte condenado a desaparecer en 2021) que sobrerrepresenta antidemo- cráticamente a la segunda lista (derecha), sub-representa a la primera (centro-izquierda) y elimina virtualmente la representación de las terceras listas.
Asimismo, siempre hemos creído que la Constitución de 1925 era impecablemente democrática, en su origen y contenido. Nada más lejano de la realidad. Primero, porque en lugar de la Asamblea Constituyente prometida, Alessandri -gobernando con decretos-leyes como dictador, ya que, a partir de la vuelta de su autoexilio en Europa, en Marzo de 1925, gobernó sin el Congreso Nacional que mantuvo disuelto- designó a dedo a los otros 14 miembros de una subcomisión encargada de elaborar el nuevo texto; e impuso en su redacción sus criterios extremadamente autoritario-pre- sidencialistas. Luego, al someter dicho texto a una comisión de 120 personas (designadas también por él) -y como surgieran voces disonantes- utilizó al comandante en jefe del Ejército, Mariano Na- varrete, para que amedrentase a la Comisión con un nuevo golpe de Estado (ya el Ejército había dado uno en Septiembre de 1924 y otro en Enero de 1925) si no aprobaba dicho texto (Ver Mariano Navarrete.- Mi actuación en las Revoluciones de 1924 y 1925; Centro de Estudios Bicentenario, 2004; pp. 304-5). Y, por último, lo hizo refrendar por un plebiscito que no cumplió con ningún re- quisito de una elección libre, ¡incluyendo el hecho de que la votación fue pública, al establecer cédulas con distintos colores de acuerdo a las diversas opciones! Notables semejanzas con el origen de la Constitución de 1980…
Además, su texto fue descalificado como antidemocrático por la mayoría de los partidos políticos existentes, debido precisamente a su carácter autoritario-presidencialista. Reveladoramente, el ilustre jurista alemán Hans Kelsen la criticó duramente también por ello en 1926 (Ver Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle.- La República en Chile. Teoría y política del constitucionalismo republicano, LOM, 2006; pp. 121-2). Y el propio Eduardo Frei, en 1949, consideró que con dicha Constitución se pasó «a un (poder) Ejecutivo tan fuerte como tal vez no exista otro, con tal suma de facultades», que «se convirtió en un régimen presidencial de desmesurada concentración de poderes e influencias», de tal manera que «el peligro del sistema reside en su tendencia casi orgánica a la dictadura legal del Presidente y permite con facilidad que este sea tentado a abusar de sus facultades. Supremo dispensador de beneficios y honores, puede influir de manera desmesurada en la vida del país y, por lo tanto, quebrantar toda oposición o buscar medios indirectos, pero eficaces, de silenciarla» (Historia de los partidos políticos chilenos, Edit. del Pacífico; pp. 201-3). Sin embargo, con el tiempo todos la consideraron democrática, ¡lo mismo que con la Constitución de 1980! que, luego de algunos cambios de importancia pero que no alteraron su esencia autoritaria, fue tan aceptada por la Concertación que ¡hoy está firmada por Lagos y sus ministros!
Igualmente, desconocemos que el proceso de transformaciones vividos por nuestro país entre 1920 y 1958, respondió a una suerte de proyecto «alessandrista-ibañista-radical» que, junto con ampliar la exclusiva república oligárquica -incorporando a los sectores medios al poder y al disfrute de sus beneficios-; buscó reorientar la economía chilena de acuerdo a un modelo de industrializa- ción vía sustitución de importaciones; y paliar la miseria urbana y minera; pero manteniendo a los sectores populares en general -y particularmente a los agrícolas- excluídos del poder y fuertemen- te reprimidos, cuando éstos luchaban con vigor por sus reivindicaciones.
De este modo, recién iniciado el gobierno de Alessandri (1920-1925), en Febrero de 1921, efectuó la masacre de San Gregorio en una oficina salitrera cercana a Antofagasta, siendo su ministro del Interior, Pedro Aguirre Cerda; y el intendente de dicha provincia, el radical Luciano Hiriart Corvalán. En ella se mataron indeterminadamente entre 60 y 80 obreros, ya que como era costumbre, ni siquiera se hacía una investigación a fondo de estas gravísimas violaciones de derechos humanos (Ver Floreal Recabarren Rojas.- La matanza de San Gregorio, 1921: Crisis y tragedia; LOM, 2003; p. 69).
Además, el entonces secretario de Alessandri (y posterior ministro clave de Aguirre Cerda; ministro también en la segunda presidencia de Ibáñez; y cuya última figuración pública fue como genealísimo electoral de la candidatura presidencial de Allende en 1964), Arturo Olavarría Bravo, escribiría en 1923 que «el Gobierno, que tiene el deber fundamental de mantener el orden público, se ve en la dolorosa y cruel necesidad de contener con mano de fierro los abusos de la política obrera. Las masacres que por esta causa se producen, sirven de doloroso escarmiento a los exalta- dos y el número de estos empieza a disminuir considerablemente» (La Cuestión Social en Chile; Impr. Fiscal de la Penitenciaría, 1923; p. 23).
Por otro lado, Aguirre Cerda, en una intervención en el Senado en el mismo mes de Febrero, in- formó que el nuevo gobierno continuaría con la política represiva desarrollada por Juan Luis Sanfuentes en contra de la filial chilena de la anarcosindicalista IWW (International Workers of the World); y delineó la política social del Gobierno, que sería persuasiva en primera instancia con trabajadores y capitalistas, y represiva en última instancia con los primeros: «Esta es la fórmula que el Gobierno ha adoptado sin vacilación; se presenta ante los obreros para decirles la vincula- ción estrecha que deben tener con el capitalista y sus obligaciones para con él y para con el Gobierno en cuanto al mantenimiento del orden y al respeto que deben a las autoridades. Les hace presentes los perjuicios que ellos reciben por estas huelgas y ejercita su influencia ante los patrones para que cedan en aquello que pueda significar un beneficio legítimo para la clase trabajadora. Si esta armonía no se produce, si la mediación del Gobierno es insuficiente para evitar las dificultades, en todo caso amparará a los obreros que deseen trabajar, pertenezcan o no a las instituciones en huelga, empleando la fuerza pública si fuese necesario» (Boletín de Sesiones del Senado; 8-2-1921).
A su vez, el posterior ministro del Interior de Alessandri, el radical de su ala izquierda, Héctor Arancibia Laso, amenazó hasta con fusilamientos sumarios a los mineros de Lota que anunciaron que para el 18 de septiembre de 1921 arriarían el pabellón patrio, colocando una enseña roja. Y más increíble aún, es que el historiador radical, Luis Palma Zúñiga, celebrara ¡en 1967!, a raíz de este episodio «el temple de Arancibia Laso» (Historia del Partido Radical; Andrés Bello; p. 140).
Por su parte, el propio Alessandri, ante una comunicación de la SNA que le manifestaba su extre- ma preocupación por la «agitación campesina» desarrollada por la Federación Obrera de Chile (FOCH), se expresó en favor de que «cada agricultor en los fundos grandes o en cada región forme federaciones en que los trabajadores puedan intervenir en los asuntos que les interesan relacio- nados con las condiciones de su trabajo, de su habitación y subsistencia»; y en relación a las actividades de la FOCH en el campo, señaló que «condeno en la forma más categórica la obra de losagitadores y perturbadores del orden y del trabajo y los considero enemigos del pueblo y enemigos del progreso de la República» (El Agricultor; Mayo de 1921).
Posteriormente, en los mismos momentos en que imponía -ayudado por la amenaza del Ejército la Constitución de 1925, su gobierno efectuó la que quizás ha sido la mayor (¡y más desconocida!) masacre puntual de la historia de Chile en la oficina salitrera de La Coruña. En ella se asesinó a centenares o miles de personas con cañones y ametralladoras. Según Peter de Shazo, «los diplomáticos británicos estimaron que entre 600 y 800 trabajadores fueron muertos en la masacre, mientras que el Ejército no sufrió bajas» (Urban Workers and Labor Unions in Chile 1902-1927; The University of Wisconsin Press, 1983; p. 227). Carlos Vicuña señaló que «todas las voces hacían su- bir de mil los hombres muertos. Algunos me aseguraron que llegaban a mil novecientos» (La tiranía en Chile; LOM, 2002; p. 322). Y Julio César Jobet sostuvo que «los que estuvieron en aquella zo- na y conocieron las peripecias de este drama, afirman que fueron masacrados 1.900 obreros; pero otros testigos oculares estiman en más de 3.000 el número de víctimas» (Ensayo crítico del desa– rrollo económico-social de Chile; Universitaria, 1955; p. 172). A su vez, la matanza generó sendos telegramas de felicitación al general que la comandó, Florentino de la Guarda, de parte de Ale- ssandri y de su ministro de Guerra, Carlos Ibáñez (Ver El Mercurio; 8 y 9-6-1925).
Y si bien es cierto que Alessandri logró finalmente (¡con la presión del Ejército!) la aprobación de una legislación sindical en 1924; ésta tuvo un carácter claramente discriminador entre empleados y obreros. Además, en 1933 (en su segundo gobierno) impidió inconstitucionalmente -por medio de un simple dictamen de la Dirección del Trabajo- que los campesinos pudiesen sindicalizarse. Y el conjunto de las políticas sociales de los gobiernos de Alessandri, Ibáñez y de los radicales forja- ron una realidad social fuertemente discriminatoria en contra de los obreros, en materia de re- muneraciones, jubilaciones, educación, salud y vivienda.
Tampoco es sabido que el Partido Radical se constituyó en el principal sostén político de la dictadura de Ibáñez (1927-1931), hasta el punto que el Congreso designado en 1930 fue confeccionado en un acuerdo en las Termas de Chillán entre Ibáñez y el presidente del PR, Juan Antonio Ríos. Aguirre Cerda fue también un connotado ibañista, terminando como presidente del Consejo de Defensa Fiscal (denominación de actual «del Estado») y estuvo dentro de las personalidades que instaron a Ibáñez a no renunciar a la presidencia (Ver Gonzalo Vial.- Historia de Chile (1891-1973), Volumen IV; Fundación, 1996; p. 548). Y Gabriel González Videla fue diputado designado en el «Congreso Termal».
Posteriormente, en 1931, el gobierno provisional del radical Manuel Trucco trató infructuosamen- te de aprobar la primera ley que condenaría en Chile la difusión de doctrinas consideradas revo- lucionarias; lo que finalmente impuso al año siguiente la dictadura del ibañista Carlos Dávila, con su ministro del Interior, Juan Antonio Ríos (Decreto-Ley N° 50). Luego, el segundo gobierno de Alessandri (1932-1938) «legitimaría» dicho decreto-ley, además de otros decretos represivos, a través de la aprobación en 1937 de la Ley de Seguridad Interior del Estado. Notablemente, los radicales y la izquierda, en la discusión parlamentaria, condenaron duramente dicha ley por «fas- cista» y «monstruosa». Incluso, el entonces diputado Ríos la consideró como «la muerte definitiva de la democracia y de la libertad electoral»; y dijo que uno de los principales «desvelos» de Ale- ssandri en su segundo gobierno había sido «dictar leyes represivas abiertamente violatorias de las garantías que asegura la Constitución Política del Estado, o hacer uso de Decretos-Leyes, también represivos (sic), para perseguir o apresar a esa misma ‘querida chusma’ con la cual dice contar en forma incondicional» (Boletín de Sesiones de la Cámara; 23-12-1936). Dos años después, los radi- cales y la izquierda no solo no trataron de abolirla, sino que también comenzaron a aplicarla con frecuencia…
Tampoco es conocida la feroz matanza de Ranquil, efectuada por el gobierno de Alessandri en 1934, y que significó la detención seguida de desaparición de centenares de campesinos que se habían sublevado en contra de la evicción de sus hogares y tierras en la alta cordillera de Lonqui- may al comenzar el invierno de ese año. Notablemente, Alessandri se anticipó a Hitler y Stalin en el empleo de dicho método. El primero con su tristemente célebre dispositivo «Noche y Niebla», utilizado en la Europa ocupada en 1940. Y el segundo, con la tristemente célebre desaparición de 15 mil oficiales e intelectuales polacos luego de recluirlos en campos de concentración en la U- nión Soviética. Además, anticipándose a las «explicaciones» de la dictadura de Pinochet, el general director de Carabineros, Humberto Arriagada declaró que «se ha tenido conocimiento que la ma- yoría de los agitadores que fueron causantes de estos sucesos, se suicidaron arrojándose a los ríos» (El Mercurio; 10-7-1934).
Asimismo, es desconocido que el gobierno considerado habitualmente como el más progresista de la época 1925-58 -el de Pedro Aguirre Cerda (1938-1941)- fue muy represivo con campesinos y o-breros. Así, a los primeros continuó negándoles inconstitucionalmente sus derechos de sindicaliza- ción, como lo había establecido Alessandri. Y más aún, liquidó toda huelga campesina al amenazar a los inquilinos con la evicción de los fundos en camiones de Carabineros; de lo cual se jactó, años después, su ministro del Interior, Arturo Olavarría (Ver Chile entre dos Alessandri, Tomo I; Nasci- mento, 1962; pp. 452-3). Y respecto de las huelgas obreras de envergadura, ordenó el encarcela- miento de centenares de tranviarios (Ver ibid.; p. 457); la deportación de «varias decenas de agita- dores» de la pampa salitrera, los que fueron embarcados a Valparaíso sin orden judicial alguna y sin siquiera informarles de su destino (Ver ibid.; p. 506); y la amenaza de ejecución sumaria de to- dos los maquinistas de ferrocarriles que efectuasen una huelga (Ver ibid.; p. 509). Reveladora- mente, en la reunión de autoridades civiles y militares, en que Olavarría comunicó la decisión del Gobierno de fusilar a los eventuales huelguistas, el general Arturo Espinoza Mujica expresó «con una emoción que se le dibujaba en el rostro: ‘Permítame señor ministro que, interpretando el sentir de todos mis camaradas del ejército, exprese que, al fin, hay gobierno en Chile. Era lo que hacía falta, máxima energía, máximo sentido de la responsabilidad. Puede Ud. Señor ministro, contar con la más decidida cooperación de mis compañeros de armas'» (Ibid.).
Además, tampoco sabemos que dicho gobierno reafirmó la eficacia del cohecho en las ciudades, al establecer el control de las Fuerzas Armadas de los actos electorales, con la finalidad de impedir la acción de las Ligas contra el Cohecho que estaban afectando su eficacia, al presionar o castigar a los electores que acudían a vender su voto a las secretarías electorales de los partidos de dere- cha y, en menor medida, del propio Partido Radical (Ibid.; pp. 335-6).
Posteriormente, los gobiernos radicales agravarían la represión de los sectores populares. Primero Ríos (1942-1946), con la Ley de zonas de emergencia que inconstitucionalmente le otorgó al presidente de la República la facultad discrecional para restringir los derechos humanos básicos; y que la usarían todos los gobiernos hasta 1973. Luego, el vicepresidente Alfredo Duhalde, con la matanza de Plaza Bulnes en enero de 1946, que dejó seis manifestantes muertos, incluyendo la joven comunista, Ramona Parra. Y, finalmente, González Videla (1946-1952) con la Ley de «Defen- sa de la Democracia» (que contó con la aprobación de radicales y parte de los socialistas, además de la derecha), que rigió entre 1948 y 1958 y que -entre otras cosas- ilegalizó al Partido Comunista; le quitó la calidad de ciudadanos a más de 20.000 de sus miembros (Ver Simon Collier y William Sater.- A History of Chile; Cambridge University Press, 1996; p. 249); les impidió también a estos ser dirigentes sindicales, docentes y funcionarios públicos; y restringió aún más los derechos sindi- cales. Además, González Videla, creó un campo de concentración en Pisagua; y, en conjunto con la derecha, logró en 1947 aprobar una ley de sindicalización campesina tan restrictiva, que posibilitó que en 20 años se establecieran solo 20 sindicatos campesinos; hasta que, en 1967, el gobierno de Frei logró una legislación que hizo efectiva dicha sindicalización, además de otra ley que hizo posi- ble la Reforma Agraria.
Ibáñez, en su segundo gobierno (1952-1958), continuó aplicando la Ley de Defensa de la Demo- cracia, llegando incluso en 1956 a reabrir el campo de concentración de Pisagua; y a comienzos de abril de 1957 a efectuar una masacre de más de 20 personas en Santiago. Hasta que finalmente el agotamiento del proyecto «alessandrista-ibañista-radical» condujo en 1958 a la derogación de la «ley maldita» y al establecimiento de la cédula única electoral que estableció un sistema electoral que permitió, por primera vez en nuestra historia, una auténtica manifestación de la voluntad po- pular en las elecciones de nuestro país.
Otro elemento de nuestro gigantesco autoengaño histórico es la poca conciencia que tenemos de las numerosas masacres efectuadas por diversos gobiernos chilenos durante el siglo XX. Fuera de las de Pinochet, creemos que solo existieron las de Iquique de 1907 (¡gracias a Luis Advis y el Quilapayún!) y la del Seguro Obrero en 1938, debido a que fue a pasos de La Moneda y a que constituyó un hecho político que muy probablemente cambió los resultados de las elecciones presidenciales de ese año. Sin embargo, casi no tenemos conciencia de las ya mencionadas (San Gregorio, La Coruña, Ranquil, Plaza Bulnes y de Santiago de 1957); ni tampoco de las de Valparaíso (1903), Santiago (1905), Antofagasta (1906), Puerto Natales (1919), Punta Arenas (1920), Santiago (1931), Vallenar (1931), José María Caro (1962), El Salvador (1966), Puerto Montt (1969) y Apoquindo (1991).
Y tampoco tenemos conciencia de los genocidios republicanos cometidos contra los mapuches y os indígenas australes de nuestro país. Creemos que se trató de una «pacificación de la Arauca- nía», el exterminio del 20% de los mapuches de la Araucanía por matanza directa o por el hambre y las enfermedades asociadas (Ver José Bengoa.- Historia del pueblo mapuche. Siglos XIX y XX; Sur, 1985; p. 156); y el despojo efectivo de más del 90% de sus tierras entre 1884 y 1929 (Ver Bengoa.- El Estado y los mapuches en el siglo XX; Planeta, 1999; p. 61). Y más desconocemos, aún, que a fines del siglo XIX y comienzos del XX se exterminó virtualmente a toda la población austral de fueguinos, yaganes, alacalufes y onas, sea a través de la matanza directa o de las enfermedades asociadas a su concentración en reducciones (Ver Gonzalo Vial.- Historia de Chile (1891-1973), VolumenI, Tomo II; Zig-Zag, 1996; p. 762).
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